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Montaje fotográfico entre el rostro de Donald Trump y un busto de Calígula

Roma versus EE UU: ¿Fue Calígula el primer Trump?

El historiador Stephen Dando-Collins se pregunta en «El emperador loco de Roma» si es razonable esa comparación entre ambos mandatarios; Calígula dejó exhausto el tesoro, y Trump, dice, «preside una deuda nacional que se agiganta»

La figura de Trump ha sido catalogada por la izquierda de una manera distinta a como lo ha hecho el mundo académico. La primera vio en el republicano a un fascista, mientras que los especialistas vieron en el trumpismo un ejemplo de nacionalpopulismo. El socialismo del siglo XXI y el progresismo no aceptan que se ponga la etiqueta «populista» a la derecha y prefieren los términos «ultra», «extrema derecha» o «fascista». Tienen ese mismo reparo con el concepto de totalitarismo, en buena medida porque el comunismo lo es y no quieren su equiparación con el fascismo y el nacionalsocialismo. Trump es un nacionalista conservador que ha utilizado el populismo como estilo para hacer política. En este sentido, los estudios académicos han asimilado al mandatario con otros populistas de las dos últimas décadas, aunque sean de izquierdas, incluido Pablo Iglesias.

Al definir a Trump como fascista muy pronto se le comparó con Mussolini y Hitler, lo que permitió extender rápidamente el mensaje negativo al apelar a dos figuras denostadas. En mayo de 2020 se viralizó en las redes sociales una portada de la revista británica «Time» que comparaba a Donald Trump con Adolf Hitler. Era falsa. Nunca se publicó. Sin embargo, la caricatura que ilustraba el número era de un artista belga, Luc Descheemaeker. El dibujante realizó en 2016 un montaje entre las caras de los dos mandatarios y lo subió a las redes. Su intención era que la gente reflexionara sobre la posibilidad de que fuera realidad, que Trump fuera un fascista y llevase al mundo a la guerra. No fue una idea original. El presidente de México, Enrique Peña Nieto, también comparó a Trump con Hitler y Mussolini. Como el dictador venezolano Nicolás Maduro en septiembre de 2017, el director de cine Michael Moore o la cantante Linda Ronstadt, quien dijo que los mexicanos estaban siendo tratados como los judíos en la Alemania nazi. Y Ken Follet le calificó de «neofascista» en octubre de 2020.

La Prensa de izquierdas comenzó pronto a vincular a Trump con el fascismo desde 2014, cuando se presentó como candidato republicano. En seguida salieron las comparaciones con Hitler. Decían que ambos habían conectado con los dagnificados por la crisis y que sentían que su país había sido perjudicado por otros Estados, etnias o razas, como los judíos y los mexicanos. Ambos eran misóginos, claro. Hitler y Trump querían volver a hacer grande a sus naciones y tenían «amistades peligrosas», como Mussolini o el Ku Klux Klan. La equiparación seguía con las formas, la teatralidad y el tono de voz.

Por supuesto, también había un análisis psicológico: compartían la inestabilidad emocional, la irritabilidad y el deseo de venganza. A esto le siguió un sinfín de estudios sobre el regreso del fascismo a Occidente y el peligro para las democracias. El historiador alemán Thomas Weber, por ejemplo, vio similitudes entre el ascenso de Trump y el de Hitler porque ambos se presentaban como «antipolíticos» y conseguían la empatía de los que se sentían perdedores por la crisis económica mundial. Muchos políticos de izquierdas aprovecharon el tirón para acusar de trumpista a políticos liberales y de la derecha.

Lo cierto es que el antitrumpismo se convirtió en un negocio intelectual y periodístico rentable que ciertamente el propio Trump alimentaba con su populismo y su personalidad. Era muy tentador compararlo con cualquier personaje histórico. Tom Holland, el historiador británico, utilizó ese truco para promocionar su obra ambientada en la historia romana «Dinastía» (2017). Declaró que Trump estaba entre Nerón y Calígula. Llegó a decir que el emperador Augusto era el precedente de la fórmula populista trumpista al fusionar autocracia y populismo, y al «etiquetar a sus oponentes como propagadores de fake news». Con los sucesos violentos por la muerte de George Floyd y el movimiento Black Lives Matter, el demócrata Bernie Sanders vio a Trump como un incendiario de Roma, en alusión a Washington, para construir una nueva. «Nerón tocaba la lira mientras Roma ardía. Trump jugó al golf», dijo.

Calígula, asegura Holland, era un manipulador político astuto que descubrió que el insulto a las élites tradicionales generaba popularidad. Trump, concluía, que no era tan malo como Calígula, creció políticamente insultando al Partido Demócrata y a la Prensa. Nerón, en su opinión, un «emperador populista» que ideó diversiones para el pueblo y se exhibía públicamente como Trump hacía en los espectáculos televisivos y en Twitter. Eso sí: veía que el norteamericano nunca llegaría a tener la inteligencia política de los emperadores Calígula y Nerón. A Holland le siguieron otras personas públicas que equipararon al presidente de EE UU con los citados romanos, como Paul Krugman o Laura Kennedy.

El historiador Stephen Dando-Collins se pregunta en su obra «Calígula. El emperador loco de Roma» (La Esfera de los Libros), tras contar las intrigas, asesinatos y vicisitudes del romano, si es razonable esa comparación con Trump. Ambos gobernaron la mayor potencia militar y económica de su tiempo, lo que no es exclusivo. Calígula dejó exhausto el tesoro, y Trump «preside una deuda nacional que se agiganta», pero esta característica es desgraciadamente común a muchos mandatarios. Ninguno sirvió en el ejército, no tenían amigos de niños y tuvieron varias esposas. Una vez en el poder, escribe Dando-Collins, se deshicieron de los que no obedecían sus órdenes, y acumularon los cargos de presidente del Gobierno y Jefe del Estado. Compartían «rasgos sociopáticos» al ser personajes sin empatía, mezquinos y beligerantes. Calígula y Trump tenían una obsesión por la venganza. Ahora bien, mientras que el autor asegura que Calígula estaba loco, no se atreve a decir si Trump «está loco o solo es un inepto», «un niño caprichoso superado por las circunstancias» o «sufre de senilidad».

Las diferencias entre Calígula y Trump, sigue diciendo Dando-Collins en su obra, son obvias. Para empezar, la edad. El primero llegó al poder con veinticuatro años, y el segundo con más de setenta. El romano disfrutaba de un poder absoluto, mientras que el norteamericano estaba controlado por las instituciones y la ley democráticas. Calígula era un hombre instruido, con buena retórica, mientras Trump solo es ingenioso y faltón, extravagante, sin vocabulario y hecho para la comunicación del siglo XXI. Además, el autor ve a Calígula como un «progresista» que mandó construir infraestructuras públicas y a Trump como un «regresivo» por retirarse del Acuerdo sobre el Clima de París, anular el «Obamacare» y retirar soldados de Siria y Afganistán.

Dando-Collins, especialista en biografía histórica, dice que la Historia no tratará bien a Trump. Calígula dejó su impronta de crueldad, tiranía y locura, una forma de gobernar que le costó su propia vida, según Filón de Alejandría y Séneca el Joven. Quizá Donald Trump, comenta el autor, sea visto como quien destruyó la democracia norteamericana o quien la salvó. Parece que a la vista de los últimos acontecimientos no habrá lugar para muchas dudas. La negativa de Trump a reconocer el resultado electoral con formas histriónicas y exageradas, hablando de robo, y sus llamamientos a la protesta desde noviembre de 2020 acabaron en el asalto al Capitolio el 6 de enero. Esto confirmó, no su equiparación con Hitler o Calígula, sino la incomodidad de Trump con la democracia, que es lo propio de los populistas.

POPULISMO CONTRA EL «ESTABLISHMENT» (O LA «CASTA»)
Donald Trump ha sido un líder populista imitado en todo el mundo. Ha repetido el manual del populismo con su desprecio al «establishment» –la «casta» se decía en España– y a los medios de comunicación más importantes. Hacía gala de un evidente mesianismo para conducir al «verdadero pueblo norteamericano» a la reconstrucción del país, al tiempo que mostraba su desprecio por los inmigrantes y las potencias extranjeras. El éxito de Trump ha radicado en la capacidad para comunicar en la era de la televisión y de las redes sociales. Era un «showman» que se presentaba como un «outsider», alguien fuera del sistema. Se jactaba de despreciar a los intelectuales y al mundo de la cultura. Apelaba a la tradición y animaba al conflicto. El populismo, ya sea de izquierdas o de derechas, es enemigo de la democracia liberal y pluralista. Donald Trump no tiene más equiparación histórica que con esos dirigentes populistas que han surgido en el siglo XXI a un lado y otro del Atlántico. A partir de ahora se escribirán libros sobre los cuatro años de su administración, la tensión civil que vivió Estados Unidos por culpa de unos y otros, y el violento final de su mandato.