Cataluña

En la residencia (y II)

Salvar a los once niños
Una trabajadora de una residencia, con un internoFernando AlvaradoEFE

-Sola estaba fuera y sola estoy también aquí. Somos muchos, cerca de cuarenta, pero estamos solos. Y eso es lo peor de todo, la soledad. Y el no tener ilusión por lo que vaya a venir. Como si el día de mañana no existiera, ¿sabe usted? Que casi podría decir que vive una de lo que ha sido, todo el santo día dándole vueltas a la memoria. No me acuerdo ya de lo que hice ayer pero cada vez se me representan más a lo vivo las cosas del pasado, que se me ponen ahí delante como si las estuviera viendo.

La señora Antonia, contraviniendo el reglamento, está sentada en un rincón del pasillo –la silla la ha traído del comedor–, de cara al ventanal que da al jardín. Llueve, y ella contempla en silencio el alboroto que se trae el aire con las hojas y sigue con detenimiento el recorrido caprichoso de alguna gota de agua en el cristal.

–¡Con lo que me gustaba a mí sentarme al lado del balcón en mi casa cuando llovía...! Por eso no me he podido resistir y he venido aquí. Hasta que se den cuenta y me manden para dentro. ¿Qué cómo me va en la residencia, me pregunta? Se lo diré... ¿Sabe usted lo que es un guardamuebles? Pues esto lo mismo, solo que de personas. O sea, un guardaviejos. Viejos que sobran y son un estorbo, como una servidora. Tres hijos crié, y aquí me tiene. Aunque no quiero decir que tengan ellos la culpa, no. Son estos tiempos de tanto cambio, y el mundo, que parece trastornado. Porque antes, ¿sabe usted?, a los viejos, como yo digo, se les cuidaba en casa, y cuanto más viejos más respeto se les tenía, y en casa esperaban tranquilamente a que les llegara la hora. Pero, claro, eran otros tiempos, y de qué nos sirve ahora lamentarnos...