Santa Sofía: otro “robo” de un símbolo de la cristiandad
Esta decisión vuelve a reabrir las heridas que había antes entre Oriente y Occidente
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Santa Sofía, la fastuosa iglesia que simboliza el Imperio Romano de Oriente –la Nueva Roma que perpetuó mil años a la antigua– y sede tradicional del Cristianismo Ortodoxo, será abierta al culto musulmán como mezquita, después de un tortuoso proceso. Se pone término a la decisión histórica de Atatürk y se abre la vía de nuevo a la vieja dicotomía entre Oriente y Occidente, para estupor de los ortodoxos de la Europa Oriental. Para entender la trascendencia de esta decisión solo hay que repasar la larga historia de lo que fue antes de Estambul la gran Constantinopla y su edificio más emblemático. El 8 de noviembre de 324 se recuerda como el día en que el emperador Constantino puso la primera piedra de la nueva capital que celebraba su victoria sobre Licinio en Adrianópolis. La ciudad fue inaugurada formalmente el 11 de mayo, auspiciada por la Virgen María y protegida por el nuevo dios de la cruz, que amparaba a Constantino desde su triunfo sobre Majencio en la batalla del Puente Milvio. La capital oriental de la cristiandad fue además refugio del saber tradicional pagano, es decir, de la erudición griega, y heredó el capital simbólico del derecho y la política romanas, marcando el devenir histórico y cultural entre antigüedad y medievo. Y lo hizo siempre la sombra de la gran catedral justinianea de Santa Sofía, la divina sabiduría.
Constantino y Justiniano, dos refundadores casi legendarios, habían hecho bascular el centro geopolítico del mundo tardorromano hacia Oriente, sobre la vieja Bizancio, antigua colonia griega que merced a su posición estratégica sería la clave de las rutas comerciales, militares y culturales de Eurasia durante casi un milenio de inolvidable historia bizantina. Han querido las convenciones de la historia que la Edad Media transcurra entre dos fechas clave, dos ciudades y sus dos caídas: la de la antigua Roma, en pleno siglo V, y la de la Nueva Roma, en el XV. Ese fue el milenio de Constantinopla, que ya desde su refundación constantiniana comenzó a hacerle sobre a su hermana mayor. A lo largo de más de nueve siglos, los bizantinos siempre tendrían conciencia de ser rhomaioi, es decir, romanos, verdaderos herederos de un imperio que, mediado el siglo V, ya estaba periclitado en occidente, con las invasiones bárbaras, y de cuya civilización guardaron la llama. Por Roma llamarían “Rum” los turcos al territorio del imperio oriental mientras que sus habitantes rechazarían la denominación de griegos (hellenes), que, desde la antigüedad tardía, se usaba para decir “paganos”. Solo en vísperas de la caída de la ciudad, en 1453, se recuperaría el uso del adjetivo “helénico”, tal vez por su prestigio de cara a la ayuda occidental contra los turcos, que nunca habría de llegar.
El cuerno de oro
“Hacia la ciudad” –eis tin polin, en griego medieval– se dirigían todas las rutas comerciales del Oriente asiático, el noroeste eslavo y el Occidente latino. Bastaba con decir he polis, en griego, para evocar todo aquel esplendor, como otrora bastara con decir la urbe (urbs) para la gran capital de Occidente, la Roma eterna, antes que la segunda Roma del Cuerno de Oro tomara el testigo de la historia. Dos puertos al norte, bien resguardados en el Cuerno y frente a la colonia de Pera, y tres al sur, en el mar de Mármara (Propóntide), garantizaban el esplendor y las redes de la gran capital. Situada en una península triangular de lados ligeramente curvados, la ciudad queda encerrada por una muralla con sus vértices occidentales en la Puerta de Blaquerna, en el Cuerno de Oro, y la Puerta Dorada, en el Mármara, separadas por unos seis kilómetros, y Santa Bárbara, la punta de la antigua acrópolis (actual Topkapi) en su extremo oriental, a seis kilómetros de Blaquernas y a nueve del Studion. Un triángulo precioso que durante un milenio fue la capital de una civilización con tres pilares: la erudición griega, el derecho político romano y el cristianismo oriental.
Desde Constantino y Teodosio II, que ampliaron el perímetro de la ciudad, cada emperador llevó a cabo nuevas construcciones, siendo Justiniano el que la dotó de algunos de sus edificios más emblemáticos, como la enorme Santa Sofía, a cuyos pies se desarrolló la vibrante y tumultuosa historia de Constantinopla. Justiniano fomentó especialmente la idea de recuperar las glorias romanas, con un programa imperial de expansión política y cultural sin precedentes, que tuvo reflejo en las construcciones. El área de la antigua polis griega fue ya ampliada cinco veces en su tamaño por Constantino, que mandó abrir una gran plaza, el Augusteo, en el centro de la vieja Bizancio. Al este de la plaza se construyó el Senado y el palacio de Magnaura, donde se ubicó la universidad y al sur el Sagrado Palacio del Emperador. Junto a él se levantaba el gran Hipódromo. Palacio e Hipódromo estaban muy próximos –desde el complejo palacial el emperador podía ver las carreras desde su kathisma o palco imperial–, como elemento simbólico de la unión entre el gobernante y su pueblo. Más allá del Palacio podía verse la gran catedral de Santa Sofía, significando el pilar religioso del poder bizantino.
Su historia fue azarosa desde su primera edificación por Teodosio II. Justiniano se empeñó en ampliarla simbólicamente, pero sufrió un devastador incendio durante la célebre rebelión de Nika, el 13 de enero de 532. En el marco del programa político, artístico y propagandístico del cesaropapista Justiniano era crucial esta iglesia, que se inauguró de nuevo en 537. Su cúpula colapsó en 558 por el terremoto de 557 y se completó finalmente bajo la dirección de los arquitectos Antemio de Trales e Isidoro de Mileto como la obra más impresionante de la Tardoantigüedad –que todavía hoy sobrecoge– con una cúpula reconstruida que resultó ser más grande de toda la Cristiandad, directamente inspirada en la tradición romana del Panteón pero dedicada a la nueva deidad cristiana. El nombre completo del templo, “Templo de la Santa Sabiduría de Dios”, daba cuenta específicamente de su consagración a una imagen procedente del Libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento pero, sobre todo, personificada en el Logos encarnado en Cristo, la segunda hipóstasis de la Trinidad, que se celebra el 25 de diciembre: la inauguración del nuevo templo tuvo lugar la mañana del 24 de diciembre del año 562.
Desde entonces hasta la caída de la ciudad, en 1453, ante los turcos otomanos, Santa Sofía fue testigo de la milenaria historia bizantina. Tal vez en cumplimiento de una vieja profecía, el último emperador bizantino también se llamó Constantino. El noveno de tal nombre cayó ante los turcos batiéndose ante las murallas. Pero la ciudad crepuscular sobre la que gobernó era ya una solo una sombra de la gloriosa Constantinopla ante los nuevos centros de poder del Renacimiento: Venecia, Roma, París. Su caída fue resonante y las huestes de Mehmed II hicieron de ella la capital de la Sublime Puerta, el Imperio Otomano: tras ella muchos reclamaron su capital simbólico, y en el mundo ortodoxo Moscú quiso ser la Tercera Roma. Mehmed hizo de Santa Sofía una mezquita, cosa que acabó con la Nueva Turquía de la modernidad. Ahora los tiempos cambian. Pero sigue siendo monumento de la gloria del Imperio de Oriente y su simbolismo sigue importando mucho, como se ve.