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Religion

Formoso I, el Papa que fue exhumado y juzgado después de muerto

El llamado “Sínodo del terror” fue un macabro episodio por el que se sometió a juicio al cadáver del Papa debido al rencor que le guardaba la familia Spoleto

Jean Paul Laurens
Jean Paul LaurenslarazonJean Paul Laurens

También llamado “Sínodo del Terror”, posiblemente el episodio que ahora vamos a relatar sea uno de los más grotescos y macabros en la milenaria Historia de la Iglesia Católica. No en vano, se conoce a este horrible período de algo más de cien años como el “Siglo Oscuro del Papado”. En ese tiempo, los Papas no eran más que meros títeres en manos de las familias nobles y pudientes que se disputaban el poder. Esta subordinación papal alcanzó límites insospechados que excedían a la imaginación más calenturienta.

En el año 891, Formoso I fue elegido Papa. Sus biógrafos nos retratan a un hombre austero, de costumbres prudentes y ejemplares, conocido también por sus habilidades políticas y religiosas tras acometer con éxito misiones diplomáticas en distintos países y labores evangelizadoras de gran calado. Tal vez por eso, una de las primeras medidas que adoptó Formoso fue reconciliarse con una de las familias más influyentes de Italia, los Spoleto, cuyas relaciones se habían roto en tiempos de su antecesor Esteban V.

Para lograr ese acercamiento, Formoso nombró emperador a uno de los miembros más insignes del clan familiar, Guido de Spoleto, pero pronto reparó en la desmedida ambición de este megalómano. El nuevo emperador estaba dispuesto a conquistar Italia a cualquier precio, despojando a la Iglesia de los Estados Pontificios y reduciendo el Papado a un simple Obispado sin aspiración política alguna.

Formoso se vio obligado a pedir auxilio a Arnulfo de Baviera, quien acudió de inmediato a su llamada. Guido de Spoleto falleció poco después en el fragor de la batalla. Su muerte le granjeó a Formoso el odio eterno de su viuda Agiltrudis y de su hijo Lamberto. Además, Formoso nombró emperador a Arnulfo en señal de agradecimiento, lo cual desencadenó cruentas revueltas en Roma que el Papa no llegaría a ver porque falleció en abril del año 896. A su muerte, Agiltrudis designó sucesor de Formoso a Bonifacio VI, pero este Papa duró tan sólo quince días. El nuevo pontífice Esteban VI gozó también del favor de los Spoleto y en su caso aceptó de mil amores, a cambio de todo tipo de prebendas, desacreditar a Formoso de la forma más espantosa e inimaginable.

Esteban VI ordenó así exhumar el cadáver de Formoso para someterlo a juicio sumarísimo por sus pecados. Verlo para creerlo. El cuerpo del Papa, que llevaba enterrado nueve meses bajo tierra en el catafalco, se hallaba en avanzado estado de descomposición. Pero al Papa no le importó. Ordenó que lo vistiesen con los ornamentos pontificios y la mitra papal, y que le amarrasen a una silla para que el cadáver no se escurriese del asiento. Cuentan las crónicas del Sínodo Romano del año 898 que, con las cuencas de los ojos vacías y algunas partes del rostro descarnado, Formoso parecía escuchar impertérrito los insultos y acusaciones contra él. Uno de esos terribles pecados había sido dejarse nombrar Papa, Obispo de Roma, cuando ya era Obispo de Porto. Paradójicamente, ese era el mismo “crimen” cometido por quien se erigía ahora en juez, es decir, por el propio Esteban VI.

El espectáculo fue esperpéntico. Se obligó a un diácono a permanecer durante todo el juicio junto al cuerpo pestilente de Formoso. El infeliz prestó su voz al cadáver inerte para que pudiese declarar en nombre del acusado como abogado de oficio, cual macabro ventrílocuo. Dictada la sentencia, se consideró al acusado “indigno servidor de la Iglesia, llegado a la silla papal de forma irregular, siendo por tanto un Papa ilegítimo y que todo cuanto había hecho, decretado y ordenado durante su papado era nulo de toda nulidad incluidas las ordenaciones que había llevado a cabo”.

Tras leerse el veredicto, se procedió a despojar al cadáver de todas sus vestiduras papales, dejando al descubierto el cilicio que llevó toda su vida como penitencia corporal. La turba enfurecida le amputó a continuación los tres dedos de la mano derecha con los que había impartido bendiciones. El cuerpo fue arrojado luego a la llamada “fosa de los condenados y los desconocidos” y finalmente a las aguas del Tíber. Más tarde, un ermitaño lo recogió del río y Formoso pudo recibir así de nuevo digna sepultura.

Pero tanta maldad no quedó impune. Meses después, se derrumbó de repente la techumbre de la Basílica de Letrán, sede papal, y el accidente se interpretó enseguida como un signo de la ira divina ante la iniquidad cometida. Fue entonces cuando Esteban VI dejó de ser Papa para ser confinado en prisión, donde murió estrangulado.

EL CASTIGO DE NO EXISTIR

Uno de los más duros castigos a Formoso en su esperpéntico juicio fue la damnatio memoriae o “condena a la memoria”. Consistía en eliminar cualquier archivo, documento u otra evidencia de su paso por el mundo. Como si jamás hubiese existido.

Hay numerosos ejemplos de esta terrible condena a lo largo de la Historia. En tiempo de los romanos, algunos emperadores se vengaban de sus antecesores de esta forma tan cruel. Tal es el caso de Caracalla, que condenó a su propio hermano después de asesinarle. También existen ejemplos en Egipto, como el de Akenaton. Pero no hace falta viajar tan lejos En la historia más reciente hay personajes que fueron literalmente “eliminados” por sus verdugos. Stalin mandó borrar cualquier rastro de sus enemigos acérrimos Trotsky, Bujarin o Zinóviev. Aunque, pese a todo intento de extinguir el menor vestigio de su existencia, la memoria de muchos condenados perdura todavía hoy.

Fecha: 898.

Esteban VI ordenó exhumar el cadáver de Formoso para someterlo a juicio sumarísimo por sus pecados, pese a que el cuerpo del Papa llevaba enterrado nueve meses.

Lugar: Roma.

Se obligó a un diácono a permanecer durante el juicio junto al cuerpo pestilente de Formoso para prestarle su voz como abogado de oficio, cual macabro ventrílocuo.

La anécdota:

El Papa dispuso que vistiesen a Formoso con los ornamentos pontificios y que le amarrasen a una silla para que el cadáver no se escurriese del asiento.