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Si le llaman al móvil no lo coja, es Stephen King

Publicamos el comienzo de "El teléfono del señor Harrigan", una de las cuatro novelas cortas e inéditas que el escritor reúne en «La sangre manda» (Plaza & Janés), a la venta el 2 de julio, donde ofrece un «noir» paranormal, protagonizado por su detective Holly Gibney, y tres relatos que confirman por qué le llaman el maestro del terror. Así arranca la obra.
Cody Smith@codysmith
La Razón

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“Mi pueblo tenía unos seiscientos habitantes (y todavía los tiene, pese a que yo me marché de allí), pero disponíamos de internet como en las grandes ciudades, así que mi padre y yo recibíamos cada vez menos correo postal. Por lo común, el señor Nedeau solo traía el semanario Time, publicidad dirigida al Ocupante o a Nuestros Amables Vecinos, y los recibos mensuales. Sin embargo, a partir de 2004, cuando cumplí nueve años y empecé a trabajar para el señor Harrigan, que vivía calle arriba, contaba con que llegaran anualmente a mi nombre por lo menos cuatro sobres con las señas escritas a mano: una felicitación el día de San Valentín en febrero, una felicitación de cumpleaños en septiembre, una felicitación por Acción de Gracias en noviembre y una felicitación navideña poco antes o poco después de las fiestas. Cada una contenía un billete por valor de un dólar de la lotería del estado de Maine, y la firma era siempre la misma: «Saludos del señor Harrigan». Sencillo y formal.
También la reacción de mi padre era siempre la misma: se reía y alzaba la vista al techo con actitud afable.
–Es un rácano –dijo un día. Puede que por entonces yo ya hubiera cumplido los once, y las felicitaciones llegaban desde hacía un par de años–. Racanea con la paga y racanea con la gratificación… un rasca y gana de la Lucky Devil que compra en Howie’s.
Señalé que, por lo general, uno de los cuatro rascas salía premiado con dos o tres pavos. Cuando eso ocurría, mi padre iba a Howie’s a recoger el dinero, porque en principio los menores no debían jugar a la lotería, por más que los billetes fueran regalados. En una ocasión, cuando, en un golpe de suerte, me tocaron nada menos que cinco dólares, pedí a mi padre que comprara otros cinco rascas de un dólar. Se negó, aduciendo que, si fomentaba mi adicción al juego, mi madre se revolvería en su tumba.
–Bastante mal está ya que lo haga Harrigan –dijo mi padre–. Además, debería pagarte siete dólares la hora. Quizá incluso ocho. Desde luego puede permitírselo. Quizá cinco la hora sea legal, porque eres solo un niño, pero algunos lo considerarían explotación infantil.
–Me gusta trabajar para él –respondí–. Y me cae bien, papá.
–Eso lo entiendo –admitió mi padre–, y tampoco es que por leerle y limpiarle el jardín te conviertas en un Oliver Twist del siglo XXI, pero, aun así, es un rácano. Me sorprende que esté dispuesto a desembolsar el dinero de los sellos para mandar esas felicitaciones cuando entre su buzón y el nuestro no habrá más de quinientos metros.
Nos encontrábamos en el porche delantero de casa, bebiendo Sprite, cuando mantuvimos esa conversación, y mi padre señaló con el pulgar calle arriba (una calle sin asfaltar, como casi todas en Harlow), en dirección a la casa del señor Harrigan. Que de hecho era una mansión, con piscina cubierta, terraza interior, un ascensor de cristal en el que me encantaba subir, y fuera, en la parte de atrás, un invernadero donde antiguamente había una vaquería (antes de mis tiempos, pero mi padre la recordaba bien).
–Ya sabes lo mal que está de la artritis –dije–. Ahora a veces usa dos bastones en lugar de uno. Bajar hasta aquí a pie lo mataría.
–Entonces bien podría darte en mano las malditas felicitaciones –dijo mi padre. En sus palabras no había malevolencia; de hecho, hablaba en broma. El señor Harrigan y él se llevaban bien. Mi padre se llevaba bien con todo el mundo en Harlow. Por eso, supongo, era un buen vendedor– ¿Qué le cuesta, con todo el tiempo que pasas allí?
–No sería lo mismo –contesté.
–¿No? ¿Por qué no?
Me fue imposible explicarlo. Gracias a tanta lectura, yo poseía un amplio vocabulario, pero tenía poca experiencia de la vida. Solo sabía que me gustaba recibir esas felicitaciones, las esperaba con ilusión, y también los billetes de lotería que siempre rascaba con mi moneda de la suerte, y la firma con aquella anticuada caligrafía: «Saludos del señor Harrigan». Volviendo la vista atrás, me viene a la cabeza la palabra «ceremonial». Era como la costumbre que tenía el señor Harrigan de ponerse una de aquellas raquíticas corbatas negras suyas cuando los dos íbamos en coche al pueblo, aunque él solía quedarse sentado al volante de su sobrio sedán Ford leyendo el Financial Times mientras yo entraba en el supermercado IGA con su lista de la compra. Esa lista contenía siempre picadillo de carne en conserva y una docena de huevos. El señor Harrigan comentaba a veces que un hombre, al llegar a cierta edad, podía vivir perfectamente a base de huevos y picadillo de carne en conserva. Cuando le pregunte qué edad era esa, me respondió: sesenta y ocho.
–Cuando un hombre llega a los sesenta y ocho –dijo–, ya no necesita vitaminas.
–¿De verdad?
–No –contestó–. Lo digo solo para justificar mis malos hábitos alimentarios. ¿Encargaste o no el servicio de radio por satélite para este coche, Craig?
–Sí. –Desde el ordenador de mi padre en casa, porque el señor Harrigan no tenía.
–¿Y dónde está, entonces? Lo único que sintonizo es a ese charlatán de Limbaugh.
Le enseñé cómo acceder a la radio XM. Giró el mando hasta que, después de pasar por algo así como un centenar de emisoras, encontró una especializada en música country. Sonaba «Stand By Your Man».
Esa canción aún me produce escalofríos, y supongo que siempre será así.
Aquel día de mi undécimo año de vida, mientras mi padre y yo bebíamos Sprite y mirábamos hacia la casa grande (que era precisamente como la llamaban los vecinos de Harlow: la Casa Grande, como si fuera la cárcel de Shawshank), dije:
–Recibir cartas es guay.
Mi padre levantó la vista al cielo, gesto habitual en él.
–El correo electrónico es guay.
Y los móviles. A mí esas cosas me parecen milagros. Tú eres demasiado joven para entenderlo. Si hubieses crecido sin nada más que una línea compartida con otras cuatro casas, incluida la de la señora Edelson, que nunca callaba, no pensarías lo mismo (...)”
Stephen KING
Crítica de “La sangre manda”
DENTRO DE LA MENTE DEL MAESTRO
Un nuevo libro de Stephen King siempre es un acontecimiento, incluso cuando se trata de cuatro «nouvelles» cuyo denominador común es el propio autor y sus obsesiones. En la primera es la tecnología el elemento perturbador que crea la atmósfera misteriosa. Como lo fueron los coches en «Christine» y «Mr. Mercedes», y la última, «La rata», la escritura de una novela como catástrofe. En «El teléfono del Sr. Harrigan» un iPhone comunica al protagonista con un más acá tan inquietante como el más allá. El móvil como comunicador moral de la conciencia del joven Graig, cuya similitud con Archivaldo de la Cruz, protagonista de «Ensayo de un crimen» de Luis Buñuel es manifiesta.
Stephen King trata de crear una atmósfera cotidiana en la que mediante un móvil logra que los deseos justicieros del protagonista se hagan realidad: desear la muerte de otro y que se cumpla. Archivaldo de la Cruz vive esa oscura depravación de su deseo con una intensa culpabilidad, mientras que el joven Graig no acaba de quedar claro si el iPhone y su propietario tienen poderes de ultratumba y son los responsables de saciar sus deseos de hacer justicia. El relato sigue los patrones de Stephen King: un pueblo pequeño de Maine, la vida cotidiana del ciudadano medio y una casa victoriana donde habita el viejo Scrooge de Dickens, que no es otro que el malvado capitalista de «¡Qué bello es vivir!» (1946), pero ablandado por el joven protagonista. Uno de esos relatos costumbristas que King borda magistralmente. Las cuatro novelas son cuentos de fantasma apenas «desplazados»: hay magia y misterio y descontrol sobrenatural en «La sangre manda» y en «La rata», un cuento de hadas desgraciado y que guarda una singular relación con Torrance, el protagonista de «El resplandor».
La segunda, «La vida de Chuck» es la historia menos cuajada. Es original su estructura en regresión y lo que se presenta como una distopía acaba convertido en un cuento sobre la premonición. Es magistral el capítulo del baile en la calle de un ejecutivo delante de una batería y un sombrero mágico. Son esos capítulos los que convierten a Stephen King en un maestro del ritmo narrativo y la perfección formal. Y lo logra con un nombre mágico que otorga al protagonista un don premonitorio inquietante. Pero es la tercera narración, de doscientas páginas, la más interesante. En realidad, «La sangre manda» es en sí una novela por su extensión, pero no por su ambición. En ella retoma a viejos conocidos del lector: Holly Gibney, un personaje secundario de «Mr. Mercedes», reconvertida en una detective de su empresa «Finders Keepers». El caso que investigan es una voltereta genial sobre el asesino en serie anterior, Brady Hartsfield, sustituido por un personaje fascinante, cercano a esos locutores televisivos que viven literalmente gracias a las noticias de sucesos sangrientos. De ahí ese extraño título que homenajea a Bram Stoker, encarnado en un co rresponsal televisivo sobrenatural. De nuevo lo fantasmal visita el relato de forma muy ingeniosa, y aunque dice que partió de una frase para el segundo relato «Contengo multitudes», también podría aplicársele a «La sangre manda».
En las notas del libro, Stephen King se pregunta de donde saca esas historias y qué origen tienen. Pero es incapaz de responder. Ningún escritor puede. Unas veces parten de recuerdos de fragmentos de películas y series televisivas y otras de acontecimientos cotidianos vividos tiempo ha. Pero al igual que «Christine» (1983), la historia de un automóvil Plymouth Fury del año 1958, poseído por fuerzas sobrenaturales, puede tener su origen en un cuento de terror del autor de ciencia ficción checo Josef Nesvadba «Vampiros, S.L.» (1962), también de ese mismo relato cuenta que pudo surgir la idea del personaje camaleónico Chet Ondowsky, el reportero que se alimenta del dolor y la sangre de las catástrofes. En «Christine» es evidente la relación con el «aristocrático bólido» de «Vampiros, S.L.», donde todo gira en torno a un coche asesino: «¡Vaya un cacharro tan extraño! –dije–. No es ni un Bentley ni un Jaguar, pero según parece al final mata a su conductor. Utiliza sangre humana como combustible…». En «La sangre manda» la relación es más sutil: ese periodista adicto a la sangre se alimenta de las noticias sangrientas como lo haría un vampiro posmoderno: «Ahora el ser ya no se conforma con vivir de la secuelas de las tragedias, engullendo aflicción y dolor antes de que la sangre se seque», escribe King. ¿Y quién puede enfrentarse y destruirlo? La acomplejada Holly Gibney, un personaje que ya forma parte de la galería de protagonistas femeninas de Stephen King, enfrentada a ese monstruoso ser sobrenatural.
Las novelas de su última época, algunas admirables como «22/11/63» y otras más endebles como «Doctor Sueño», la continuación de «El resplandor», destilan una aire añejo, como colgadas en el tiempo de su juventud. Siempre girando en torno a la vida cotidiana de la América de los años 60, la música pop y sus recuerdos escolares, incluso su forma de ver el mundo, congelada en aquellos años de «Quédate conmigo» (1982). Desde entonces no ha abandonado esa sensación de nostalgia de su infancia y juventud en el condado de Maine, donde suelen transcurrir sus novelas. Estas cuatro novelas son buenos ejemplos de la imposibilidad de Stephen King de salir del anillo de Moebius en el que sigue girando para autocomplacencia y regocijo de sus fans.
Lluís FERNÁNDEZ

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