Historia

El cegador brillo del progreso

Ya no creemos en humores y miasmas causantes de enfermedades, pero las profesiones sanitarias todavía no han purgado toda la superchería que las ha acompañado durante siglos.

Mujer a la que le será aplicada una nueva aproximación al estudio del cerebro mezclando la Resonancia Magnética Funcional, la encefalografía y la EROS.
Mujer a la que le será aplicada una nueva aproximación al estudio del cerebro mezclando la Resonancia Magnética Funcional, la encefalografía y la EROS.L. Brian StaufferCreative Commons

A veces olvidamos que el presente no solo es el futuro de lo que la humanidad ha vivido, sino el pasado de todo lo que está por vivir. La frase parece demasiado grandilocuente para decir la obviedad que dice, pero la realidad es que lo olvidamos con frecuencia. Algunos intelectuales brillantísimos han llegado a sugerir que la historia había culminado con su generación. Otros casos más modestos solo dicen cosas como “cómo es posible que en pleno siglo XXI…”. Sea como fuere, nos dejamos deslumbrar por el cegador brillo de las nuevas tecnologías, del progreso y de las modas artísticas. Incluso podríamos decir que nos tenemos en mayor estima histórica de la que tal vez deberíamos. Estamos relativamente familiarizados con la versión astronómica del “principio de mediocridad”, ese que dice que ni la Tierra ni nosotros somos intrínsecamente especiales y que, por lo tanto, la vida será relativamente frecuente en el cosmos. Sin embargo, apenas solemos reparar en la versión que las ciencias sociales tienen del principio de mediocridad. Para ellas, el principio de mediocridad se refiere a que no hay nada intrínsecamente especial del momento histórico que vivimos (sea el que sea).

Existe incluso una regla matemática que, partiendo de esta idea de mediocridad, nos ayuda a estimar la duración de un evento cualquiera del que tengamos pocos datos. El ejemplo fundacional se centró en el muro de Berlín. Era 1969 y John Richard Gott intentaba estimar cuánto tiempo le quedaba. Por aquel entonces, el muro llevaba 8 años en pie y, asumiendo que durante ese tiempo muchas otras personas se habrían hecho la misma pregunta que él, Gott concluyó que no había nada especial en aquel momento histórico del muro de Berlín. Aquello podía parecer una reflexión insustancial, pero Gott sabía que tras ella resonaba la poderosa estadística y supo convertirlo en una fórmula con la que podría calcular un rango de cuánto le quedaba a un evento con cierta fiabilidad (haciendo así el cálculo más o menos preciso). La conclusión fue que, con un 50% de probabilidad, al muro le quedaban entre 2,66 y 24 años. Dos décadas después, el muro cayó, cumpliendo la previsión de Gott.

En pleno siglo XXI

Un buen ejemplo de todo esto es la medicina. Sentimos que queda mucho por avanzar, pero lo decimos con la boca pequeña mientras nos regodeamos en la eficacia de las técnicas y fármacos con los que contamos hoy. Hace menos de dos siglos los médicos desangraban a sus pacientes y ni siquiera han pasado 100 años desde que descubrimos la penicilina. Mirar hacia atrás nos hace sentir tan lejos de aquellos tiempos, que el sentimiento de superioridad nos nubla la perspectiva histórica. Puede que queden cosas por descubrir, pensamos, pero no serán tantas, lo gordo está hecho. Algo parecido pensaba la física a finales del siglo XIX, cuando Albert Michelson dijo que ya habíamos descubierto todos los grandes principios y que solo quedaba afinar los cálculos para aumentar un poco la precisión. En pocos años la relatividad y la mecánica cuántica traerían una cura de humildad a la academia.

El historiador Roy Porter definió la medicina como el mayor beneficio de la humanidad, pero tenemos que saber separar ese sentimiento del espejismo de completitud del que estamos hablando. De hecho, si lo hacemos, comprenderemos mucho mejor las aparentes contradicciones del presente. Y quiero concentrarme en un caso concreto: el de las pseudociencias. Nos choca mucho que todavía haya profesionales sanitarios que crean en ellas, que haya farmacéuticos vendiendo homeopatía, fisioterapeutas practicando osteopatía y psicólogos usando el psicoanálisis. Parece mentira que, con todo lo que sabemos en nuestro tiempo, caigamos todavía en estas fantasías peligrosas… o tal vez no. Porque si empezamos a vernos todo lo mediocres que realmente somos, comprenderemos que estos cambios son graduales y que es perfectamente natural que queden supercherías en nosotros cuando hace un siglo estábamos como estábamos. Y es que eso de “en pleno siglo XXI” no significa gran cosa, es una frase que hemos normalizado, pero donde “pleno” no aporta mucho y que bien podrían haber dicho los pioneros de la radioterapia en el siglo XX o los primeros biólogos evolucionistas del siglo XIX.

El lado oscuro de una escala de grises

Normalmente vemos a los sanitarios pro-pseudociencias como un lado oscuro de la profesión. Y, desde luego, no son su parte más luminosa, pero se entienden mejor si concebimos estas comunidades de profesionales como un amasijo de grises en infinidad de tonos. Es más difícil entender qué hace unos profesionales se malogren cuando el resto siguen puros que, aceptar que todos tenemos imperfecciones en nuestra comprensión de la profesión, solo que algunos más y otros menos. Son pocos los profesionales sanitarios que abogan por las pseudociencias, pero el número crece si añadimos a quienes permanecen indiferentes y se hace incluso mayor si incluimos a los que las rechazan, pero sin argumentos firmes. Esa escala de grises no es el producto de una educación fallida ni de ovejas negras, es parte de nuestra época mediocre a la que todavía le queda mucho margen de mejora.

Precisamente por eso hemos de abrir mucho los oídos ante las críticas. De hecho, durante los últimos años, se han popularizado todo tipo de contenidos divulgativos que exponen las vergüenzas de nuestro “mediocre” presente sanitario. Libros como “La osteopatía ¡Vaya timo!” de Rubén Tovar, “Mala ciencia” de Ben Goldacre o el reciente y muy polémico “El lado oculto de la farmacia”, de Esther Samper. Algo curioso es que, independientemente de su contenido, todos ellos han levantado ampollas tan solo con sus irreverentes títulos. Escandalizó que Goldacre pudiera estar atacando a toda la ciencia en su conjunto y que Samper pudiera estar haciendo de menos a una profesión tan respetable como es la farmacia. Pueden gustarnos más o menos, pero hace ya tiempo que los títulos descriptivos no funcionan. Nadie se queja de que Harper Lee no nos enseñe cómo matar a un ruiseñor o de que John Steinbeck no escribiera realmente sobre enfurecidas uvas. Aquello de no juzgar un libro por su portada es, todavía, una asignatura pendiente de la humanidad.

Y es que, por supuesto que hay mala ciencia ahí afuera en la academia, hay médicos que recomiendan flores de Bach y podólogos que creen en la reflexología. Hay un lado oculto de la farmacia que se lucra de la homeopatía y otros modernos aceites de serpiente. Los hay, no debería de haberlos y hay que luchar contra ellos, pero también debemos comprender que es normal que los haya. Solo desde esa perspectiva podremos formarnos unas expectativas adecuadas de todo el futuro que se extiende ante nosotros.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Uno de los ataques que suelen recibir los libros que exponen los problemas de una profesión es que se centren solo en un tema. Por ejemplo, que hablen de las farmacias y no del resto de profesionales sanitarios. Sin embargo, todo depende de lo que el libro pretenda exponer, siempre han existido monográficos y a veces hace falta tanto espacio para tratar un tema que se vuelve imposible dar una visión general.

REFERENCIAS (MLA):