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“Mare of Easttown”: el evangelio policial de Kate Winslet

Después de su rotundo éxito, analizamos la semiótica de la serie de HBO protagonizada por una espléndida Kate Winslet y que ya suena fuerte para los próximos Premios Emmy
HBO
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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La inmediatez del consumo provoca que ni siquiera las plataformas de «streaming» tengan control sobre todo lo que proyectan. Perdida la batalla frente a los odiosos «contenidos», las películas y series decentes que, bendita tecnología mediante, pueden llegar hasta los lugares más recónditos de nuestra geografía, cada vez son menos. Por eso, el éxito de «Mare of Easttown» en cuanto a crítica, público e interés social solo se puede abrazar como una «rara avis» que cada vez echaremos más en falta.
La serie, cuyo reparto encabeza una Kate Winslet gigante —y “arrugada” o “gorda” como defiende algún que otro descerebrado desde lo despectivo—, se ha convertido en la cresta de la ola de esa nueva época dorada de la televisión que, por inercia misma de la explotación supina coyuntural, cada vez tiene más cerca su final en el río Pactolo que son las suscripciones mensuales. HBO, más por vieja que por diabla, la fue estrenando semana a semana justo antes de que acabara la primavera para que, resuelto el misterio del asesinato con el que se enciende la trama, el boca-oreja hiciera el resto. Más allá del onanismo crítico que, como sabrán si leen esta sección con asiduidad, cree haber encontrado la serie del año cada quincena, “Mare of Easttown” consiguió ir acumulando espectadores con cada episodio, algo que no se traducía en tantos números quizá, desde los tiempos de “Perdidos” o, si nos ponemos finos de morro, “Twin Peaks”.
“Twin Peaks” Redux
Aquella maravilla de David Lynch, que tuvo un todavía superior “revival” hace unos años con lo que solo puede entenderse como una de las mejores ficciones de este siglo, guarda mucha relación con la serie creada por Brad Ingelsby (“The Way Back”, “Una noche para sobrevivir”). Se cruzan la joven muerta en extrañas circunstancias, un pueblo lleno de oscuros secretos e incluso ese dibujo costumbrista de la paupérrima cocina americana: aquí la cerveza los filetes con queso, allí las tartas y el café del agente Cooper. Winslet, heroína local y policía divorciada, tendrá que lidiar con la investigación y con las secuelas del suicidio de su propio hijo, cuyo fantasma de culpa arrastra durante siete capítulos que van desde el “western” hasta el “thriller” pasando por la “buddy movie” que protagoniza junto a su novato compañero, interpretado a las mil maravillas por Evan Peters (“American Horror Story”).
Donde Lynch se volvía “lynchiano” y el cadáver importaba poco, Ingelsby apuesta por el relato en femenino, con toda la carga ideológica que ello conlleva. Y de la que su creador es perfectamente consciente. Sí, el personaje de Winslet crea comunidad y se salta determinados protocolos en favor de ayudar a los más desfavorecidos, pero esa misma empatía es la que condona (o al menos intenta epatar) en la serie todos sus errores como agente y nos lleva a enfrentarnos a un falso dilema. Se nos da a elegir entre lo que es correcto, con sus correctos procedimientos, y lo que es legítimo, con sus reprensibles pensamientos. No se trata tanto de que quien se siente frente a “Mare of Easttown” decida si el fin justifica los medios, si no que, partiendo de que sí lo hace, juzgue lo emotivo como racional y viceversa.
La trampa de la serie, escondida bajo varias capas de sentimentalismo de cara factura y fraternidad local mal entendida —que si creció, como quien escribe, rodeado de menos de 7.000 conciudadanos olerá de inmediato—, pasa por crear una anti-heroína con todos los maniqueísmos que estamos hartos de percibir en la carga masculina y que, como mandan los cánones del mercado y hasta del buen gusto, cada vez cuesta más ver en la pequeña pantalla. La manipulación, en la concepción más positiva posible, se completa con un último capítulo que sirve de epílogo y constatación de la tragedia misma que es la América cerrada de la Pennsylvania chica y blanca que retrata la ficción: Winslet se da permiso para superar la muerte de su hijo mientras la resolución olvida el cadáver de una mujer joven (otra vez, por qué será) para centrarse en los errores, y en la reflexión sobre la maternidad de una de las peores policías de la historia de la televisión y su buena amiga, interpretada por Julianne Nicholson, que solo está a verlas venir. Donde un “showrunner” mínimamente crítico habría insertado cierta crítica a la política de armas de un país con la aquiescencia por ley, o la dinámica del “school-shooter” se hubiera vuelto interesante, Ingelsby apuesta por un cierre telenovelesco cuya única intención es que el espectador espete un violento “Si es que la Winslet es una reina” frente a la soledad de su pantalla preferida de visualización de contenidos.
Sin dudar ni un ápice de la categoría real de la actriz de “Titanic”, que parte como favorita en los ya no tan lejanos Premios Emmy, lo cierto es que “Mare of Easttown” es un producto completo y tonificado para los tiempos que corren, que exigen inmediatez y adicción, pero su memoria se antoja corta precisamente por lo coyuntural de su resolución. Quizá la falla de su suelo argumental venga por una cadena viciosa que demande una continuación, y ello todavía está en el aire, pero los cabos sueltos de entrar en qué es ser mujer, qué es ser líder y, sobre todo, qué es ser policía en un mundo que cada vez cuestiona con mejores argumentos el legítimo uso de la fuerza y sus privilegiados, parece una reducción al mínimo de las esencias, perdiendo por el camino toda la grasa crítica y el gusto intelectual del suculento filete que es su episodio piloto.
De vergüenza ajena es su tratamiento de las drogas, según el cual la enfermedad de la adicción es un accidente fortuito y poco se puede hacer, desde el hogar o los estamentos públicos, para ponerle algún tipo de remedio o regulación, pero ahí está quizá la base de su éxito y de su endiablado disfrute. Al tratarse de una serie sobre las cicatrices, físicas, mentales e incluso sociales que dejan los traumas en nosotros (”nosotras”, quizá sería más adecuado), y al analizar la condición humana desde el trauma, “Mare of Easttown” simplifica el dolor y le da una dimensión continuista, como si la única forma de avance fuera la superación o el olvido y no la convivencia con el daño. Sin pedirle tampoco que sea refrendo de años de errores sistemáticos en la ficción mundial, la serie misma se otorga la capacidad de hablar del duelo, pero lo hace desde un lugar tan privilegiado que ni es consciente de que iguala, al menos en la pantalla, la muerte por suicidio de un joven blanco y pudiente con la sobredosis de un hombre negro de los suburbios. “Mare of Easttown”, quizá para no molestar y para seguir abrazando a todas las audiencias, analiza las diferencias sociales de raza solo cuando le conviene. No molesta. Y quizá de ahí viene su arrollador éxito.
Pese a sus más que evidentes carencias y a un nulo cuidado por lo estético, aquí ya quizá de manera intencionada por su endiablado ritmo televisivo y por acercarnos a las narrativas visuales del “true crime”, también es de rigor reconocer lo disfrutable que es el drama de HBO, sobre todo cuando se acerca al clímax que es su cuarto episodio. Después de un período pandémico lleno de refritos y argumentos minimalistas, la brocha gorda de la serie es una especie de bálsamo de reencuentro con la ficción que nos hace querer debatir, discutir y teorizar como cuando la televisión lineal era nuestro único punto de encuentro como sociedad más allá de las urnas. Si la calidad de una ficción se puede medir por su capacidad para abrir conversaciones, “Mare of Easttown” es de quitarse el sombrero, pero quizá hubiera que ser algo más exigentes con lo que bañamos mediáticamente de oro.