
Opinión
El alma elige sus estaciones
Porque hay cosas que sólo se entienden cuando la luz se acorta, cuando los días se encogen y cuando el bullicio cesa

Creo que hay estaciones que el cuerpo celebra y otras que el alma escoge. Y no siempre coinciden. Sí, el verano, con su estrépito de cuerpos, arenas y multitudes, parece diseñado para los sentidos: para el ruido, para el escaparate, para ese afán de estar donde todos están... Pero hay personas que no se sienten llamadas por el calor que agobia ni por la promesa del goce extrovertido. Hay quienes, incluso bajo el sol radiante, sienten frío por dentro. Es como si su estación fuera otra. Porque hay almas que, sin saber por qué, respiran mejor en otoño. Que se afinan con la luz dorada de octubre y encuentran una forma de hogar en la melancolía de lo que cae, en el crujido de las hojas, en los colores que no gritan sino que murmuran. El otoño no invade: sugiere. Además no exige atención: la reclama con dulzura. Es una estación que no interrumpe el pensamiento, sino que lo acompaña. Y muchas almas (esas que ya no buscan tanto en el exterior ) reconocen en él su paisaje natural.
¿Y qué decir del invierno? Esa estación injustamente despreciada por los amantes del sol. Creo que el invierno es austero, sí. Pero no hay belleza sin austeridad. El invierno despoja., se lleva lo superfluo. Hay silencio , el mismo que deja florecer las cosas esenciales: soledad y pensamiento. Las casas vuelven a ser templos y los libros se abren como refugios. También las palabras recuperan densidad y la amistad se afina. Y la soledad se convierte, por fin, en una forma de compañía... El alma, que en verano se replegaba, en invierno se alza. Es en el frío donde muchas veces se encuentra el fuego verdadero.
No todas las vidas están hechas para la multitud. Hay quienes no quieren abarcar el mundo sino comprenderlo. Quienes no viajan para cambiar de paisaje, sino para descender en sí mismos. Muchos prefieren una biblioteca silenciosa a una terraza bulliciosa. Un cuaderno en blanco a un cóctel colorido. Un rezo íntimo a un brindis en voz alta. No por tristeza, sino por exactitud. Porque hay cosas que sólo se entienden cuando la luz se acorta, cuando los días se encogen y cuando el bullicio cesa.
El alma, cuando no está aturdida por el ruido del mundo, escoge estaciones lentas. Ama lo gris, lo dorado, lo apagado. No porque esté triste, sino porque ahí es donde por fin puede escuchar algo más profundo. Las estaciones frías invitan a la introspección, y eso es lo que muchas personas ya no saben soportar: estar consigo mismas. Pero quien ha aprendido a habitar su interior, no teme el invierno. Lo espera como se espera a un amigo que no viene a distraer, sino a acompañar en lo hondo.
Y quizás por eso, los que cuidan su mundo invisible prefieren el otoño y el invierno. Porque en esas estaciones la vida no se exhibe, se contempla y lo mejor, no se corre, se camina. Porque mientras el verano grita “aquí estoy”, el invierno pregunta: “¿quién eres?”. Y sólo el que ha dejado de correr hacia fuera puede empezar a responderlo.
Otoño. Invierno. Palabras que no prometen nada. Y sin embargo, lo contienen todo.
Porque lo invisible no necesita escenario y Lo verdadero no llama la atención. ¿Saben? (opinión subjetiva) lo esencial (eso que de verdad sostiene la vida) suele ocurrir en silencio...
Es en las estaciones quietas donde el alma encuentra espacio para volver a sí. Donde no hace falta vestirse de más, ni fingir entusiasmo, ni llenar agendas. Donde basta con encender una vela, abrir un libro, mirar por la ventana, escribir una carta que nadie espera, o simplemente sentarse en silencio a contemplar cómo pasa el día sin hacer ruido.
Ahí está la verdadera abundancia: en lo que no se ve, en lo que no se dice, en lo que no se compra.
En lo que permanece cuando todo lo demás deja de urgir.
Y quizá el alma, cuando elige sus estaciones, no está huyendo del verano.
Tal vez solo está regresando a casa.
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