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Javier Gomá: «La democracia como idea no vale nada sin ciudadanos ilustrados»

Reúne sus tres obras de teatro, un monólogo, una comedia y un drama, en el libro «Un hombre de cincuenta años»
©Gonzalo Pérez MataLa Razón.

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La filosofía también es conversación y Javier Gomá ha recurrido al teatro para poder reflexionar a través del diálogo. En «Un hombre de cincuenta años» (Galaxia Gutenberg) ha reunido un monólogo («Inconsolable»), una comedia moral («Quiero casarme contigo o el peligro de las buenas compañías») y una tragedia («Las lágrimas de Jerjes»). Un tríptico dramático que prologa con un ensayo de naturaleza breve, pero enjundiosa, «Sucio secreto», que aporta claves y orienta la brújula de nuestra lectura. «A los 50 años un hombre experimenta la muerte de una manera muy diferente. Antes solo eras testigo de ella y sacabas conclusiones, pero ahora se impone otra forma de pensar la mortalidad y de experimentar la pérdida».
Para Javier Gomá, que siempre ha reivindicado el lado literario de la filosofía, al alcanzar esta edad, o sus más claras inmediaciones, suele suceder un acontecimiento principal para cualquier persona: la muerte del padre o de la madre. «Son personajes principales de tu mitología personal. Con su desaparición, los hombres también descubrimos la indignidad ser un cadáver. Un cadáver es el mayor atropello de la dignidad».
Para el pensador, los padres «son esenciales desde el origen de tiempos, porque ellos pueblan tu subconsciente cuando todavía no puedes ni decir la palabra “yo”. Ellos son las gafas con las que uno mira el mundo. Con sus manos moldean tu subconsciente. Cuando alguien, que no solo te ha dado la vida física, sino que ha sido tu demiurgo, perece, se produce un cataclismo en tu mitología. Vislumbras en ese momento que también a otras personas amadas les sucederá lo mismo y que ontológicamente se confirma que tú también serás un cadáver».
–Este es un tiempo de pérdida. ¿Consuela la filosofía?, como dice Boecio.
–Hay dos clases de filosofía. Una equivocada que pretende ser ciencia y que está desde Parménides y Platón. Cae presa de la fascinación de la ciencia e imita su exactitud, precisión y apariencia de aplicación objetiva. Siempre que la filosofía ha tropezado en esto, se ha olvidado de la consolación, del cuidado de la naturaleza humana, se vuelve críptica y se expresar con un lenguaje esotérico. Se reduce a una minoría. Pero hay una filosofía que asume su naturaleza, que es literaria, que no tiene más verdad que la poesía, el teatro y la novela. Ésta se dirige al público y no tiene otra finalidad que mejorar la interpretación que hace la gente del mundo. Todas las personas son filósofos y la filosofía ayuda a que su visión sea más refinada y consciente. Ayuda a vivir con dignidad. Una filosofía le mejora a uno y contribuye a una vida noble, aunque no es el remedio para la tragedia humana.
–¿Ve al hombre despistado en este aspecto?
–Sí, pero por varios motivos. Por un lado, la filosofía ha desertado de su misión. Se entiende filosofía por historia de la filosofía y ha prevalecido un concepto supuestamente científico. Por consiguiente, la mayoría de la sociedad siente que está huérfana sin esa arma que es el pensamiento. No pretende dar al lector una visión del mundo y que tenga una vida mejor. La filosofía ha desertado de su misión literaria.
–¿Y no hay más?
–La sociedad vive en un periodo de transición. La modernidad tiene dos momentos. El primero, de subjetividad, se produjo con el ideario romántico de exaltación del «yo». Pero ahora se está gestando un segundo momento. Vivimos una época en que somos epígonos de ese ideario romántico, que, precisamente, ha asumido muy bien la actual industria del entretenimiento. Pero este es un momento diferente. Hoy, las personas viven con los demás. Lo importante no es ser libre, sino ser libres todos juntos, con elegancia. No solo la libertad-libertad, sino la libertad como precondición de la ética. Lo relevante será la elección de tu propia autolimitación, la elección de los límites, que afectará a la ética, el derecho, la estética y la poética. Vivimos entre el final de una cultura romántica y otra cultura que defino de más elegante. Por eso existe un gran desconcierto. Hay una desasistencia filosófica. No me extraña que los hombres y las mujeres se sientan extraviados.
–¿Estamos obsesionados con la gloria y el triunfo?
–En realidad, en cada época, tantos los griegos como los romanos o los hombres renacentistas, todos, son siempre variaciones de lo humano. A veces me represento la imagen de una montaña. La humanidad es rodear esa montaña, que es la condición humana, aunque la perspectiva cambia dependiendo del lado que la mires. Y tampoco es igual mirarla al amanecer que al atardecer. No veo una gran variación en la condición humana entre los individuos que vivieron en la Edad Media o nosotros. Cada época es una nueva aproximación a lo de siempre. A veces, acercarse a la condición humana suscita lágrimas. En esta trilogía hablo del desconsuelo, el cansancio y la melancolía, que es la tercera de las obras. La empresa fundamental de un hombre de cincuenta años es, más que cualquier otra cosa, tener la ingenuidad suficiente para mantener el entusiasmo. Hay que seguir persiguiendo lo mejor. Estos sentimientos que he descrito en estas piezas teatrales no son la última palabra, pero a esta edad es necesario agitar las fuentes del entusiasmo. Si las ignoras también estás traicionando a la condición humana.
–¿Son tiempos impulsivos?
–Jamás he empleado la palabra vulgaridad con una connotación despectiva. La vulgaridad es la hija de dos padres hermosos: la libertad y la igualdad. La vulgaridad es la espontaneidad sin refinar. Ahora vivimos una época de vulgaridad consumada. Lo que ocurre es que la vulgaridad es un punto de partida y no de llegada. La vulgaridad es esa espontaneidad no refinada; es una sentimentalidad, un carácter pasional no filtrado por el cerebro y la ética. La elegancia es cuando ya está civilizada. Una espontaneidad no educada es lo que nos caracteriza ahora. Hay que transformar esa vulgaridad en ejemplaridad. Eso no es volver a la aristocracia, sino que evolucione hacia una ejemplaridad libre e igualitaria. Es lo que defiendo.
–Habla de la democracia en «las lágrimas de Jerjes». ¿Qué problemas ve hoy en ella?
–En esta obra, aludo a que lo que salvó a Grecia no fue solo el coraje, sino la melancolía de Jerjes. Sería una ironía. La democracia por sí misma no vence nada si no tiene un plus y es la confianza total en la ciudadanía ilustrada. La democracia como concepto no vale nada sin ciudadanos ilustrados. No es un sistema de los mejores, los más ricos, los más listos, virtuosos o inteligentes. La democracia es la justicia al sistema individual, a todos los hombres y las mujeres. Genera la idea de un hombre, un voto. Para este ideal es necesario que todos sean mayores de edad y que, en principio, sepan cuidar de sus intereses sin que venga una persona a dictarlos, un dictador.
–¿No es así?
–En esta democracia no todos se comportan como si fueran mayores de edad. Ese es el mejor ideal que existe para transformar la realidad. Lo único que importa es que las personas sean civilizadas e ilustradas en una sociedad. La política es una realidad de segundo grado al lado de esto, porque en una democracia el uso del poder está condicionado por la elección de los ciudadanos, que deben ser ilustrados cuando votan o cuando compran. El mayor antipoder es un ciudadano ilustrado, por encima de los juzgados o las instituciones.
–¿Y si no están?
–El riesgo es que no se comprenda la sutileza de la democracia y la sociedad se deje llevar por un exceso de individualismo o colectivismo. Lo primero lleva al atomismo, a la ausencia de pertenencia a una comunidad. Hay quien asegura que lo que define a un país son los impuestos: hay quien los acepta por su sentimiento de pertenencia a una comunidad y quienes no, porque no tienen ese sentimiento y los impuestos le parecen una expropiación. El colectivismo conduce al sistema autoritario oriental, como es el chino, que desprecia la dignidad. Una ciudadanía no ilustrada se deja llevar por una espontaneidad no reglada ni educada. Esto te lleva a un individualismo o a un colectivismo que es extremo.

Los griegos y el mayor tirano de la historia

Javier Gomá aborda en este tríptico teatral un tema esencial: la compasión hacia el adversario. En la tercera obra habla de la democracia griega y, también, de un imperio que se opone a ella. Son los persas de Jerjes, que amenazan con destruir su civilización. Aquel choque, con características míticas, quedó resuelto en las Guerras Médicas, pero poco después, Esquilo hizo algo imprevisto y dedicó a los vencidos un drama. «En el mundo griego, cuando quieres hablar de algo de una manera seria, tienes que recurrir al mito. Pero si es algo radicado en la experiencia particular, acudes a la comedia. La excepción es la obra de Esquilo», comenta Javier Gomá. El autor de «Filosofía mundana» siente admiración por aquel gesto. «La mayoría de las personas que sobrevivieron a esa guerra fueron al teatro y concedieron la palma y declararon triunfador a Esquilo con una obra con la que, en principio, no podías empatizar y que tenía a Jerjes como protagonista. Supongo que los atenienses se sintieron reconfortados por la alabanza que se les dedica en la obra, pero la realidad es que le dieron el triunfo a una pieza teatral que representaba a alguien que era el mayor tirano de la historia, aunque no podías evitar simpatizar con sus dolores».