Belchite, la batalla que no debió ser
Es uno de los enfrentamientos clave de la Guerra Civil Española. Un duro combate donde se combatió calle por calle y casa por casa
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Aquella noche del 3 al 4 de septiembre de 1937 se combatió “casa a casa, barricada a barricada, llegándose a las 21.00 horas a distancias de los núcleos facciosos que oscilan entre los diez y cuarenta metros. Se ha incendiado parte del pueblo y esta noche se intentará volar algún edificio […]. A las 21.30 horas ha aparecido otro núcleo de resistencia en la casa de la boticaria, de los que abandonan las barricadas que se les van tomando”. Para entonces Belchite era un infierno, un infierno que llevaba rugiendo desde el día 1 y que todavía iba a arder intensamente hasta la madrugada del 6 de septiembre.
La gran ofensiva contra Zaragoza, desencadenada por el Ejército del Este republicano –bajo el mando del general Pozas Perea– el 24 de agosto de 1937, tenía como objetivo fundamental obligar a los franquistas a distraer efectivos del frente del norte para defenderse en Aragón; y como objetivo secundario, aunque también muy goloso, la conquista de Zaragoza, capital regional, nudo de comunicaciones y base logística del ejército sublevado. Para este ataque relámpago, que empezaría con infiltraciones y debía acabar con la conquista de la capital maña en apenas veinticuatro horas, las instrucciones estaban claras: avanzar y rodear los nudos de resistencia, que ya serían reducidos después. En este contexto, Belchite era insignificante. No lo era, sin embargo, en la planificación defensiva del V Cuerpo de Ejército franquista del general Ponte, que con un ancho frente y pocos efectivos había decidido organizar un rosario de sólidos núcleos de resistencia, entre ellos Belchite, en cuyos alrededores se hallaban desplegados entre 1800 y 2200 defensores.
Los primeros días de la ofensiva apenas pasó nada. En el horizonte tronaba la artillería y la aviación gubernamental sobrevolaba la región, aunque lo más preocupante eran las largas columnas de tropas que avanzaban por el norte y el oeste del pueblo. Luego, jornada a jornada, el teniente coronel Enrique San Martín pudo ver cómo se cerraba el cerco en torno a su posición, hasta que el 27 de agosto comenzó la batalla que no debía ser. A lo largo de los días siguientes los sitiadores llegaron al vértice Boalar y al Mazañán, y luego descendieron al santuario del Pueyo mientras, en el otro extremo, asaltaban la posición defensiva del Saso y avanzaban por los olivares. Cayó el Calvario, la estación, la cota 491, las eras. Al anochecer del día 31 solo quedaban fuera del pueblo los defensores del Seminario. Para entonces la actitud de la República había cambiado. Fracasado el intento de tomar Zaragoza, hacía falta un triunfo que justificara la sangre perdida, y ese triunfo iba a ser Belchite. El día 30, el general Pozas subió al vértice Lobo a ver como caía el pueblo. Lo acompañaba el coronel Rojo, jefe de Estado Mayor del Ejército Popular de la República, y según algunas fuentes también estaba allí Dolores Ibárruri, la Pasionaria. Se marcharon de vacío, habían venido una semana demasiado pronto.
El hedor de la muerte
La batalla por el interior de Belchite comenzó el 1 de septiembre. Hasta 8000 soldados gubernamentales, encuadrados en siete brigadas, entre ellas la XV Internacional, combatieron entre las calles y ruinas del lugar. Los explosivos se convirtieron en el arma básica, seguida de cerca por bayonetas y cuchillos; en numerosas ocasiones se llegó al cuerpo a cuerpo y, cuando todo cesaba, en el suelo quedaban tendidos los cadáveres. Algunos fueron utilizados por los defensores para reforzar sus barricadas, otros arrojados al trujal del pueblo, o metidos en los sótanos de las casas, pero muchos quedaron tirados donde habían caído, pudriéndose bajo el sol inmisericorde, sometiendo a unos y otros al hedor dulzón de la muerte mezclada con el olor agrio de la pólvora. Finalmente, en la noche del 5 al 6 de septiembre, los defensores, que ya no podían más, atacaron por el arco de San Roque para romper el cerco y escapar. A lo lejos, en las líneas amigas, iluminado con varias hogueras, estaba el vértice Sillero, a la vez faro de la salvación y chivato que señalaba el objetivo de los huidos. Al final solo iban a conseguirlo unos cien.
Quedaba el mito. El 11 de marzo de 1938 los franquistas recuperaron Belchite y empezaron a extenderse los relatos sobre la destrucción del pueblo por los republicanos, sobre la heroica resistencia de los civiles junto a los militares, sobre como el lugar se había convertido en un paradigma de resistencia encarnizada. Sin embargo, entre el oropel y la propaganda, mientras se prometía la construcción de un pueblo nuevo junto al arrasado, renombrado como Belchite del Caudillo, se prohibió, en junio de 1939, llevar a cabo obras de reparación. Así, a la destrucción de la conquista vino a sumarse la de la reconquista, y luego el abandono de los tiempos de paz, hasta que en 1963 se marcharon los últimos habitantes que quedaban dejando el solar que podemos ver ahora. También ha caído, aunque más tarde, el mito de la defensa a ultranza. Los combates por las calles de Belchite fueron muy duros, pero la resistencia aguantó sobre todo gracias a la aviación, a la vez cordón umbilical por el que llegaron algunos suministros y arma ofensiva que castigó sin tregua a los sitiadores. Finalmente, los veteranos han podido contar su historia. Los defensores las vivencias que se oponían a la versión oficial; y los atacantes la que no habían podido contar antes. Belchite se metamorfosea pues en un hecho de armas singular, importante en lo que a la destrucción de un pueblo y el sufrimiento de los combatientes se refiere, pero de escasa relevancia en el devenir militar de la Guerra Civil española.
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