Tribuna

Una perspectiva modernizadora del indulto

El derecho de gracia quiebra, en cierto modo, el principio de separación de poderes

Joaquín Bonfill Garcín

Desde que comenzó a andar la XIV legislatura ha existido un ruido de fondo constante sobre el uso del instrumento del indulto, especialmente a partir del 14 de octubre de 2019, fecha en que el Tribunal Supremo dictó la sentencia poniendo fin a la causa especial 20907/2017, el llamado Juicio del Procés.

El derecho de gracia ha sido utilizado por todos los gobiernos, siendo decenas cuando no cientos los indultos publicados anualmente en el Boletín Oficial del Estado, en su mayoría de personas anónimas. En ocasiones los indultos han obedecido a que la pena impuesta al amparo de la aplicación rigurosa de ley se ha considerado una consecuencia excesivamente gravosa para ese caso, pero también ha habido indultos que han respondido a razones totalmente desconectadas del derecho penal como los que se concedieron por el vigésimo segundo aniversario de la Constitución Española, el fin del milenio o la conmemoración de los veinticinco años de la Monarquía.

Nuestro texto constitucional reconoce expresamente el indulto por lo que no puede dudarse de la constitucionalidad del mismo, pero ello no impide considerarlo una figura controvertida por cuanto, en cierto modo, quiebra el principio de separación de poderes en la medida en que, mediante su ejercicio, el poder ejecutivo decide dejar sin efecto una pena impuesta por el poder judicial.

Su regulación la encontramos en la Ley de 18 de junio de 1870, que si bien ha sufrido modificaciones legislativas, no ha incorporado una regulación exhaustiva de los supuestos en que debe concederse el indulto. La ley se limita a indicar que es necesario recabar informe del tribunal sentenciador en el que se deberá incluir cualquier dato que pueda servir para el mejor esclarecimiento de los hechos, consignando un dictamen sobre la justicia o conveniencia y forma de la concesión de la gracia.

Los indultos son actos del Gobierno incluidos en los denominados actos políticos, no pudiendo fiscalizarse la decisión de conceder o no conceder el indulto ni por los órganos jurisdiccionales ni por el propio Tribunal Constitucional. Sin embargo, el Tribunal Supremo en 2013 sí admitió su control jurisdiccional en cuanto al cumplimiento de los límites y requisitos que derivan directamente de la Constitución o de la Ley, especialmente en el ámbito de los elementos reglados. De esta forma queda fuera del arbitrio del poder ejecutivo la necesidad de que las razones de justicia, equidad y utilidad pública en que se fundamenta la concesión del indulto deban responder a unos hechos con los que guarde una coherencia lógica, cumplido lo cual el ejecutivo tiene plena libertad para conceder o no el indulto.

En un Estado Democrático de Derecho como es el nuestro, en el que un pilar básico es el principio de igualdad ante la Ley, sería razonable que el legislador acometiera por fin una regulación más detallada de los requisitos para la concesión del indulto, limitando la discrecionalidad de los poderes públicos. No debe olvidarse que uno de los fines de la pena es la denominada prevención especial, que la Constitución recoge expresamente cuando consagra que las penas estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social. Dada la importancia de esta finalidad de la pena, la nueva regulación debería exigir como requisito necesario para su concesión la efectiva reinserción social del penado, pues una sociedad moderna no puede entender que la persona que ha cometido un hecho delictivo, y que por ello ha sido juzgada y condenada, pueda quedar exenta de cumplir la pena si persiste en su voluntad delictiva. Con una nueva regulación en esta línea se modernizaría la razón de ser de esta institución, dejando atrás sus orígenes como medida de gracia arbitraria, respondiendo a los principios actuales de nuestro ordenamiento jurídico.

Joaquín Bonfill Garcín es Magistrado y miembro de la Asociación Profesional de la Magistratura