¿Por qué la izquierda se ha quedado obsoleta?
Pese a la eclosión de la Era Digital, da la sensación de que se mantiene una idea izquierdista de inspiración decimonónica basada en los criterios de la Revolución Industrial
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Los últimos incidentes en el seno de la izquierda española, con la expulsión de los críticos de Teresa Rodríguez y las fricciones a varias bandas entre PSOE, Podemos Izquierda Unida y los personalismos de Iglesias, Montero, Echenique y Rodríguez, hacen inevitable tener que plantearse si la izquierda española actual se ha quedado obsoleta con respecto a los tiempos que corren para los objetivos que pretendía. El objetivo de cualquier partido que actualmente en el mundo se postule de izquierdas es proponer, de entrada, un mejor reparto de la riqueza. Ahora bien, da la sensación de que, en España, mantenemos una idea izquierdista de inspiración decimonónica basada en los criterios de la Revolución Industrial y seguimos manteniendo ese enfoque en pleno ascenso y eclosión de la Revolución Digital.
Las obligadas soluciones de teletrabajo provocadas por la pandemia son una buena muestra de ello. Si la izquierda española está anclada en esa visión industrial decimonónica de las relaciones entre el poder y el trabajo que tuvo su punto álgido en los años treinta ¿de que nos sirven entonces sus criterios en un país donde hay poco tejido industrial? No somos China. No fabricamos terminales digitales ni microchips. Nosotros fabricamos turismo y servicios gracias a que tenemos una abundante materia prima para ello. Esa materia es un clima benévolo, noches agradables gran parte del año y abundante sol y playas. Manufacturamos esos ingredientes y a través de esa tarea ofrecemos un servicio muy demandado. A pesar de ello, la izquierda española se sigue dirigiendo a los valores de los obreros industriales, sin darse cuenta de que la fuerza obrera a la que tendría que dirigirse ahora son ya los camareros y todo el personal de servicios que, en momentos como éste, pasarán al paro.
Obreros globalizados
Los esfuerzos de una izquierda moderna de futuro sería inteligente dirigirlos hacia pactos y desarrollos de especialización puntera en ese sector productivo y los asociados a él, que comprobamos van a ser preponderante en nuestro país en los próximos tiempos. Es innegable que va a ser un sector importante en todo el mundo por la creciente movilidad. Los esfuerzos para que nuestros obreros (ya globalizados) de ese sector pudieran ofrecer algo que no son capaces de ofrecer otras partes del mundo podría garantizarles una preponderancia y valor añadido en el mercado de trabajo. En lugar de proponer pactos y cataplasmas para futuros industriales que nunca llegan, una izquierda que verdaderamente se precie de moderna no puede ignorar un I + D + I de los medios de fuerza obrera de nuestra producción principal, los servicios. Y ser capaz, además, de estudiar la casuística que puede afectarles (pandemias, movilidades) para elaborar las soluciones que garantice una continuidad laboral a esa fuerza obrera. Conseguir ser quienes sepamos lo mejor que hay que hacer en ese sector cuando sufre cambios.
Nada de eso hace la izquierda española actual, sino retóricos brindis al sol meramente teóricos, pero con una mentalidad práctica, a la hora de la verdad, que delata como siguen enfangados en la cerrada visión siderúrgica del obrero como una pieza más de la cadena de montaje. Un ejemplo fueron las declaraciones hace unos meses de Alberto Garzón, nombrado ministro de Consumo, definiendo al sector turístico como precario y de bajo valor añadido. Responsabilizaba a esa característica de la debilidad estructural de nuestro mercado de trabajo. Es como si se negara a contemplar en absoluto los otros factores diversos que provocan tal debilidad y, encima, se dedicara a firmar la rendición de nuestro sector servicios como si la precariedad no tuviera remedio eternamente, sin plantearse métodos de formación y flexibilidad que la corrijan. Viendo ese ejemplo, podemos llegar a preguntarnos si la actual izquierda española no tiene un problema intelectual y de mentalidad: es decir, que su origen decimonónico le hace partir de la premisa de ver al sector servicios como simples criados. Desde esa mentalidad, eminentemente burguesa, se vería a los sirvientes como moralmente inferiores y desdeñables, intratables como héroes sociales, papel que quedaría reservado para el trabajador de la cadena de montaje.
El problema es que cada día quedan menos cadenas de montaje en nuestro país. Pero además esa imposibilidad intelectual, esa premisa inconsciente que arrastra nuestra izquierda sobre cual es la dignidad de los trabajadores, pone de relieve una mentalidad eminentemente conservadora de nuevo rico. Solo una izquierda de señoritos puede despreciar moralmente al servicio. O sea que, en realidad, hablamos de una mentalidad conservadora disfrazada de progresismo por los cosméticos medios de intentar parecerse exteriormente a una Ana Belén sin poseer sus talentos internos, o disfrazándose con las románticas barbas propias y las melenas de un señor decimonónico. Olvidamos frecuentemente que Lenin es un personaje que se formó básicamente en el siglo XIX, un lugar temporal muy diferente al que ahora habitamos. Esa mentalidad conservadora (disfrazada con coleta o perilla por coquetería para parecer moderna) se delata cuando termina prefiriendo perseguir el interés propio que el colectivo. Un buen ejemplo es el de Echenique, quien asegura defender los intereses de los trabajadores desde el barrio de Salamanca mientras un tribunal le condena a pagar once mil euros por tratar inadecuadamente desde el punto laboral a su asistenta. Probablemente, el verdadero obrero español de hoy en día sea el camarero y la asistenta, y no sirve sentirse moralmente superior -de una manera hipócrita con declaraciones izquierdistas- si luego el comportamiento es despreciar su trabajo y no darle el valor adecuado
Cambio de paradigma
Mientras no acepte ese cambio de paradigma que se ha dado en el origen de la fuerza de trabajo, la izquierda española no será una izquierda real, sino tan solo cosmética. Algo para rellenar teatralmente los hemiciclos con señoritos conservadores disfrazados a los que se les nota en sus conductas aquel gusto burgués por habitar los chalés de la sierra como siempre ha sucedido y como, por otra parte, no tiene nada de malo. Les va la vida burguesa, su mentalidad no entiende otra cosa. Ha sido un accidente metafísico que, en su juventud, se hayan enamorado de la figura heroica del siderúrgico subido a las barricadas. Un bello accidente humanamente comprensible porque les permitía disfrutar de la vida burguesa y a la vez sentirse mejores moralmente. Pero sería interesante reconocer ya las verdaderas condiciones y no retrasar ese cambio de percepción, ni el desarrollo de la fuerza obrera española actual, que está pendiente en la izquierda de nuestro país.
De los esclavos de la antigua Roma (el mayor sector de servicios de la historia grecolatina) solo conocemos dos nombres: Epícteto y Espartaco. No podemos permitir que eso suceda social y, sobre todo, sociológicamente, con el sector servicios de la época de la globalización. Más que nada porque, en ese sector, las características geográficas de nuestro país nos permiten la posibilidad de construir con él una escuela de entrenamiento y un laboratorio puntero de esa especialización a nivel mundial. En España no se pudo tomar el Palacio de Invierno por la sencilla razón de que los palacios son aquí de verano, ya que casi todo el año ese clima casi estival es el que impera en muchas zonas. Para el equilibrio del sistema político español se necesita una izquierda que no esté pasada de moda, apoyada en realidades sociológicas; una izquierda que represente y lleve al debate público las verdaderas necesidades de la fuerza de trabajo en nuestro país. Si la obsolescencia de nuestra izquierda actual fuera asunto cierto (y hay motivos más que suficientes en los hechos que ha protagonizado recientemente para pensarlo) sería urgente refundarla o reformarla para que respondiera a las necesidades de representación de nuestra variopinta sociedad.
Esa refundación pendiente quedó maquillada durante unos años con la aparición de los nuevos partidos que prometían una «nueva política» más participativa que mejoraría la representatividad. Tales promesas de renovación remolcaron la idea paralela de que la izquierda clásica bien pudiera estar modernizándose. Lo cierto es que, a la vista de los hechos, habría que preguntarse si ese proyecto ya ha fracasado. Las expulsiones y añejas luchas de poder de los nuevos partidos, en lugar de ir en el sentido de una participación acogedora, muestran más bien una reproducción de los mecanismos de exclusión y endogamia de los partidos clásicos. Baste decir que la formación que quiere patrimonializar para su uso exclusivo el pensamiento izquierdista en nuestro país exhibe, sin rubor, una relación de pareja entre el vicepresidente y una de sus ministras que ha llevado a ambos a marcar un férreo y personalista control sobre su partido. Estamos a un paso de los congresos a la búlgara de la segunda mitad del siglo pasado, de la concepción de las formaciones de izquierda como pequeños negocios familiares que se dio en nuestro país en las dos últimas décadas del XX. Esa idea de franquicias ideológicas que se arrogaban la gestión de un imaginario de símbolos para cobrarle al votante una tarifa plana en forma de sueldo público a recibir como diputado, a poder ser de forma vitalicia. Un planteamiento de izquierda claramente obsoleto para el siglo veintiuno.