Opinión
P. antes que D. y J.
La expresión «ataque a la democracia» ha hecho fortuna entre la zurdera a raíz de las algaradas que ciertos (y más miles, ay, que cientos) desgarramantas, partidarios de los mandarines salientes, han protagonizado los últimos eneros en Washington y Brasilia. Corren malos tiempos para «el peor de los sistemas de gobierno a excepción de todos los demás», pero no sólo desde el lado diestro del espectro ideológico y no sólo en lejanos confines allende los mares. Aquende el Atlántico, río cabe remontando desde Doñana, ocurrió hace un cuatrienio algo muy parecido. Conviene tener presente la admonición bíblica (San Mateo 7, 3-5; San Lucas 6, 41) de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.
También en enero, en este caso de 2019, y antes de que las hordas de Donald Trump y Jair Bolsonaro mostrasen su nulo respeto por la voluntad ciudadana libremente expresada en las urnas, otro insigne cofrade de la hermandad populista bendijo el asalto a la sede de la soberanía, en este caso autonómica, con la sola excusa de no haberle gustado el resultado de las elecciones. La «alerta antifascista» de Pablo Iglesias en la misma noche electoral (4-D-2018) derivó en algún incidente callejero y en un conato de bloqueo del Parlamento regional el día en el que se constituyó la cámara, cuando ni siquiera estaba claro del todo qué partidos formarían parte de la coalición de gobierno. Fue eso un «ataque a la democracia» en toda regla. Tan grave como los de Estados Unidos y Brasil, aunque en la dimensión menor de una comunidad veinte veces menos poblada que esos dos países. Antes que derechista o izquierdista, cierto voto es sencillamente marrano y disolvente. Porque todos los populismos, amigos, son la misma cosa… escrito con toda la intención connotativa que tendría la palabra de Cambronne.
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