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La farsa de Mia Farrow contra Allen

El documental «Allen vs. Farrow» que encabeza la actriz disfraza de ecuanimidad un punto de vista subjetivo
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«A propósito de nada» es el testimonio en primera persona de Woody Allen, la narración de unos hechos desde el particular prisma de uno de los involucrados. Y uno sabe desde el principio, precisamente por encontrarse ante unas memorias, que lo que está leyendo es eso y no otra cosa: un relato autobiográfico. Los directores de «Allen vs. Farrow», sin embargo, ya han dejado claro que utilizan ese formato para colocar una tesis, aprovechando el acuerdo tácito suscrito con el espectador. No lo dicen así, pero se sobreentiende de sus declaraciones. Un clásico de la moderna sociedad del espectáculo, cuando gotean líquidas las aduanas. Cuando nada separa ya la información y la opinión, el ensayo y la crónica, el registro histórico y sus turbulentos efluvios emocionales.
La clave, entonces, tiene que ver con el uso de las especulaciones, con disfrazar de teórica objetividad una corazonada. Los espectadores, animales de costumbres, mamiferos acosumbrados a unos códigos no escritos, pero importantes, entendemos que el autor de un texto autobiográfico habla desde la pura subjetividad, acodado al imperfecto balcón de la memoria, injusta por naturaleza, mientras que  hacedores de documentales, reportajes,  etc., se les presupone, sino el valor como al soldado, al menos sí la convicción de que la verdad existe y puede contarse con independencia de sus opiniones.

A PROPÓSITO DE MIA FARROW: EL REPORTAJE ESTÁ POR HACERSE

Por Julio Valdeón
Un documental pasea como una suerte de Sputnik al servicio de la bondad universal y los niños perdidos en el bosque. Lo han dirigido Kirby Dick y Amy Ziering. Ya desde antes de estrenar insinuaron el veredicto. Parafraseando a Leonard Cohen, Woody Allen debe morir por tener la mentira en su voz. Nada nuevo en el caso Allen, que nos ocupa desde hace 30 años sin aportar novedades más allá del zafarrancho mediático. Si acaso que la emergencia del movimiento MeToo provocó que regresara a primera línea.
Al lío. En agosto de 1992 Mia Farrow acusó a Allen de haber abusado sexualmente de la hija adoptiva de ambos, Dylan, de 7 años. El crimen habría tenido lugar durante una visita de 20 minutos que Allen hizo a la casa familiar. Allí estaban los otros niños de la pareja y tres adultos, niñeras y etc. Nunca antes o después Allen fue acusado de abusos. En enero de 1992, seis meses antes de la denuncia, la actriz había descubierto la relación del cineasta con Soon-Yi Previn, que tenía 22 años y era hija adoptiva de Farrow y su anterior marido, el músico André Previn.
A los pocos días grabó a la niña, que confesó los teóricos abusos, y presentó denuncia. Hubo una investigación a cargo de los médicos y psicólogos del Child Sexual Abuse Clinic of Yale-New Haven Hospital, atestados de los detectives de Nueva York y Connecticut y de los servicios sociales de Nueva York. Trabajaron seis meses en el caso. Interrogaron a todos los implicados. Concluyeron que o bien la niña se lo había inventado todo o bien la madre lo había escrito y dirigido. El juez cerró el asunto y, por tanto, ni siquiera hubo juicio.
Apuntados a la comodidad de cotejar los sesgos de su audiencia Dick y Ziering prometen el juicio definitivo. El juicio que nunca hubo. Cuando un periodista del «New York Times» les pregunta por la situación del cancelado, Ziering responde que «Se trata de que todos comprendamos estos crímenes, comprendamos la forma en que todos somos cómplices de estos crímenes y me refiero a todos nosotros, tanto de forma consciente como inconsciente».
Una y otra vez los periodistas han escrito que la especialidad de la pareja consiste en indagar, diseccionar, reconstruir y suturar historias terribles. De abusos y verdugos, y de las densas conjuras tejidas para ocultarlos. Cualquier lector concluye automáticamente que estamos ante otro caso, si acaso más repugnante por las dimensiones icónicas del protagonista. Solo restaba rodarlo empezando por el final, toda vez que el autor de Zelig y Misterioso asesinato en Manhattan es culpable. Y si no, pues mira, sirve de aviso para navegantes. En la historia de toda revolución conviene pagar unas cuantas libras de carne inocente. Aparte, que nadie olvide, todos somos culpables. O así.
En realidad uno sospecha que el verdadero reportaje está por hacerse. Qué tal indagar en la tragedia de un cineasta limpio de culpa a ojos de la policía, los forenses y los jueces, pero finalmente cancelado en las portadas y los platós. Qué tal preguntarse por qué Farrow todavía no ha sido investigada como presunta inductora de posibles denuncias falsas. Nadie pregunta a Moses Farrow, otro de los hijos adoptivos, que la acusa de maltratadora, de orquestar una campaña de odio y de fabular un crimen. Bah. A quién le interesa la verdad cuando podemos disfrutar de un alegato de parte y, tras el estreno, de los piropos de unos periódicos que, en Estados Unidos y en lo tocante al escándalo Farrow, tienen bastante más miedo que vergüenza.

A PROPÓSITO DE WOODY ALLEN: UN INOCENTE ANTE LA SINRAZÓN

Por Rebeca Argudo
En sus memorias, Allen dedica más de cien páginas a Farrow. Desde la demencial carta de una, por aquel entonces, absoluta desconocida para él que se despedía con un perturbador e improcedente «sencillamente, te amo» hasta la inconcebible pesadilla a modo de gran broma final. Esta cantidad de papel simboliza de manera grafiquísima el peso que puede llegar a tener en la vida de alguien la acusación no demostrada de un grave delito: una cuarta parte del total de las páginas que se dedican a una vida. Pavoroso.
Precisamente es esa la parte de la narración en la que se transforma la deliciosa historia en primera persona de un genio neurótico, y de un Nueva York tan protagonista como él, en una auténtica película de terror. En la espeluznante crónica del delirio resentido y vengador de una Farrow despechada. Ese capítulo de su vida es el que roba al lector la crónica fantástica de una vida apasionante, de anécdotas impagables y su tan característico humor para sumergirnos en el relato espantoso de una injusticia. Desde la calma y con más dolor que ira, desgrana las secuencias del horror. Y es inquietante el retrato que de Farrow se compone una desde el principio y que casi anticipa el desastre: una desequilibrada con antecedentes familiares perturbadores y una tendencia incomprensible a coleccionar niños, y no tratarlos demasiado bien, como quien colecciona imanes de cocina. Manipuladora y perversa.
Que ante las acusaciones no se llegase a celebrar juicio siquiera porque las conclusiones de diferentes investigaciones, llevadas a cabo por médicos, psicólogos, detectives y agentes de servicios sociales, fueran que aquello no había ocurrido, no ha evitado que el estigma de los abusos sexuales persista. Aún hoy, sin una sola prueba de que fue así y todas en contra de los testimonios de Mia y Dylan Farrow, para muchos Allen sigue siendo un abusador, un pervertido casado con su propia hija. Es este un «yo te creo, hermana», de aquellos «metoos» estos lodos, brutalista al que no ha dudado en sumarse incluso el Woke Chic que antes posaba encantado de la vida en la alfombra roja junto al director. Natalie Portman, Elliot Page, Colin Firth y Mira Sorvino, entre otros, emitieron juicio sumarísimo y proclamaban su arrepentimiento por haber trabajado para él y su intención de no volver a hacerlo. Daba igual que el propio hermano de Dylan, Moses, defendiese a Allen frente a las acusaciones. Incluso las propias memorias vieron cancelada su publicación con la editorial Hachette como estaba previsto. Un despropósito más que añadir a la larga lista.
No son ese centenar de páginas, sin embargo, una justificación. Es la explicación legítima de quien ha perdido la voz. Del que ha sido declarado culpable por una masa enfurecida que, sin atender a razones, prefiere arrojarse a los brazos de la emocionalidad exacerbada, del «yo creo» elevado a categoría de «yo sé», antes que prestar atención a hechos probados y evidencias. Es el inocente defendiéndose ante la sinrazón.

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