“Dune”: Denis Villeneuve conquista el Planeta Venecia con un cuento de conflictos coloniales
La Biennale ha acogido hoy el estreno de dos de los títulos más esperados del año, la “Dune” de Dennis Villeneuve y “Spencer”, de Pablo Larraín sobre la vida de Lady Di
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Su estreno fue bloqueado por la pandemia, pero, en olor de multitudes (con teléfono móvil encerrado en una bolsa de plástico, no fuera que la prensa la pirateara), por fin aterrizó en la Mostra la película más esperada del 2021, “Dune”. En alguna ocasión, Denis Villeneuve la ha definido como “”La guerra de las galaxias” para adultos”, y así es, tal cual, su versión: una clásica aproximación al viaje del héroe patentado por Joseph Campbell que, oh pardiez, adapta solo la primera mitad de la novela de Frank Herbert. Habrá segunda parte.
Allí donde Lynch -y no digamos Jodorowsky, en su proyecto abortado- destacó la parte abiertamente esotérica del ‘best seller’ de Herbert, declarando la guerra al relato y apostando deliberadamente por su lisérgico onirismo -a riesgo de que, narrativamente, fuera como un elefante entrando en una cacharrería-, Villeneuve explica la historia de “Dune” como si fuera un cuento, situándonos en un territorio de conflictos coloniales por la fuente de la vida (una droga, un combustible) que necesita un nuevo Mesías. La trama es mucho más simple de lo que parecía en la opaca pero sugestiva película de Lynch: lo que se ha perdido en poética alucinada, se ha ganado en claridad expositiva.
Podría acusarse a Villeneuve de pasteurizar el mensaje contracultural de la novela o de pulir las bellas irregularidades del filme de Lynch, pero lo cierto es que su “Dune” también ofrece generosas dosis de placer, en este caso épico. El hermoso desierto del planeta Arrakis, surcado por los gigantescos gusanos de arena, es un paisaje fascinante. Las escenas de batalla no parecen una excusa para dinamizar un relato mayormente introspectivo ni tampoco quieren justificar el elevado presupuesto de un blockbuster al uso. Villeneuve ha fomentado la dimensión shakesperiana del asunto, con el duque destronado por un traidor honrado, las brujas macbethianas susurrando conjuros cubiertas por un velo negro, el príncipe adolescente (un Timothée Chalamet severo y adusto) abocado a convertirse en el Elegido, y los recuerdos del futuro deslizándose a través de su conciencia, la de un héroe en el exilio. De las tres películas de ciencia-ficción que Villeneuve ha dirigido (recordemos “La llegada” y “Blade Runner 2049”), esta es la menos ensimismada. Puede verse como un apasionante filme de aventuras exóticas o simplemente como una ‘space opera’ de las de antes de brillante factura. Me conformo con cualquiera de las dos opciones.
El proyecto de un sueño casi imposible
Publicada por Frank Herbert originalmente en 1965, la novela “Dune” ha sido, tradicionalmente, un cementerio de grandes directores. Sus dimensiones filosóficas y físicas, que abarcan desde la propia concepción del carácter humano hasta una especie de gusano gigante devorador de arena, han hecho que la adaptación cinematográfica del libro se haya convertido casi en un sueño imposible para multitud de realizadores. El primero en intentarlo fue el chileno Alejandro Jodorowsky, quien a principios de los ochenta puso sus ojos en el proyecto y para él iba a contar con Orson Welles, Salvador Dalí o los Pink Floyd, en el ámbito musical. El fracaso del director, para lamento de los aficionados a la novela y congratulación de los cinéfilos, quedó plasmado en el documental “Jodorowsky’s Dune”, de 2013 y de obligado visionado para cualquier acérrimo del séptimo arte.
En 1984, con el proyecto dado por imposible, el más radical de los vanguardistas, David Lynch, se subió a lomos de la bestia y, de hecho, consiguió sacar adelante la película contra todo pronóstico. Con Kyle McLachlan en el papel principal y el patrocinio del mítico productor Dino de Laurentiis, Lynch utilizó los efectos más avanzados de la época para replicar las dunas y los comunicadores del universo de las Grandes Casas y los “prescientes” que abarca la novela. Pese a la participación de bandas de moda en aquel entonces como Toto en la banda sonora, la película fue un absoluto fracaso comercial y las apariciones de Sting o Brad Dourif (la voz original de Chucky), no la hicieron remontar.
Después de una reciente intentona por parte de Paramount antes de ser absorbida, estudio que incluso había atado ya al director Peter Berg (”Collateral”) al proyecto, ha sido el canadiense Denis Villeneuve (”Prisioneros”, “La llegada”), el encargado de hacer realidad uno de los sueños húmedos más secos de la historia de Hollywood y los grandes estudios. Y para ello, se ha armado de un reparto de ensueño que mezcla juventud con experiencia y saber hacer con relevancia mediática: Timothée Chalamet, Zendaya, Javier Bardem, Oscar Isaac, Rebecca Ferguson o Josh Brolin son solo parte de un elenco que, si su estreno en Venecia y una buena carrera comercial lo permite, volverá en una segunda entrega.
Así, más de 56 años después de la publicación de la novela, “Dune” se antojaba una de las películas más esperadas del presente Festival de Venecia, en el día en el que compartía los focos con “Spencer”, la película de Pablo Larraín sobre la vida de Lady Di. La película de Dennis Villeneuve, que tuvo que sobreponerse a la pandemia y a unas estrictas medidas de seguridad en el Lido por parte de Warner Bros., sobreprotectora con su gran apuesta del año, ha recibido aplausos durante su proyección y ya hay quien, saltándose el embargo permanente, ha publicado que se trata de su “obra maestra”.
Kristen Stewart es Lady Di
Con “Spencer” pasa un poco lo contrario. Acostumbrado a retratar cómo los mecanismos de poder de una comunidad sofocan cualquier disidencia, Pablo Larraín se acerca a la figura de Lady Di con la promesa implícita de fantasear sobre su vida privada para que empaticemos aún más con la complejidad de una rebelde que quiso conservar su presunta normalidad (la princesa del pueblo, ya saben) frente a la rigidez de los protocolos de la corona británica. Larraín, responsable de una operación desmitificadora de tono similar en “Jackie”, cuenta con todos los elementos a su favor: la excelente fotografía de Claire Mathon (“Retrato de una mujer en llamas”); la disonante, espléndida banda sonora de Johnny Greenwood; la sólida, autoconsciente interpretación de Kristen Stewart, que sabe una o dos cosas sobre el escrutinio público de la fama… Es cierto que resulta difícil añadir algo más sobre una mujer perdida en ríos de tinta e icono de la cultura popular, y Larraín no parece demasiado interesado en complejizar su victimización. Sigue siendo un daño colateral de la monarquía, un faisán abandonado en la carretera, una Ana Bolena moderna, y nunca se le acaban a Larraín las metáforas para definirla.
Hay un momento en que “Spencer”, con sus grandes angulares y su mansión vacacional filmada como el hotel Overlook, está a punto de convertirse en “Repulsión”. Ese habría sido un camino interesante, no el de imaginar los tres días de las Navidades del 91 que Lady Di pasa en la residencia real de Sandringham como “una película que le gustara a mi madre”, como ha confesado Larraín a la web Indiewire. Ese es el problema de “Spencer”: es una película para madres. También lo es “The Lost Daughter”, ópera prima de Maggie Gyllenhaal sobre la maternidad traumática. Para madres que se sientan culpables por su egoísmo mientras ven un filme que impone el discurso de la culpa sobre cualquier asomo de sentido común.