Opinión

Las musarañas

Musaraña
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De niño las imaginaba, por el nombre, colgadas en el aire como las arañas, o en algún rincón del techo, detrás de las vigas, o encima de la lámpara; y más tarde, también por la primera parte del nombre –musa–, como criaturas aladas igual que los ángeles, o transparentes igual que el cristal, o nebulosas igual que los fantasmas, y que por eso había que mirar hacia arriba y quedarse quieto con los ojos fijos y bien abiertos a ver si ellas le miraban a uno y le inspiraban, le prestaban las ideas o le iluminaban la mente. Por algo eran seres invisibles y cuasidivinos como las propias musas griegas y latinas cuyos nombres acababa de aprender, que premiaban al que pensaba en ellas un rato seguido, al que las invocaba en casos de apuro: contestar a las preguntas de un examen, escribir una redacción, componerle unos versos a aquella rapaza con coletas..

Y no solo eso, curaban el sopor de las horas largas y aburridas –las de las ceremonias y sermones en la iglesia, las de las lecciones en la escuela–, apaciguaban el tedio, traían consuelo cuando uno se quedaba solo, ayudaban a ir adormeciéndose cuando el sueño tardaba en llegar.

Luego, qué decepción al saber que su nombre venía del latín mus, o sea de «ratón», y que su aspecto era parecido al de esos intrusos, solo que con el hocico más largo y puntiagudo, es decir, que eran en realidad unos simples animalillos, pequeños roedores insectívoros, y encima mamíferos...

Pero en el fondo, todavía ahora, quiere uno creer que eso no es verdad, y que lo que son es pura fantasía, humilde invención de los poetas en trance, graciosa ocurrencia del ingenio popular para designar esa especie de nubecilla que se suele poner a veces delante de los ojos cuando nos ponemos a pensar o tenemos necesidad de distraernos.

El parentesco con los ratones y las arañas sigue no obstante dando que pensar. Aunque tiene también, si bien se mira en el diccionario, el libro donde están todas las cosas, porque en él están registradas las palabras con que las nombramos (y si alguna no tiene nombre es como si no existiera), su punto de interés. Por ejemplo, en el primer caso, allí está, aparte del sempiterno enemigo del gato y del que, imitando su incesante ir y venir, se mueve bullicioso por las pantallas electrónicas, el ratón de biblioteca, ese entrañable erudito que se pasa la vida escudriñando libros, y también el curioso juego al que recurren como treta los que, no queriendo encontrarse, fingen que se buscan el uno al otro.

Y en cuanto al segundo componente del término, que tampoco goza de mucha estima, se le puede disculpar su aspecto nada agraciado por las admirables telas con que adorna cualquier rincón y, muy en particular, por la hermosa imagen que sugiere la etimología del verbo al que da forma, arañar, que vendría a ser la fusión de araña y arar. Con lo que un arañazo sería en realidad el pequeño surco que forma la araña cuando ara.