Especiales

Cataluña

Diario de una cuarentena con niños: Día 40

Los niños ya demuestran dificultades para poder dormir, y se distraen buscando un camello

El camello está... no, no lo voy a descubrir, pero está por alguna parte
El camello está... no, no lo voy a descubrir, pero está por alguna parteLa Razón

A los niños no les gusta dormir. Antes del confinamiento tampoco les gustaba. No sé por qué, la verdad, no entiendo esa necesidad de que todo dure hasta que se derrumbe por sí mismo. Pero una cosa es que no les guste dormir, y otra muy distinta es que no puedan. Y ahora parece que no pueden.

Mientras se discute cómo podrán volver a salir los niños, Camila no sabe ninguna metodología que ayude a calmar la excitación, relajar los nervios y quedarse tranquilamente dormido. Sabe quedarse dormido por agotamiento, pero no por sentido común. Esto le pasa a la mayoría de niños, creo. “Papi, ¿qué puedo hacer?”, me pregunta a las 22.30 horas y yo contesto que, según Hans Gunter Friedrich, el famoso experto en sueño que ayudó a Freud a no soñar con pañales, lo mejor que existe es contar ovejas. “¿A ti te sirve?”, me pregunta. Y yo se mentir muy bien a mis hijos. “Por supuesto”, digo. “¿Y hasta cuánto he de contar?”, repregunta, algo que según el Gobierno debería estar prohibido. Y yo contesto que hasta 200, porque me parece suficiente.

Una de los momentos que me recuerdan a la etapa preconfinamiento es cuando los niños se duermen y yo puedo sentarme por fin a relajarme en el sofá unos minutos antes de cenar. Eso es lo que hago, pero ni unos minutos, sólo 57 segundo. “¡Papi!”, oigo que grita Camila. ¡Dios, cuánto tarda esta niña en contar a 200, es que es rainman!"

Efectivamente, ha contado ya ha 200 y me pregunta si contar ovejas no funciona, si ese doctor Hagunter Fed era un fraude. “¡Cómo puedes decir eso!”, contesto indignado, porque nadie puede poner en duda a las personas que me invento. “No, lo que digo es llegues a 600”, remarco y me vuelvo a marchar.

Consigo sentarme dos minutos y tomar un poco de vino. Oh, es algo maravilloso, estoy tan bien que el que se va a quedar dormido soy yo. “¡Papi!”. No, si esta niña será ingeniera aeronáutica por lo menos. “Ya he acabado”, dice, y yo pienso que es una célebre epidemióloga y me acaba de confirmar que ya tiene la vacuna que todos deseamos. No, ha llegado simplemente a 600 y quiere saber hasta cuanto cuento yo. “No lo sé, Camila, a 1,800”, digo y me siento estúpido, pues es el número más alto que se me ha ocurrido y hay números muchísimo más altos, maldita sea.

Vuelvo al sofá, pero no me siento, no me atrevo, no sé si podría volver a levantarme si Camila contase hasta 1.800. Sin embargo, pasan unos minutos y no se oye nada. Miro el reloj. Son las 23.30 horas. Esta niña necesita salir, está claro, y no para ir al supermercado a acompañar a su madre a comprar. No, para eso se queda en casa hasta que cumpla los 18 y decida ser irresponsable e insolidaria y salga a bailar a la calle. Lo que necesita es ver que su vida no se acaba en cuatro paredes.

Dios, y si en vez de contar ovejas contase supermercados. Según el Gobierno, eso la ayudaría a dormir. Sí, claro, cómo no se me había ocurrido. Voy corriendo a contárselo, pero la niña ya se ha dormido. La pobre se tapa hasta que sólo puedes verle la coronilla. Es tan mona. ¿Me pregunto cuántas ovejas necesita para quedarse dormida?

Entonces me fijo en la cama de Pablo y veo que no sólo no está dormido, sino que además tiene mi móvil. Está buscando como un desesperado un camello en uno de esos juegos virales de agudeza visual. Yo no tengo nada de agudeza visual porque no he visto ni un momento que mi hijo de cinco años tiene escondido mi móvil en la cama. ¿Dónde está el camello? Dicen que si no lo encuentras puede que sea señal de alzeihmer. No lo sé, pero... ¿qué estaba diciendo?