La carta que confirma las noches de burdeles y confidencias de Van Gogh y Gauguin
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Mucho antes de que Paul Gauguin pintara el tan en boca de todos «Mata Mua» fue un pintor que tanteó, como todo aquel que aprende, entre telas. Se manchó las manos de pintura y olfateó el aguarrás, flirteó con la absenta y quiso, soñó, con ser un artista capaz de hacer historia. Quizá esto más bien lo pensara su compañero de cuarto durante un tiempo en Arlés, Van Gogh, pintor temperamental, enfermo, al cabo, que sí lo creyó capaz de liderar una corriente artística. Así se lo contaba en una misiva, la única escrita de puño y letra de ambos, a su común amistad Èmile Bernard en 1888, deshaciéndose en halagos hacia su compañero.
Apuntaba maneras, poseía técnica y había conseguido compartir unos metros cuadrados de espacio con él, lo que ya podía considerarse un triunfo. Aunque los problemas no tardaron en llamar a la puerta de la Casa Amarilla, vivienda de ambos que fue testigo tanto de lo bueno como de lo malo. Esa sintonía quedó plasmada en una carta que se vendió el martes en la sala Drouot de París por el nada desdeñable precio de 210.600 euros. «Durante mucho tiempo me pareció que en nuestra sucia profesión de pintor necesitamos a gente que tenga un temperamento diferente, que sea más cariñosa, no tan decadente como los frecuentadores de los bulevares parisinos», escribe un fascinado Van Gogh, que acto seguidos describe a Gauguin como «un ser virgen con instintos de animales salvajes. En él la sangre y el sexo prevalecen sobre la ambición. Hemos realizado algunas excursiones a los burdeles y es probable que a menudo terminemos yendo a trabajar allí.
En este momento, Gauguin tiene un lienzo en proceso del mismo café nocturno que yo también pinté, pero con figuras en los burdeles. Promete convertirse en algo hermoso», reseña fascinado. Efectivamente, fueron visitadores de los lupanares que después terminarían plasmando en sus obras, lugares que ellos, ambos, supieron llenar de luz y formar y deformar a su antojo. Nada que ver con esas bailarinas desinhibidas que retrató Toulousse-Lautrec, mujeres recias capaces de jugar con el frufrú de sus cancanes por unos míseros francos. Ni Van Gogh ni su amigo pintaron esa realidad tremenda y sórdida. Fueron de burdeles, pintaron burdeles y se recrearon en ese fascinante mundo de las mujeres que se venden, tan terrible, tan sucio, y de los hombres que se creen con derecho a una posesión temporal. El autor de «Los girasoles» sí fue un frecuentador de prostíbulos. Parece que tras una violenta discusión con Gauguin, una de tantas, se mutiló el lóbulo de una de sus orejas que acto seguido llevó a uno de estos lugares y regaló a una mujer. Incluso fue su modelo Sien Hoornik, prostituta y costurera con la que mantuvo una relación. Después le llegó la locura. Pero ya lo había pintado todo. Prácticamente todo.