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Lemaitre: una visión muy bizarra de la II Guerra Mundial

En la culminación de su trilogía «Los hijos del desastre», el autor está a la altura de la serie: personajes y tramas excelentes con el telón de fondo de la Historia europea
NARA

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Hay novelas que se leen a sorbos. «El espejo de nuestras penas» posee ese ritmo suave que marca el autor para ir descubriendo con él las conexiones profundas que entablan los personajes. Un melodrama con una fascinante intrahistoria en la que se mezclan con sutileza un sentido del humor bizarro con toques dramáticos y golpes de efecto continuados dentro de la construcción clásica del realismo poético. Uno de los rasgos más destacables de «El espejo de nuestras penas» es su fluidez narrativa y el tono sorprendente, a veces caricaturesco, que adopta el autor sobre unos acontecimientos en sí mismos dramáticos: el inicio vacilante del avance de las tropas alemanas de Hitler sobre el Sarre y la defensa de la línea Maginot. Un periodo de calma chicha calificado por la Prensa de entonces como una «drôle de guerre», por unas escaramuzas poco significativas, hasta que el 10 de mayo de 1940 el ejército alemán inicia la «Biltzkrieg» y toma París.
La primera sorpresa es con qué elegancia Pierre Lemaitre se toma a chacota la «grandeur» francesa, con esa media docena de pícaros que componen el fresco burlesco sobre la Francia que iba a derrotar al ejército alemán. Y lo hace con un inteligente y delicado sentido del humor. Creando unos personajes tan sencillos como próximos al lector. La historia está tomada del gran éxodo de once millones de franceses que salieron de París camino del sur, siguiendo el Loira, hasta Orleáns. Pero la ficción tiene vida propia, como los personajes, con parte realista y su carga literaria, que remite a referentes del arsenal de la novela clásica. De Zola a Simenon pasando por Víctor Hugo y Balzac. Como en las novelas realistas, Lemaitre ha tomado la senda de integrar cuantos elementos literarios le permitían elaborar un tríptico sobre el periodo de entreguerras con la libertad que la posmodernidad le permite. Seres comunes, con vidas sin especial relieve. Víctimas inmersas en una situación que los supera, la II Guerra Mundial, en una situación de extravío vital que los impele a vivir en ese filo delirante de lo novelesco. Y lo son, no porque se comporten de forma heroica o extraordinaria, sino por todo lo contrario. Porque con su comportamiento vital, cotidiano, ajenos al extraordinario momento histórico que viven, evidencian la absurdidad de la condición humana. En eso son herederos tanto de la literatura realista como del teatro del absurdo. Pues lo novelesco no impide a su autor que los haya creado como entes de ficción, al modo galdosiano pero con la conciencia de sí de Unamuno.
Todos los personajes del libro, como los de sus obras precedentes, «Nos vemos allá arriba» y «Los colores del incendio», son memorables. Pero uno de ellos se yergue como la metonimia de todos: Désiré Migaud. El personaje camaleón. Una especie de Zelig que se transforma en aviador temerario, cirujano, abogado defensor, propagandista y cura no por proximidad, sino por la necesidad de su ser literario, impelido por su pasión por la suplantación. Delirio que entronca con otro pícaro, que obligado a ser el general de la Rovere acaba muriendo como un héroe. Los otros personajes también son pícaros estrambóticos que recuerdan a los antihéroes del cine italiano neorrealista, como Alberto Sordi en «La gran guerra» (1959), «Todos a casa» (1960) y «Una vida difícil» (1961), y a Fernandel en «Don Camilo».
El lector implicado
Es Désiré el que estructura en cierto modo esta novela coral, divertida y bizarra pero que se mantiene dentro de la ortodoxia realista, en concreto, del melodrama familiar con su tardía revelación, hasta que irrumpe Désiré. Si la primera víctima de la guerra es la verdad, quién mejor para burlarse de los poderosos y la falacia de la propaganda que el personaje del mentiroso pero encantador Désiré. Su parecido, por ser genérico, es sorprendentemente igual al portavoz Simón. Como él, se hace cargo de la propaganda y desinformación ante la Prensa y por la radio a medida que se recrudecen los ataques, y como exponente mayúsculo del embaucador sus engaños rozan el delirio genial: «El ejército alemán no avanza, huye hacia adelante».
Por él, Lemaitre descubre como personaje a su narrador con cuatro intervenciones en las que se dirige al lector: «Que no se me malinterprete. Désiré no era un donjuán». Y refiriéndose a otros dice: «Louise y Raoul necesitan intimidad; además, nosotros ya conocemos la historia». En el epílogo, resume qué se hizo de todos los personajes, utilizando un tono de confidente, de cómplice al lector: «Empecemos por el señor Jules». Para finalizar con Désiré: «Y nos queda Désiré. No voy a contarles cuentos, porque…». Un hallazgo tan feliz como el de esta trilogía que puede considerarse como lo mejor de los últimos años. Un libro extravagante, que conecta unos sorprendentes personajes, una intriga singular que atrapa y emociona sin perder lo que cada día es más difícil de encontrar: buena literatura sin género.