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Sociedad

A los animales, cuya claridad deja en ridículo nuestra soberbia

"Los humanos hemos confundido la capacidad de imaginar mundos con la capacidad de invadirlos"

Olga Seco, articulista y colaboradora de LA RAZÓN La RazónLa Razón

Creo que durante generaciones hemos repetido, casi como un rezo laico, que somos la especie más inteligente del planeta. Sí, una afirmación contundente y cómoda, que alimenta nuestro ego colectivo... La verdad que es una frase que suena bien en conferencias, en libros de autoayuda, en conversaciones de sobremesa: “los humanos somos superiores”. Pero cada vez que la escucho, me asalta la sospecha de que es más un deseo que una verdad. Una especie haciendo propaganda de sí misma. ¡Ridículo!

Así es la escena (casi cómica) si se mira con distancia: un animal que duda, tropieza, olvida, se contradice y se boicotea, explicando con absoluta seriedad que es el pináculo de la evolución. Y mientras tanto, el resto de los animales siguen a lo suyo, sin proclamaciones grandilocuentes. Y sobretodo exhibiendo una lucidez que no necesita declaraciones oficiales.

Lo que está claro es que la inteligencia humana tiene una particularidad: se obsesiona con sí misma. Necesita explicarse, justificarse, celebrarse. Y así un sinfín de cosas.Vivimos rodeados de sistemas diseñados para demostrar lo listos que somos, aunque a menudo sólo sirvan para enredarnos aún más. Los humanos (sonrío) somos capaces de armar un problema monumental y luego dedicar años a resolverlo, creyendo que eso es señal de brillantez. ¡Madre mía! Somos muy inteligentes (sonrío) la mitad de nuestra inteligencia se va en arreglar los líos que la otra mitad provoca.

Y mientras tanto, ellos (los animales) ejecutan su existencia con una precisión que nos deja en evidencia. No necesitan inventar filosofías para entender su lugar en el mundo. Un lobo conoce más el equilibrio de un bosque que muchos expertos. Un elefante recuerda a los suyos durante décadas sin necesidad de álbumes ni terapias de nostalgia. Un ave migratoria cruza continentes sin perderse, sin antenas y sin preguntas existenciales. No, no es magia: es coherencia con la vida. La que muchas veces nos falta...

Creo que los humanos confundimos movimiento con avance. Es curioso (alucinante) construimos edificios altísimos mientras dejamos que lo esencial se derrumbe. Inventamos tecnologías extraordinarias y luego las usamos para distraernos de lo que realmente importa. Hay una ironía casi poética en ver a una especie que presume de inteligencia mientras toma decisiones que comprometen su propio hogar. Ningún otro animal destruye sistemáticamente lo que necesita para vivir. Y aun así, nos creemos la referencia universal de “lo inteligente”.

Mi reflexión, vista desde aquí, se vuelve inevitable: ¿y si no somos los más inteligentes, sino simplemente los más verbales? ¿Y si la verdadera inteligencia no se mide por la cantidad de cosas que pensamos, sino por la calidad de lo que comprendemos? ¿Y si el parámetro no fuera la complejidad, sino la armonía?

Los humanos hemos confundido la capacidad de imaginar mundos con la capacidad de invadirlos. Los animales no fantasean con ser otra cosa. No diseñan estrategias para impresionar. No se obsesionan con tener razón. Habitan su papel con una autenticidad que a nosotros se nos escurre entre los dedos. Y es curioso: cuanto más queremos controlar el mundo, menos lo entendemos.

Hay algo profundamente revelador en aceptar que la inteligencia no es una escalera donde nosotros estamos arriba y el resto abajo. Es un abanico, una constelación, una serie de formas distintas de descifrar la vida. La nuestra es brillante y trágica, capaz de lo sublime y de lo absurdo. La de los animales, en cambio, es serena, eficaz, silenciosa. Ellos no necesitan proclamarse superiores. No juegan esa partida.

La verdadera potencia de esta reflexión está en reconocer que quizá la naturaleza siempre supo algo que nosotros seguimos ignorando: que la inteligencia sin equilibrio es apenas un ruido elegante. Que pensar mucho no significa entender mejor. Que la vida no pide ingenio constante, sino atención profunda.

Y tal vez eso sea lo que realmente nos incomoda: que, en el fondo, sabemos que la naturaleza lleva siglos enseñándonos sin rencor, sin prisa, sin discursos. Y que nosotros, los supuestos más inteligentes, seguimos sin tomar apuntes.

¿Saben qué pienso? Pienso que creemos dominar el mundo, pero los animales nos superan en la única inteligencia que importa: la de vivir sin convertir la vida en un problema.