La gripe española que dejó 260.000 muertos en nuestro país
Esta fue la cifra de defunciones en nuestro país. Llegó a Europa, se combatía con Brandy y los políticos no tomaron las medidas apropiadas para evitar la impopularidad. En todo el mundo mató a más de 50 millones
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El primer caso oficial de la llamada Gripe Española, la epidemia más grave sufrida por la humanidad en el siglo XX, fue detectado en España en mayo de 1918. A finales de ese mes, el diario «Abc», a la par que desvelaba que la enfermedad había atacado a Alfonso XIII, añadía que «el ministro de Estado, Sr. Dato» estaba indispuesto por la misma «epidemia reinante». Pero más preocupante era su generalización: «En las Oficinas del Estado, en las dependencias municipales, centros, organismos, entidades oficiales y particulares, etc, etc, continúa propagándose la dolencia, que provoca nuevas e innumerables bajas». El 28 de mayo, el periódico recogía la visita del gobernador civil al hospital Provincial «para adoptar algunas previsiones en relación con la epidemia y la hospitalización de las clases menesterosas».
El Gobierno de Antonio Maura había llegado al poder el 8 de marzo despertando esperanzas con su amnistía del 8 de mayo a los miembros del comité de la huelga general de agosto de 1917, que habían sido condenados a cadena perpetua, lo que permitió que los presos electos pudieran tomar posesión de sus escaños el día 18, pero la controversia política despertada por el asunto estaba ocultando una emergencia nacional, una epidemia de gripe surgida fuera de su habitual apogeo invernal. A finales de mayo de 1918 había padecido la gripe el 25% de los españoles, esto es, más de cinco millones de un total de 21, calculándose que los fallecidos fueron unos 70.000.
Madrid, en plenas fiestas de San Isidro, celebraciones religiosas, teatro, verbenas, toros, competiciones deportivas, resultó especialmente afectada porque no se quiso afrontar la impopularidad de suprimir los festejos en plena inestabilidad política. La ciudad contaba con poco más de 700.000 habitantes, de los que enfermó el 40%, falleciendo no menos de 7.000 personas, el 1% de la población. A tan lamentable resultado contribuyeron el desconocimiento del origen de la epidemia, que, incluso, se llegó a atribuir al pegamento de los sellos, la ignorancia médica del tratamiento adecuado –aspirinas y brandy eran el remedio familiar preferido–, la inoperancia política para terminar con actividades que supusieran aglomeraciones humanas y, por consiguiente, propiciatorias del contagio…
A la enfermedad se la llamó «trancazo» porque a los afectados les dolía todo el cuerpo. El humor la bautizó como «Soldado de Nápoles», ya que era igual de «pegadiza» que el coro de los soldados de «La canción del olvido» del maestro Serrano, estrenada en el Teatro de la Zarzuela dos meses antes.
La enfermedad de la gran guerra
En junio, la epidemia desapareció pero regresó con virulencia renovada en septiembre. Para entonces se tenía más información sobre su origen y desarrollo: se la había llamado Gripe Española porque en nuestro país se la pudo ver como enfermedad y no como uno de los mil desastres derivados de la guerra mundial que ensangrentaba Europa desde 1914 y porque aquí se habló libremente durante meses de la epidemia mientras que los beligerantes censuraron la información, contabilizando las víctimas como bajas en combate. Parece que surgió a comienzos de año en varios campamentos militares estadounidenses que adiestraban soldados para combatir en Francia y con ellos cruzó el Atlántico contagiando a los demás beligerantes franceses, británicos, italianos, alemanes... A España viajó en tren, seguramente incubada por los soldados portugueses que habían combatido en Francia y, licenciados o de permiso, regresaban a su patria atravesando España.
El rebrote de septiembre también nos llegó por ferrocarril, traído por medio millón de españoles que trabajaron en la vendimia francesa y diseminaron el virus, probablemente mutado en las miserias de la guerra, por toda la geografía nacional. Esta vez, el Gobierno se dio más prisa en censurar la información que en adoptar medidas sanitarias impopulares que frenaran la epidemia: no se suspendieron fiestas y romerías, tan numerosas al final del verano, ni se retrasaron las clases, ni se desalojaron gallineros y vaquerías y otros focos de suciedad de las ciudades, ni se mantuvo a los soldados en cuarentena en los cuarteles –uno de los lugares donde se concentró la enfermedad– retrasando su licenciamiento o vacaciones, ni se clausuraron los espectáculos, ni se activó la desinfección de los trenes, ni se les dotó de medidas sanitarias, ni se controló su tráfico.
En la villa vallisoletana de Medina del Campo, donde cambiaban de vías los convoyes que circulaban de Francia a Portugal, enfermaron el 87% de sus habitantes y fallecieron 420, ¡el 7% de ellos! Las medidas gubernamentales fueron escasas y lentas, evidenciándose nuestro retraso sanitario y la irresponsabilidad de algunos políticos: el gobernador de Barcelona se refugió en el Valle del Pas, Cantabria, al final del verano y regresó en diciembre.
«El beso de la raza»
La mortandad en España fue espantosa: 170.000 personas, cifra aumentada por los rebrotes de 1919 y 1920. Un estudio del epidemiólogo Antoni Trillo (2008, Clinic de Barcelona) determinó que las víctimas de la epidemia, entre 1918 y 1920, fueron unas 260.000, el 1,25% de la población. Nuestros emigrantes contribuyeron a su difusión en Hispanoamérica, por lo que la llamaron «el beso de la raza» o «la despedida de Colón», humor negro en el general luto. Pero aún no hemos llegado a la pandemia.
Nunca se sabrá cuántos soldados murieron de esta gripe en las trincheras durante el último semestre de la guerra: la permanente humedad, el frío, las ropas siempre sucias y mojadas, las plagas de ratas, piojos, pulgas y ladillas la extenderían a cientos de millares de soldados que perecieron bajo diagnósticos comunes de enfermedades respiratorias, pero lo peor estaba por llegar: millones regresaron a sus países a partir de noviembre de 1918 desparramando el letal virus por el mundo entero: las tropas coloniales la llevaron a África, Australia, Nueva Zelanda a Madagascar (murió el 3% de su población) y a la India (fallecieron 15 millones).
La mecánica de la propagación en Europa fue similar: los soldados italianos contagiaron en su alegre retorno a sus familias, pueblos y comarcas, ocasionando 400.000 víctimas mortales, y algo similar sucedió en Francia y Alemania. En Londres se contaron 2.225 fallecidos y la Prensa británica publicó que la cifra era más alta que la ocasionada por bombardeos de los Zeppelines alemanes; la cifra en las Islas se elevó a 250.000, el 33% de la mortandad.
Entre los beligerantes, el peor librado fue EE UU, con cerca de 700.000 muertos. Con todo, fue China el país más castigado; el virus le llegó, fundamentalmente, por sus puertos, matando a unas 30 millones de personas. La incidencia mundial de la Gripe Española perduraría cuatro años y causaría entre cincuenta y cien millones de muertos, según el biólogo Frank Macfarlane Burnet, es decir, entre tres y cinco más que las víctimas mortales de la guerra.