A PROPÓSITO DE MIA FARROW: EL REPORTAJE ESTÁ POR HACERSE
Por Julio Valdeón
Un documental pasea como una suerte de Sputnik al servicio de la bondad universal y los niños perdidos en el bosque. Lo han dirigido Kirby Dick y Amy Ziering. Ya desde antes de estrenar insinuaron el veredicto. Parafraseando a Leonard Cohen, Woody Allen debe morir por tener la mentira en su voz. Nada nuevo en el caso Allen, que nos ocupa desde hace 30 años sin aportar novedades más allá del zafarrancho mediático. Si acaso que la emergencia del movimiento MeToo provocó que regresara a primera línea.
Al lío. En agosto de 1992 Mia Farrow acusó a Allen de haber abusado sexualmente de la hija adoptiva de ambos, Dylan, de 7 años. El crimen habría tenido lugar durante una visita de 20 minutos que Allen hizo a la casa familiar. Allí estaban los otros niños de la pareja y tres adultos, niñeras y etc. Nunca antes o después Allen fue acusado de abusos. En enero de 1992, seis meses antes de la denuncia, la actriz había descubierto la relación del cineasta con Soon-Yi Previn, que tenía 22 años y era hija adoptiva de Farrow y su anterior marido, el músico André Previn.
A los pocos días grabó a la niña, que confesó los teóricos abusos, y presentó denuncia. Hubo una investigación a cargo de los médicos y psicólogos del Child Sexual Abuse Clinic of Yale-New Haven Hospital, atestados de los detectives de Nueva York y Connecticut y de los servicios sociales de Nueva York. Trabajaron seis meses en el caso. Interrogaron a todos los implicados. Concluyeron que o bien la niña se lo había inventado todo o bien la madre lo había escrito y dirigido. El juez cerró el asunto y, por tanto, ni siquiera hubo juicio.
Apuntados a la comodidad de cotejar los sesgos de su audiencia Dick y Ziering prometen el juicio definitivo. El juicio que nunca hubo. Cuando un periodista del «New York Times» les pregunta por la situación del cancelado, Ziering responde que «Se trata de que todos comprendamos estos crímenes, comprendamos la forma en que todos somos cómplices de estos crímenes y me refiero a todos nosotros, tanto de forma consciente como inconsciente».
Una y otra vez los periodistas han escrito que la especialidad de la pareja consiste en indagar, diseccionar, reconstruir y suturar historias terribles. De abusos y verdugos, y de las densas conjuras tejidas para ocultarlos. Cualquier lector concluye automáticamente que estamos ante otro caso, si acaso más repugnante por las dimensiones icónicas del protagonista. Solo restaba rodarlo empezando por el final, toda vez que el autor de Zelig y Misterioso asesinato en Manhattan es culpable. Y si no, pues mira, sirve de aviso para navegantes. En la historia de toda revolución conviene pagar unas cuantas libras de carne inocente. Aparte, que nadie olvide, todos somos culpables. O así.
En realidad uno sospecha que el verdadero reportaje está por hacerse. Qué tal indagar en la tragedia de un cineasta limpio de culpa a ojos de la policía, los forenses y los jueces, pero finalmente cancelado en las portadas y los platós. Qué tal preguntarse por qué Farrow todavía no ha sido investigada como presunta inductora de posibles denuncias falsas. Nadie pregunta a Moses Farrow, otro de los hijos adoptivos, que la acusa de maltratadora, de orquestar una campaña de odio y de fabular un crimen. Bah. A quién le interesa la verdad cuando podemos disfrutar de un alegato de parte y, tras el estreno, de los piropos de unos periódicos que, en Estados Unidos y en lo tocante al escándalo Farrow, tienen bastante más miedo que vergüenza.