¿Por qué no puedo decir negro?
El lenguaje políticamente correcto ha degenerado en prohibiciones groseras por motivos toscos y arbitrarios, en venganzas e intolerancias, donde los juegos de poder y no la razón han pesado más
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¿Por qué la contracultura será siempre una necesidad constante? Pues porque cualquier contracultura lo que propone en todos los casos no es una abolición de la cultura, sino una crisis en su sentido etimológico más estricto: es decir, revisión de los valores que animan a algo. Dado que cada día todo sucede más deprisa y la aceleración tecnológica provoca cambios cotidianos que hay que revisar constantemente, no va a quedar más remedio que vivir inmersos en la contracultura de una manera permanente
Cuando examinamos cualquier cultura hegemónica del momento lo primero que hay que repensarse es su lenguaje. Por ese camino podemos llegar a la comprobación de curiosas paradojas, como es la del extravagante proceso de vaciado de contenido que ha sufrido el lenguaje políticamente correcto en los últimos años. Empezó proponiendo no usar palabras como «negro» o «sudaca» porque se suponía que contenían intención despectiva. En un principio, esa revisión del lenguaje apareció al filo del cambio de siglo como algo contracultural, que venía a impugnar los valores machistas y racistas residuales que todavía quedaban de tiempos pasados como restos en el lenguaje, en los relatos de la cultura hegemónica del momento y en muchos de los estereotipos culturales. Pero su error fue no conformarse con identificarlos sencillamente como residuos y dejarlos ahí correctamente señalados, sino querer retirarlos de la circulación. A partir de ese momento, el lenguaje políticamente correcto degeneró enseguida en prohibiciones groseras por motivos toscos y arbitrarios, en venganzas e intolerancias, en puritanismos y persecuciones, donde los juegos de poder y no la razón era lo que tenía peso para desviar el fiel de la balanza.
No es tan raro que sucediera, porque la idea de proponer un lenguaje políticamente correcto se apoyaba en meras teorías que no habían conseguido nunca ninguna prueba práctica o demostración científica. Se basaba en las propuestas de 1956 de Benjamin Lee Whorf sobre que el lenguaje surge antes que el pensamiento y es el determinante principal tanto del pensamiento como de lo que el humano entiende por realidad. Whorf viajaba en el fondo a rebufo de las ideas diseminadas por Herder durante el romanticismo, tan caras a los nacionalismos xenófobos, según las cuales el lenguaje determina nuestra visión del mundo. Sus seguidores parecían querer ignorar que tales teorías se consideraban obsoletas en la mayoría de los gabinetes científicos del mundo al no haber conseguido la neurología ni una prueba científica de tal cosa en ciento cincuenta años, tiempo más que suficiente para encontrar alguna pista si tal fenómeno se diera de una manera efectiva.
¿Por qué entonces nos empeñamos en creer que cambiando nuestra manera de hablar cambiaremos nuestras formas de pensar y de actuar? La experiencia comprobable de cada día nos demuestra que, más bien, por haber cambiado las palabras, nos engañamos convenciéndonos de que hemos dejado de tener las antiguas conductas, cuando en realidad seguimos con las viejas malas prácticas, encubriéndolas bajo otros sonidos diferentes. Frente a esa práctica constatable de la cotidianidad que nos rodea, las teorías de Whorf quedan en ridículo. Lo peor es que sirven de burladero para el fariseísmo y la hipocresía ambiente, a las que son tan proclives los sistemas de poder, el medio político y la demagogia populista. En descargo de Whorf (y de otros como su mentor Edward Sapir) cabe decir que su imaginación y sus buenas intenciones se vieron confundidas por el hecho innegable de que el lenguaje es siempre intelectual, pero también social en su función.
Su error fue caer en el exceso de entusiasmo del fanatismo teórico y llevar ese planteamiento de una manera insensata hasta consecuencias extremas. Es decir, llegaron a creer que un cambio de lenguaje puede transformar nuestro pensamiento y nuestra visión del mundo, sin darse cuenta de que todavía a estas alturas carecemos de unas definiciones adecuadas de lo que es «pensamiento» y lo que es «lenguaje». Oliver Sacks lo puso de relieve estudiando el mundo mental del lenguaje de signos de los sordomudos. Sapir y Whorf curiosamente razonaban como si solo el lenguaje modificara el pensamiento de una manera unidireccional, sin contemplar la evidencia de que esas influencias corren en los dos sentidos.
Para plantear un lenguaje contracultural –que combata el ataque a la libertad de expresión que supone el lenguaje políticamente correcto– es mucho más interesante un estudioso con un nombre que además suena muy divertido en castellano: Vigotsky. Lev Vigotsky vivió y estudió en la Rusia de la revolución. No se llevó muy bien con el marxismo, pero afortunadamente, como se dedicaba a trabajar con los más desfavorecidos (niños deficientes), le dejaron en paz. Vigotsky, del mismo modo que nunca olvidó que el lenguaje es siempre tan social como intelectual en su función, tampoco olvidó que toda comunicación, todo pensamiento, es también emotivo. Debido a la relación biológica inseparable de la inteligencia con el afecto (por mucho que queramos separar ambas cosas de una manera abstracta) toda comunicación refleja los intereses y necesidades personales, las inclinaciones e impulsos del sujeto.
El perder de vista esa realidad es lo que hace tan ortopédico y fracasado al lenguaje políticamente correcto. Es como si un ser humano pretendiera que ignoráramos el tono con el que sus palabras son dichas (de impaciencia, de alegría de enfado) y exigiera que tomáramos sus comunicaciones únicamente por la literalidad de las palabras que contienen. De esa manera se da el prodigioso fenómeno de esperar que todo cuanto digamos sea tomado en sentido literal y que sea juzgado por las palabras exactas, sin tener en cuenta el gesto, tono y el contexto. A la vez, mientras se exige eso, se hace una minuciosa e hipersensible interpretación de todo lo que digan los demás según el tono, el contexto y las intenciones que a nosotros nos dé la gana atribuirles. Es un doble rasero muy propio de nuestro tiempo, tan proclive a las dobles morales protectoras, tranquilizadoras, fariseas e hipócritas. Tenemos entonces la curiosa situación de un ser humano censor que dice constantemente cosas con el decidido propósito de ofender y que, sin embargo, se queja de que los demás se ofendan y que le ofendan a él.
Esa debilidad del lenguaje políticamente correcto lo aleja de una realidad humana eterna e innegable con la que siempre tropezará y que es el sentido del humor. El humor, la risa, la broma corre a través de toda la historia del arte, la cultura y la literatura de todos los tiempos. El humor parte de contrastar las incongruencias de la vida y, de esa contraposición, extraer sabrosas lecciones sobre los comportamientos de los humanos. Ha sido siempre una viga central para comprender con distancia y perspectiva las conductas contradictorias y complejas de la historia intelectual humana. Enfrentado a la broma, el lenguaje políticamente correcto actual se viene abajo, porque la broma es toda contexto y el lenguaje políticamente correcto no sabe desenvolverse con esa pieza. Es una buena noticia entonces saber que todo lo contracultural participará del humor, la risa y la broma. Principalmente, porque eso hará que el futuro será más lúdico y también porque es garantía de una perspectiva más amplia. Así que cuando alguien les exija que en lugar de la palabra «negro» usen la expresión «de color», simplemente pregunten: «¿De qué color?».
Con esa picardía, conseguirán poner de relieve muchas de las cosas absurdas que hoy decimos y que discurren subterráneas debido a la moda de lo correcto. Por ejemplo, la abundancia con que usamos hoy en día la ridícula expresión «tolerancia cero» cuando desde mucho antes hemos tenido en nuestro idioma la palabra «intolerancia» que es mucho más económica y exacta. En los tiempos modernos, nadie quiere pasar por intolerante y pensamos que lo seremos menos si evitamos esa palabra. Pero hay cosas contra las que está muy bien ser intolerante, como la corrupción, la mentira y el crimen. Algo parecido sucede con la vieja, honesta y venerable «impotencia» que alcanza a todos los varones cuando envejecemos: ahora resulta que hay que llamarla «disfunción eréctil» con un sintagma alargado e impreciso porque nuestra vergüenza y la publicidad nos dicen que así duele menos. El dolor es la clave de todo y donde más se nota es en las designaciones sensibles donde se mezclan los afectos por los seres queridos como en las capacidades especiales. La velocidad de sustitución de las designaciones en esos ámbitos es casi de temporada. Como designan una realidad desagradable, todo suena feo y el «retrasado» de nuestros abuelos pasó a ser el «subnormal» de ayer, para convertirse luego en el «minusválido» de la siguiente temporada, después en el «deficiente», más tarde en el «discapacitado» y finalmente en la persona de «capacidades especiales».
Tendríamos que reflexionar sobre si tanto cambio no denota una inseguridad básica y fijarnos en que el resultado siempre son acepciones más largas e inconcretas. Por ese camino, podría suceder que un día no nos atreviéramos a usar palabras tan relativas pero exactas como «gordo» o «ciego» -que definen con economía- y perdiéramos el sentido recto de las palabras.