
Inmortalidad
Putin tiene un plan para hacerse inmortal trasplantándose órganos, pero los científicos alertan de que un órgano lo hace imposible
La obsesión por la inmortalidad une a Vladímir Putin y Xi Jinping, hasta el punto de que el líder ruso fantasea con trasplantes de órganos para no envejecer, una idea que choca frontalmente con la ciencia actual

El interés de Vladímir Putin por alargar la vida no es una mera fantasía teórica, sino una ambición que ya ha tomado forma en Rusia. Este mismo año, el presidente ruso dio un impulso decisivo a la creación de un proyecto nacional contra el envejecimiento, una iniciativa que busca desentrañar los secretos de la longevidad y, en última instancia, retrasar sus efectos. Lejos de ser un capricho personal, la investigación tiene un horizonte mucho más amplio.
De hecho, los avances en este campo prometen beneficios de gran envergadura para la salud pública. Los científicos esperan que una mejor comprensión del envejecimiento pueda reducir la incidencia de algunas de las dolencias más extendidas en la sociedad, como las enfermedades cardíacas, diversos tipos de cáncer o la demencia. Se trata, por tanto, de una apuesta estratégica que va más allá del simple anhelo de vivir más años.
Sin embargo, detrás de esta iniciativa con base científica se esconde una visión mucho más propia de la ciencia ficción. En una conversación con su homólogo chino, Xi Jinping, Putin llegó a especular con la posibilidad de alcanzar una suerte de inmortalidad mediante una cadena perpetua de trasplantes de órganos, sustituyendo las «piezas» del cuerpo a medida que estas fallasen para mantenerse joven de forma indefinida.
Los escollos insalvables del sueño de Putin
Por un lado, la ciencia actual impone un rotundo baño de realidad a esa aspiración. Tal y como han publicado en SciTechDaily, la propuesta del mandatario ruso choca con una barrera doble: la crónica escasez de órganos disponibles y la incapacidad de los laboratorios para crear órganos artificiales que sean plenamente funcionales. A esto se suma que un cuerpo envejecido difícilmente soportaría el trauma de someterse a cirugías mayores de manera repetida.
Por otro lado, existe un obstáculo que ni siquiera la tecnología más avanzada podría resolver: el cerebro. Los expertos son tajantes al afirmar que este órgano no puede trasplantarse sin que se pierda por completo la identidad personal del individuo. La conciencia, los recuerdos y la personalidad residen en él, por lo que la persona que despertase de una operación así sería, en esencia, alguien completamente diferente. Este dilema subraya la profunda conexión entre nuestra biología y nuestra identidad, una frontera que la ciencia explora con proyectos tan singulares como la creación de un ordenador hecho con neuronas humanas.
En este sentido, las vías que explora la comunidad científica son mucho más realistas y se centran en ralentizar el proceso de envejecimiento desde su raíz biológica. En lugar de reemplazar las consecuencias, las investigaciones con fármacos, cambios dietéticos y reprogramación celular —ya probadas con éxito en animales— buscan frenar el deterioro natural del organismo. Estas metas, aunque ambiciosas, se alinean con las predicciones de algunos científicos sobre la posibilidad de vivir más de 1.000 años gracias a los avances exponenciales en biotecnología.
Con todo, el debate sobre la extensión artificial de la vida abre la puerta a profundas cuestiones éticas. Una de las mayores preocupaciones entre los especialistas es el riesgo de un posible estancamiento social y político, un escenario en el que las estructuras de poder y las ideas dominantes podrían perpetuarse durante décadas, frenando la evolución natural de la sociedad.
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