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De “Parásitos” a “El irlandés”, las críticas de las películas nominadas al Oscar

Lo que han escrito los críticos de cine Sergi Sánchez y Carmen L. Lobo de los filmes que aspiran al mayor premio de la Academia
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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

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“1917”, los senderos de gloria de Mendes que no merecen un Oscar ★★✩✩✩
Dirección: Sam Mendes. Guión: Sam Mendes y Krysty Wilson-Cairns. Intérpretes: Dean-Charles Chapman, George MacKay, Colin Firth. EE. UU-Gran Bretaña, 2019. Duración: 119 min. Bélico.
Lo más sensato es pensar en si Kubrick la habría hecho igual si hubiera tenido los medios (digitales) a su alcance. ¿No eran los travellings nerviosos por las trincheras de «Senderos de gloria» un preludio de la hazaña técnica que Sam Mendes ha perpetrado en esta premiada «1917»? Es difícil no admirar la película, que aspira a desplegarse en un (falso) plano secuencia de dos horas que atraviesa campos, pueblos en ruinas y trampas para soldados novatos en un virtuoso gesto coreográfico, en el que Mendes ha contado con el inconmensurable apoyo de Roger Deakins en la fotografía, y en el que ha trasladado su sabiduría teatral –marcas, ritmos, actores en un tablero de ajedrez mutante– al orden de lo cinemático.
El problema surge cuando se tiene la impresión de que a Mendes le importa bastante más la gloria que el sendero que su cámara traza en honor de sus héroes imberbes. Por mucho que Mendes se haya inspirado en las experiencias vividas por su abuelo durante la Primera Guerra Mundial –por mucho que, por tanto, sea un proyecto personal en el plano emocional–, la película se parece más a un videojuego que a un alegato antibelicista.
Si títulos clave del cine digital –desde «El arca rusa» hasta «Victoria»– han hecho del plano secuencia único la perfecta representación visual del flujo de la Historia o de la vida, «1917» siempre parece estar demasiado pendiente de sí misma como para tomarse en serio cualquier discurso sobre los horrores de la guerra. Cuando el general Erinmore (Colin Firth, el primero de una larga lista de estrellas invitadas, como en un episodio de «Vacaciones en el mar» o, en su defecto, como en un «remake» de la ya antigua «Un puente lejano») da instrucciones precisas a dos soldados británicos para que desactiven el destacamento que, al amanecer, se dispone a atacar al ejército alemán, que le ha tendido una enorme emboscada, el espectador tiene la impresión de que arranca una cuenta atrás, de que cada espacio es un nivel del videojuego que hay que superar, que al final de cada nivel habrá un premio escondido debajo de una piedra.
Por muy bellas que sean las imágenes que nos devuelve esa cámara que no se interrumpe –esos hermosos juegos de luces y sombras en las ruinas nocturnas, como de pesadilla gótica iluminada por una bengala–, la forma trivializa el fondo. Ni siquiera es una película irresponsable, en la medida en que la ha hecho alguien que ni siquiera disimula que no tiene ningún mensaje que entregar.
Sergi Sánchez

“El irlandés”: Scorsese, tú no te mueras ★★★★★

Director: Martin Scorsese. Guión: Steven Zaillian (Libro: Charles Brandt). Intérpretes: Robert de Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Harvey Keitel. EE UU, 2019. Duración: 210 minutos. «Thriller».
Y cuando pensábamos que había acabado la película, cuando el telón y el peso de la ley suelen caer sobre los criminales, cuando ya hemos perdido la cuenta de los asesinatos, de las viudas descompuestas, de los policías corruptos, de los actos delictivos, de los kilos de carne, primero, robada y, luego, destrozada en jirones, cuando solo queda llorar a los muertos lo merezcan o no, cuando ya, al cabo, comienzas a sentir añoranza por ver una nueva película de Scorsese, Frank Sheeran (De Niro, extraordinario con o sin la «cirugía estética» digital), alias El Irlandés y un asesino a sueldo que dice dedicarse a pintar casas (por aquello de las manchas de sangre en las paredes...), sale de la cárcel, comienza a envejecer; la familia, asqueada por tantos años de violencia, lo abandona; acaba en una silla de ruedas, completamente solo si no contamos al sacerdote (aunque él dice no sentir arrepentimiento de nada, porque nada significaban para él los «recados»), y termina en una residencia de ancianos desde donde narra la propia película y con un miedo casi infantil a que alguien cierre del todo la puerta.
Pero el tipo, todavía hoy, con un pie en la tumba, sigue siendo fiel a la mafia. Uno de los suyos para la eternidad aunque ya en una sociedad, en un país, que no sabe ni de quién está hablando. La media hora postrera más emocionante, nostálgica, descarnada y autobiográfica en la cinematografía del octogenario, menudo y mayúsculo creador, quien también va perdiendo amigos y años poco a poco, quien, tras hacer historia en la industria, sabe que está ya en tiempo de descuento. Qué injusta es la existencia humana, carajo. A El Irlandés le atribuyen más de 25 asesinatos dictados por el hampa y se le involucró en la desaparición de Jimmy Hoffa (un soberbio y eléctrico Al Pacino; quién diría que ésta es la primera vez que trabaja bajo las órdenes de Scorsese), el poderoso jefe del sindicato de camioneros. Actualmente, lo que sucedió continúa entre interrogantes.
Qué bien resuelve Scorsese el tanta veces insalvable escollo del «basado en hechos reales», cómo dosifica y corta de cuajo la maleable banda sonora, qué sentido del ritmo, del humor, negrísimo, qué soberbios travelling, ralentizado, qué cámara... Dura tres horas y media, pero busquen una sala cómoda, pasen y sientan. Una obra maestra con textura de clásica que destila hasta un punto de comprensión y piedad. Porque en este mundo, amigo, aunque hayas elegido ser un cabrón, debes atenerte a las consecuencias. Y no olvide nunca cumplir aquella vieja promesa. Tú tampoco, Scorsese, nos debes otra.
Carmen L. Lobo
“Parásitos”: La política de los insectos ★★★★✩
Director: Bong Joon-ho. Guión: Kim Dae-hwan, B. Joon-ho, Jin Won Han. Intérpretes: Song Kang-ho, Lee Sun-Kyun, Jo Yeo-jeon. Corea del Sur, 2019. Duración: 132 min. Comedia dramática.
La lucha de clases es una lucha de espacios. En horizontal y en vertical, de barrio en barrio, de los dúplex de diseño a los sótanos inundables, hay una guerra que se libra en los hogares. Una de las grandes virtudes de «Parásitos», la película que le arrebató la Palma de Oro en Cannes al mismísimo Almodóvar, es haber encontrado una traducción arquitectónica de las desigualdades generadas por el capitalismo salvaje. No solo por la precisión matemática con que define los espacios y les da un significado dramático –el piso subterráneo sobre el que todos los borrachos orinan, allí donde el bien más preciado es encontrar un rincón con cobertura de móvil; la casa acristalada que no distingue entre interior y exterior pero está blindada al mundo– sino por la facilidad pasmosa con que cambia de género y registro.
Ese dominio del espacio fílmico, que el coreano Bong Joon-ho ya había demostrado en «The Host» y, sobre todo, en «Rompenieves», favorece que el filme arranque casi como una «home invasion» pensada por Buñuel, con esa familia de simpáticos arribistas sustituyendo, uno a uno, al chófer, a la criada, a los profesores particulares, de una familia adinerada. Siempre hay un parásito dispuesto a devorar a otro, para que luego el proceso simbiótico haga diálisis y el huésped no perciba que la relación parasitaria es recíproca.
Es una premisa irresistible, atravesada por un humor satírico de lo más sangrante, que cambia hacia el vodevil de puertas secretas y travesuras perversas a mitad de metraje para desembocar en una mezcla de cine de catástrofes y thriller granguiñolesco francamente sorprendente. Tal vez a Bong Joon-ho se le vaya de las manos en su tramo final, cuando la farsa social en el espacio doméstico se retuerce demasiado sobre sí misma y rompe los moldes de la geometría espacial que el cineasta coreano ha ideado para contenerla. «Parásitos» es en verdad una película enfadada, no hay que dejarse engañar por su fluidez.
La conclusión a la que llega es que en la pirámide alimentaria de la sociedad del bienestar no es posible la solidaridad, solo la venganza. El hombre sigue siendo un lobo –o una mantis religiosa– para el hombre. Se cumple aquella política de los insectos de la que hablaba el científico mutante Seth Brundle en «La mosca»: en realidad, los insectos no tienen política, por eso no tienen piedad con sus colegas de especie. El suyo es el imperio de lo brutal.
Sergi Sánchez

“Le Mans 66”: Corre, Christian, corre ★★★✩✩

Director: James Mangold. Guión: Jason Keller, J. Mangold (Libro: A.J. Baime). Intérpretes: Matt Damon, Christian Bale, Jon Bernthal, Caitriona Balfe. EE UU, 2019. Duración: 152 minutos. Acción.
«Cop Land», «En la cuerda floja» (quizá su película más aclamada hasta hoy con o sin razón), «Lobezno inmortal», «Logan»... y, ahora, tras el empacho de Marvel, el director interesado por tantas mixturas distintas James Mangold cambia de revoluciones, alcanza las 7.000 por minuto y nos traslada hasta los 60 para narrar una historia de amistad y perseverancia. El diseñador de automóviles Carroll Shelby (Matt Damon), que se vio obligado a dejar las pistas por el corazón, y el extravagante piloto e ingeniero británico Ken Miles (Christian Bale) aunan fuerzas para construir un revolucionario coche. El encargo parte del todopoderoso Henry Ford (nieto del legendario fundador de la empresa y cuya sombra sigue siendo demasiado alargada) para ganar las 24 Horas de Le Mans a la casa italiana Ferrari. Ford compara la rivalidad deportiva con una nueva guerra contra Europa, una prueba de resistencia durísima con parte del equipo estadounidense contra el propio Miles. Una historia real empapada de elegancia y nostalgia, aun cuando los dos protagonistas, algo difuminados (a excepción de la relación de Miles con su hijo, poco más sabemos de ellos fuera de las pistas), caminen envueltos en una enigmática polvareda, la misma que levantan los bólidos. Pero qué importa dejarse la vida en la carretera cuando la vida es, precisamente, correr.
Carmen L. Lobo
“Mujercitas”: Una adaptación sin inocencias ★★★★✩
Directora y guionista: Greta Gerwig según la obra de Louise M. Alcott. Intérpretes: Saoirse Ronan, Florence Pugh, Emma Watson, Timothée Chalamet. EE UU, 2019. Duración: 134 min. Melodrama.
Es posible que la Jo de «Mujercitas» estuviera agazapada en la atolondrada «Frances Ha» o en la adolescente respingona y creativa de «Lady Bird» o en la universitaria verborreica de «Damsels in Distress». En el cuerpo desgarbado de Greta Gerwig y sus alter egos hay siempre la impresión de que se libra una batalla contra su singularidad. Por eso Jo confi esa sentirse sola. Por ello, tal vez, «Mujercitas» parezca una película tan personal para Gerwig. Eso es admirable, teniendo en cuenta que, a estas alturas, la enésima versión de «Mujercitas», esa película que, en blanco y negro o en sangrante Technicolor, decoró nuestras Navidades como la ilusión de un falso fuego de chimenea, podría contener un fi lme que hemos visto mil veces.
Lo primero que hace Gerwig es violentar la estructura temporal del relato, de modo que tensiona constantemente el pasado y el presente de las hermanas March, acentuando lo que la novela tiene de meditación sobre la pérdida de la inocencia y la entrada en la edad adulta. Esa estructura le permite centrarse en el trabajo literario de Jo (que Saoirse Ronan encarna con actitud vívida y sagaz), que no es otro que el de la propia Louisa May Alcott, explicando el brusco fi nal feliz de la novela como la imposición de un editor patriarcal que Gerwig fi lma con cariñosa ironía. Es decir, de la estructura se concluye un juego metafi ccional que enriquece la lectura de este clásico incontestable de la literatura popular norteamericana poniendo el acento en su dimensión feminista, pero sin cargar las tintas sobre discursos críticos y de empoderamiento, solo subrayando que estas «Mujercitas» –Jo, pero también Amy (magnífi ca Florence Pugh), la más celosa, la más ambiciosa de las hermanas– son conscientes de su condición de piezas de museo o de trueque, y que cualquier disidencia será castigada con la pobreza o la soltería.
Por encima de todo, en «Mujercitas» destaca la vitalidad del tono, la contemporaneidad de las interpretaciones, la dinámica de solapamiento de los diálogos, la energía, exenta de cinismo revisionista, que desprenden sus imágenes. Como si lo hubiera aprendido de su amiga Mia Hansen-Love, Gerwig cambia de plano antes de que la emoción desborde, como si el corte sirviera para contenerla a la vez que para moverse hacia adelante, con la urgencia de quien no se arrepiente de nada. Ni un ápice de rencor, con abundantes dosis de generosidad. Es por ello que «Mujercitas» es hermosa: porque parece que, para Gerwig, era una película necesaria para seguir. fi lmando, corriendo, amando.
Sergi Sánchez

“Joker”: Yo soy la venganza ★★★★✩

Dirección: Todd Phillips. Guión: Todd Phillips y Scott Silver. Intérpretes: Joaquin Phoenix, Robert de Niro, Zazie Beetz, Frances Conroy. EE UU, 2019. Duración: 121 minutos. Drama.
Es significativa la polémica que ha generado «Joker» entre parte de la crítica norteamericana, que la ha calificado como una película moralmente irresponsable por convertir a un «lobo solitario», un justiciero urbano con evidentes tintes psicopáticos, en el líder de una revolución popular. Parece que volvemos a las viejas discusiones que tachaban a Harry Callahan y Charles Bronson de fascistas, que demonizaban «A la caza» como manifiesto homofóbico, o que criticaban la oscura ambigüedad moral del Travis Bickle de «Taxi Driver».
Es en la obra maestra de Scorsese, y no en la invasión del cine de Marvel y DC, donde se refleja a conciencia la notable película de Todd Phillips. Al hacerlo, complementando su juego de espejos con «El rey de la comedia», se condena a ser en exceso derivativa, pero a la vez plantea un debate interesante al comparar los convulsos y permisivos setenta con un momento en el que las líneas que delimitan lo decible acortan cada vez más su perímetro de tolerancia, poniendo aún más en crisis la validez de consensos éticos entre ideologías en apariencia opuestas.
La dimensión política de «Joker» se hace evidente cuando Phillips sitúa la cinta en 1981, el año en que Ronald Reagan se convirtió en presidente de los EE UU. Reagan o Trump son intercambiables en una sociedad enfadada, a punto de estallar. No quiere decir que esa perspectiva sociopolítica no exista en otras películas del género, pero «Joker» parece interesada en contradecir incluso el libro de estilo de las formas supervillanescas. En esta aproximación «vintage» a la relación entre cine y cómic se descartan los efectos digitales y se apuesta por un realismo sucio, sórdido, que sirve como caldo de cultivo para que Joaquin Phoenix construya el personaje de marginado social, de invisible moldeado por el sistema, de un modo completamente original.
Así, Phoenix es co autor de la puesta en escena: armado con su perturbador catálogo de risas, hundido en sus delirios de convertirse en cómico de escenario mientras se maquilla para ser payaso-anuncio, controla hasta tal punto la gestualidad de su personaje, la manera en que físicamente se relaciona con el espacio fílmico, que acaba por diseñar con su soledad, sus bailes y su violencia extrema el ritmo de cada secuencia. Al final, Joker es un revolucionario a su pesar, es el líder del caos gracias a la acción externa de los medios. Es, un poco, como el Charlie Chaplin de «Tiempos modernos», que acaba siendo cabecilla de una manifestación obrera por casualidad. La diferencia estriba en que Joker no irá a la cárcel, y es un asesino.
“Érase una vez en... Hollywood”: Historia (s) del cine ★★★★★
Dirección y guión: Quentin Tarantino. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Margot Robbie, Al Pacino. EE. UU., 2019. Duración: 150 miutos. Comedia dramática.
Cuando, en «Vivir su vida», Godard filmaba a Anna Karina llorando ante «La pasión de Juana de Arco», de Dreyer, ¿de dónde venían sus lágrimas? Era un momento hermoso, porque el llanto del cine moderno rimaba con el del clásico, y porque dos mártires se reconocían en una ejecución que iba a ser inminente. Karina veía la muerte en los ojos de Maria Falconetti como si fuera una bella premonición. Cuando Tarantino recupera esa idea de Godard –la de enfrentar a una actriz con su proyección– con Sharon Tate como eje vertebrador de la mirada, con Margot Robbie, Tate en la ficción, sentándose entre el público de una sesión matinal de cine para comprobar cómo funciona su última película, ya no hay lágrimas, sino una sonrisa franca, que está abierta en canal.
Si Tarantino decide detenerse un buen rato en esta aparente digresión, no es sino para demostrar que «Érase una vez en Hollywood», su novena película, no es tanto un filme sobre la Historia como ejercicio de justicia poética sino sobre el Tiempo como creador de universos paralelos. Hay otra historia del cine como hay otra historia del fin de la inocencia americana, y ahí, en ese intervalo donde conviven citas cinéfilas que resulta imposible enumerar –aunque las bromas privadas a costa de Bruce Lee y Steve McQueen sean para todos los públicos–, amigos que se protegen a cambio de nada (Di Caprio y Pitt, enormes) y un cielo azul; en ese paraíso, decíamos, existe la posibilidad de la violencia extrema como una amenaza que en algún momento nos puede tocar.
Últimamente veíamos que el cinismo nihilista de Quentin Tarantino estaba a punto de acomodarse en el exabrupto sangriento, sublimado en esa visión de la Historia en forma de «grand guignol» («Los odiosos ocho») que no dejaba un rayo de luz encendido en la sala. Cuando saltó la noticia de que su nueva película iba a orbitar sobre los asesinatos de la familia Manson nos temíamos lo peor. Y, sin embargo, he aquí la que es su obra más luminosa junto a «Jackie Brown».
La luz proviene, precisamente, del Tiempo, cuya dilatación en lo cotidiano –en la gestualidad de los personajes, en su vida fuera de campo de su estatus de estrella– nos hace comprender que sí, que la duración y la digresión son la venganza que Tarantino se toma servida en frío, y que justifica todas las carreteras secundarias que asfalta para que el cine, otra vez, vuelva a salir victorioso. Por eso Anna Karina se ha reencarnado en una Sharon Tate a la que nunca le prestamos la suficiente atención. Las lágrimas se han convertido en un placer nada culpable.
Sergi Sánchez

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