Cuando el Gobierno de González se apropió de una obligación de la Constitución
Hace unas semanas, el PSOE publicaba un vídeo presumiendo de haber universalizado la sanidad hace 34 años, como es cierto, pero lo que no se contó es que dicha norma se recogía en la Carta Magna desde 1978
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El PSOE publicó un vídeo apropiándose de la ley que universalizó la sanidad. Es cierto. La ley que aprobó el Congreso en 1985 y que entró en vigor el año siguiente, fue impulsada por el Gobierno socialista de Felipe González, y en especial por el ministro de Sanidad, Ernest Lluch.
Sin embargo, los socialistas se limitaron a desarrollar lo que es obligatorio en la Constitución de 1978, que en su artículo 43 reconoce el derecho de todos los españoles a “la protección de la salud”. Es más; el artículo 41 dice: “Los poderes públicos mantendrán un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos, que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo. La asistencia y prestaciones complementarias serán libres”. No fue el PSOE, es que estaba en la Constitución aprobada por todos los partidos y refrendada por los españoles el 6 de diciembre de 1978.
El motivo de que saliera durante la primera legislatura socialista no se debió a una especial preocupación del PSOE por la sanidad que no fuera compartido por el resto. Simplemente, la mayoría absoluta de González permitió su aprobación sin los interminables debates y filibusterismo que habían caracterizado a las legislaturas de la UCD. De hecho, Rovira Tarazona, ministro de Sanidad de UCD en 1980 ya expresó que su principal deseo era un sistema nacional de salud integral ajustado a la organización territorial, pero no fue aprobado tras un durísimo debate.
Existía, además, otra dificultad: la aprobación de una ley general de sanidad era problemática porque aún no se había desarrollado el Estado de las Autonomías, ni transferido las competencias ni establecida la financiación, por lo que difícilmente podía darse una ley universal efectiva en todo el país. El artículo 148 de la Constitución, en su punto 21, establecía como posibilidad el que las autonomías asumieran la sanidad. Durante las legislaturas de UCD no se tenía claro qué competencias tendrían los estatutos ni su financiación. Aprobar una ley sobre un derecho como el de la sanidad sin conocer la titularidad del servicio ni su presupuesto, era una temeridad. Aun así se hicieron reformas decisivas, entre otras crear en 1979 el Instituto Nacional de Salud (Insalud).
En consecuencia, sin estar terminado el reparto competencial autonómico, la definición concreta de una ley de sanidad universal hubiera sido una irresponsabilidad. Cabe recordar que en 1982 se aprobaron siete estatutos de autonomía y cuatro en 1983, siendo el último el de Castilla y León. Y sin contar Ceuta y Melilla, constituidas como Ciudades Autónomas en 1995. De hecho, la Ley de Sanidad reparte el servicio entre el Estado y las autonomías.
El ministerio de Sanidad de Lluch tardó tres años en elaborar una ley que había prometido en campaña electoral. Hubo varios motivos para ese retraso que se escapan a la historia idílica que presenta ahora el PSOE. El presupuesto de Sanidad era uno de los más abultados de la Administración, pero era enorme la insatisfacción de los ciudadanos por las listas de espera, las aglomeraciones y la falta de medios. Así pasaron los años socialistas, y la esperanza de vida en España quedaba muy atrás a diferencia de otros países con mayor consumo médico, como Holanda y Suiza, o con menor gasto, como Estados Unidos o la República Federal de Alemania.
A esta mala gestión socialista de los fondos públicos se unieron otros conflictos. Pronto surgieron problemas entre los cargos políticos del Ministerio, así como el enfrentamiento de Ernest Lluch con Joaquín Almunia, ministro de Trabajo y Seguridad Social, y con Miguel Boyer, ministro de Hacienda, quien se negaba a aumentar el gasto sanitario. El motivo de la disputa entre Lluch y Almunia eran los fondos del Insalud que dirigía Francesc Raventós, un organismo dependiente de los dos ministerios, lo que era un despropósito.
Raventós presentó un proyecto de reestructuración del Insalud que lo convertía en secretaría de Estado, con presupuesto propio, e integrado solo en Sanidad. La pretensión era recortar los gastos, y se encontró con la oposición de los sindicatos, de la Organización Médica Colegial, y del Ministerio de Trabajo de Almunia. La Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública declaró entonces que el plan de Raventós había “frenado en la práctica la reforma sanitaria”.
La tensión de Lluch con Almunia acompañó toda la legislatura a raíz de un acuerdo del Insalud con la UGT y la Confederación Estatal de Sindicatos Médicos. A las tensas relaciones con los sindicatos y la profesión médica se unió la relación con la industria farmaceútica. La OMS había alertado sobre ciertos medicamentos, y el Gobierno socialista reaccionó tarde, inaugurando así una costumbre ante las alertas internacionales que ha llegado hasta el COVID-19. Lluch formó una comisión de expertos en enero de 1984 que tardó seis meses en elaborar un informe sobre 126 productos que se extendían sin receta en las farmacias. Lo que había de fondo, según “El País” del 15 de junio de 1984, eran “contratos multimillonarios con la industria farmaceútica”.
El director del Insalud dimitió el 17 de septiembre de 1985. Adujo razones familiares, pero lo cierto es que Lluch rechazó su proyecto de reestructuración sanitario y el sistema seguía siendo malo. La encuesta de 1979 del Instituto de Estudios de Sanidad y Seguridad Social desvelaba un enorme malestar: el 65% de los españoles no utilizaba la sanidad pública porque los médicos “no demuestran interés en sus dolencias o no son dignos de confianza”. Y empeoró según Marciano Sánchez Bayle, vicepresidente de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública, quien sentenciaba en diciembre de 1984: “En este tiempo [de gobierno socialista], no sólo no ha habido mejora en la atención sanitaria, sino que se ha deteriorado”.
Carlos Ruiz Soto, entonces diputado de AP, y portavoz en la comisión de Sanidad, declaró en enero de 1985 que Ernest Lluch "ha tenido un desprecio épico por la oposición parlamentaria en la preparación de la ley general de Sanidad". El Gobierno socialista no contaba con la oposición en la elaboración de una ley sobre sanidad que desarrollaba un artículo constitucional, sino que además se encontró con la oposición de los sindicatos médicos.
La Organización Médica Colegial denunció que no se había contado con el personal sanitario, y que se recortaba la libertad al obligar a 2 millones y medio de personas a “entrar en la Seguridad Social”, en referencia a los funcionarios y Fuerzas Armadas. Las asociaciones médicas incluso convocaron una huelga en abril de 1985 que acabaron anulando. No por eso dejaron de criticar aspectos concretos de la ley, como que eliminara en la práctica la libre elección de especialistas o el derecho del paciente a conocer su proceso patológico.
La votación fue el 7 de noviembre de 1985. No había ni 200 diputados de los 350. Lluch fue el único ministro que asistió al Congreso. Todos los grupos parlamentarios, desde los populares a los comunistas, se opusieron por distintos motivos, pero el PSOE aplicó “el rodillo”. Ante esto, el PNV, CiU y el PCE votaron con el PSOE. La ley solo satisfizo a los nacionalistas porque querían la competencia, y poco más. AP y UCD criticaron que no instaurase la libertad de médico y de sistema sanitario. Una parte de la izquierda censuró que no se blindara el presupuesto y que se dejara a los vaivenes de los cambios presupuestarios.
Se universalizó la sanidad, pero quedaron pendientes las listas de espera, la necesidad de contener el gasto y ganar eficiencia, y el modelo de gestión sanitaria, temas muy relacionados entre sí. Esas debilidades aumentaron el error del Gobierno de Sánchez al desoír las alarmas sanitarias que la OMS y la Unión Europea hicieron desde finales de enero de 2020 sobre el COVID-19. Sin prevención la universalidad es insuficiente para evitar el progreso de las epidemias.