La vida vuelve a Pompeya
A unos días del aniversario de la erupción que sepultó sus calles, un libro explica cómo se vivía y se moría en esta ciudad romana
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Dentro de cuatro días se cumple un aniversario muy especial para todos los amantes del mundo antiguo: el 24 de agosto del año 79, según la datación tradicional, se produjo la erupción del Vesubio que sepultó Pompeya. Dos son las fechas clave de esta ciudad, una del siglo I y otra del XVIII, entre los reinados del emperador Tito y del rey Carlos VII de Nápoles, que sería III de España. La primera, por supuesto, aquella infausta noche de agosto (u octubre) del 79. Entonces la gran ciudad de la Campania, enclave vivo y animado entre el mar y el Vesubio en la ruta que iba desde Roma a Sicilia, quedó congelada –si se me permite esta metáfora inicial– entre fuego y ceniza para la posteridad. La nube tóxica, primero, y la lava, después, se ocuparon de sepultar bajo un manto ardiente la hasta entonces próspera ciudad tras una feroz erupción que conmovió el Imperio. En Pompeya, además, murió uno de los genios precursores del naturalismo, Plinio el Viejo, como refiere el epistolario de su sobrino, que perdió la vida al querer observar más de cerca lo sucedido y aproximarse peligrosamente a la inflamada y desafortunada ciudad.
La otra fecha es el 2 de abril de 1748, la del comienzo de su redescubrimiento moderno. Las excavaciones en la finca de Portici, a instancias del ingeniero aragonés Roque Joaquín de Alcubierre y con permiso entusiasta del ilustrado rey Carlos, dieron el pistoletazo de salida a la Pompeyamanía moderna. Ese día, según anota Alcubierre en su diario, se inició la nueva excavación en un lugar que él identificaría erróneamente al principio con Estabia, pero que era realmente la gran Pompeya (véase para más información el libro de Félix Fernández Murga, «Carlos III y el descubrimiento de Herculano, Pompeya y Estabia» en las prensas de la Universidad de Salamanca). El resto es parte de la leyenda y cambió para siempre la concepción que tenemos de la antigüedad: los sucesivos trabajos arqueológicos sacaron a la luz la fascinante ciudad que se convirtió en parada obligada del «grand tour» del neoclasicismo, que llevaba a los jóvenes del norte de Europa a descubrir las maravillas del mundo antiguo en los países meridionales.
Camareros y prostitutas
Coincidiendo con esta fecha, y pese a estos tiempos de pandemia en los que los viajes son complicados, podemos emprender un fascinante paseo por la ciudad del Vesubio, lo que vale decir a una Roma antigua paralizada en el tiempo, gracias a un excelente libro. Fernando Lillo propone en «Un día en Pompeya» (Espasa 2020) un paseo por la ciudad que nos lleva a tomarle el pulso a la vida cotidiana de Pompeya antes de la erupción del volcán. Para mostrarnos cómo era a la sombra del Vesubio, el libro presenta un recorrido por sus lugares más conocidos –templos, bodegas, mercados y prostíbulos– a través de la documentación literaria, epigráfica y arqueológica, que Lillo conoce bien, trenzando una narración cuyos mimbres son los datos que nos proporciona el yacimiento.
La escritura de Lillo es ágil, amena y clara, pero no disimula el dominio de la gran cantidad de datos sobre los que se construye la narración. Elige a una serie de personajes de la vida cotidiana –clientes, patronos, esclavos, o gladiadores, personajes basados muy de cerca en las fuentes– para ir desgranando, a partir de la evocación de historias particulares, los principales temas de la vida cotidiana en el antiguo Imperio Romano, desde la sociedad y la política, a la economía o la cultura.
Un labrador nos informa sobre el comercio y los mercados, una visita al anfiteatro nos cuenta de cerca cómo eran las luchas que entablaban los gladiadores, los grafitos electorales cobran vida en un candidato, aparecen un banquero, un panadero, un profesor, una prostituta o un devoto de Isis que campan por esta estupenda recreación que hará las delicias de legos y entendidos a la par. Sumergirse en estas páginas, en fin, supone retroceder en el tiempo y vivir un día en Pompeya, en un recorrido fantástico de la mano de un gran conocedor del mundo antiguo: y es que Lillo tiene ya en su haber diversas novelas y ensayos que lo han convertido en uno de los autores que más han hecho por divulgar la antigua Roma entre el gran público hispanohablante, de forma amena pero siempre con el rigor le que caracteriza como filólogo clásico conocedor de las fuentes. En este caso, ha logrado un magnífico fresco pompeyano, si se me permite una última metáfora, que nos transporta a vivir un día entre las calzadas empedradas y tabernas de la ciudad romana como si fuésemos uno más de los ciudadanos que habitaron allí antes de la catástrofe.