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Cuando el zoo de Nueva York exhibió a un hombre negro en el recinto de los monos

La vida de Ota Benga fue un calvario que incluyó su exhibición en la Exposición Universal de Saint Louis y su reclusión después en el zoo del Bronx en 1906

Ota Benga en el zoo del Bronx
Ota Benga en el zoo del BronxLa RazóArchivo

La capacidad del racismo de vejar y humillar a seres humanos de otras razas llegó al paroxismo en la figura de Ota Benga, un pigmeo de la etnia Mbuti, nacido en 1883 en lo que era entonces el Congo belga. Su vida fue una sucesión de infortunios, torturas y crueldades, que acabaron con la humillación suprema de ser encerrado en el recinto de los monos en el zoo del Bronx junto a un orangután. Esto es lo que se leía en su jaula: “Pigmeo africano “Ota Benga”. 23 años de edad. Altura, 1,49 metros. Peso 43,6 kilos. Traído desde la ribera del río Kasai, estado libre del Congo, centro sur de África, por el doctor Samuel Phillips Verner”.

Que nadie gire la cabeza perplejo ante esta cruel historia, porque aquí no retiramos al “Negro de Banyoles” hasta 1997. Ni siquiera los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, con las quejas de Kofi Annan, Jesse Jackson o el mismísimo Magic Johnson, sirvieron para enterrar como era debido a aquel hombre disecado y expuesto en un museo de historia natural. El ejemplo de Ota Benga es todavía peor. “Fuera de la jaula. Feliz de abandonar el frío cemento de Brooklyn y sus frías personas, que pasan por tu lado sin decir ni una palabra”, afirmaba Benga en el momento en que le liberaron.

Aquel doctor Samuel Phillips Verner no era más que un hombre de negocios obsesionado con el determinismo darwiniano que buscaba pigmeos para la Exposición Universal de Saint Louis de 1904. Tenía la idea de que en una exhibición de historia natural los pigmeos representarían el eslabón perdido de la evolución humana y que las masas pagarían lo que fuera para verlo. Lo más triste de todo es que tenía razón, fue tanta gente a ver al pobre Benga que tuvo que venir la Guardia Nacional a controlar las masas. El precio por verle, cinco centavos.

Verner encontró a Benga cuando había sido capturado en los bosques de Ituri, al noreste del Congo, por traficantes de esclavos. Lo compró por un saco de sal y un poco de tela. Se lo llevó con otros ocho pigmeos y los colocó juntos en el mismo espacio de la muestra. Lo que más interesaba al público eran sus dientes, que en el Congo se los habían serrado para que tuviesen forma puntiaguda, y la gente pagaba por tocárselos. Benga y sus compatriotas no entendían nada y empezaron a bailar imitando los bailes que observaban de otra zona del parque donde estaban los nativos americanos. El público estaba encantado. En aquel espacio también estaba Gerónimo y esta extraña comunión hizo que se conocieron y se hicieran amigos.

Cuando acabó la Exposición Universal, Verner y Benga viajaron por otras ciudades americanas hasta que el empresario, creyendo que ya había amortizado su inversión y que no podía sacar mucho más de él, le facilitó que volviese a África. Benga no dudó y volvió a viajar en barco hacia el Congo. Al llegar, se dio cuenta que aquel país no era más que la cuna de todas sus pesadillas. Se había casado muy joven, con apenas 15 años, y había tenido dos hijos. Sin embargo, una mañana que se había alejado del poblado para ir a cazar, el ejército belga de la Force Publique, arrasó con todo y asesinó a su familia. Poco después, mientras caminaba solo y sin rumbo por los bosques de Ituri, era capturado.

Sin embargo, en su vuelta conoció a una joven mujer de la que se enamoró profundamente y con la que se casó a los pocos días. Su vida empezaba a escapar de la tragedia y la humillación cuando la mordedura de una serpiente mataba a la mujer, que además acababa de quedar embarazada. ¿Cómo responder a una nueva desgracia? Sin saber cómo ni por qué, marchó de nuevo a Estados Unidos en compañía de Verner.

Su primera parada fue quedarse en el Museo Americano de Historia Natural, donde de nuevo maravilló a los neoyorquinos que iban a verle como si fuera una especie balbuciente de medio humano. En una cena de gala, se le pidió como ocurrencia que sentara a la mujer de uno de los ricos donantes de la institución. Enfadado, Benga le lanzó la silla y casi le alcanza.

Las pretensiones económicas de Verner eran demasiado grandes y el museo decidió prescindir de los servicios de Benga, que acto seguido fue enviado al zoo del Bronx, el más grande de Nueva York. El zoo quería ampliar su recinto de los monos y pensaron que aquel hombre les ayudaría a atraer al público y sufragar los gastos. Al principio le permitieron moverse por todo el zoo, incluso le dejaron ayudar a cuidar y alimentar a los animales, pero siempre si volvía por la tarde al habitáculo del orangután. Allí formaba parte de una muestra sobre la evolución humana.

El 10 de septiembre de 1906 el New York Times informaban del éxito de la presencia de Benga en el zoo bajo el titular: “Un bosquimano comparte jaula con los monos en el recinto de los monos del Bronx”. Alrededor de 500 personas diarias se quedaban boquiabiertos mirándole, realizando trucos con el arco y las flechas. A finales de septiembre, más de 220.000 personas visitaron el zoo, el doble que un mes anterior y todos iban directamente al recinto de los monos.

Su popularidad era tal que las protestas ante su inhumana situación empezaron a crecer, Al final, la iglesia afroamericana baptista consiguió que se pusiera fin a esa vergüenza. «Nuestra raza, pensamos, esta suficientemente deprimida, sin exhibir a uno de nosotros con los simios» dijo el clérigo James H. Gordon, que a finales de septiembre consiguió la custodia de Benga y se lo llevó al asilo Howard Colored.

Intentaron reconvertirle. Le enviaron a un pequeño pueblo de Virginia, a casa de los McCoys, amigos de Gordon, y bajo la tutela de la poeta Anne Spencer. Allí comenzó a dar clases en el Seminario Teológico, aunque Benga se escapaba muchas veces al bosque y se quitaba las ropas que le habían dado para parecer un estadounidense más. Él no quería eso, prefería perderse horas por el bosque con su arco y flechas. Al ver que no disfrutaba con los estudios, le apuntaron a una fábrica de tabaco. Empezaron a llamarle Bingo. Le encantaba explicarle sus historias a sus compañeros a cambio de cerveza gratis.

Su depresión iba en aumento. Intentó volver a África, pero el estallido de la I Guerra Mundial se lo impidió. El 20 de marzo de 1916, cansado de una vida que no entendía, se arrancó las coronas que le habían puesto para mejorar su dentadura y se disparó al corazón con una pistola que había robado. Tenía 32 años. El racismo que sufrió en vida no fue diferente en su muerte. Le enterraron en la zona de personas negras en el cementerio local.