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Superhéroes LGTBi

La muerte «progre» de los superhéroes

Definitivamente, el puritanismo lo ha invadido todo, y ni los poderes del más allá han podido evitar que los fornidos y aguerridos paladines del cómic y del cine se salven de la corriente buenista

«Superman» es el último título en sumarse a la «moda» de la diversidad sexual
«Superman» es el último título en sumarse a la «moda» de la diversidad sexualDCVia REUTERS

No toda la culpa la tiene la posmodernidad, pero sí de que gran parte de que los nuevos héroes de ficción se hayan debilitado, problematizado, amanerado y en el límite –por ahora– lgtbizado. Y lo han hecho por varias razones. Una, por el agotamiento de su ingenuidad, heredera de raigambre romántica. Otra, por necesidades de la nueva audiencia que reclaman algo más de complejidad de los nuevos héroes que tener superpoderes, ser megaligones, carecer de entidad psicológica y parecer excesivamente convencionales. Y eso que Superman, con sus superpoderes volaba y tenía rayos X en los ojos, y Aquaman, que vivía a caballo de mar entre el cielo y las profundidades oceánicas, eran todo menos convencionales. Pero sí sus aventuras, plagadas de lugares comunes repetidos hasta el agotamiento.

El primero en cambiar su registro dramático fue «Batman» (1989), que pasó de héroe pop televisivo, con sus ¡BOOM!, ¡CRASH!, ¡POP! y ¡ZAS! al Batman tenebrista de Tim Burton. Un héroe con más vida interior que el «Pensador» de Rodin. Castrado de su fiel escudero, Robin, por si los asociabam con una pareja de hecho pregay, ambos armariados, y con una empanada mental que ni Kim Basinger podía aliviar. Al carácter del Superman histórico de los años 30 y el televisivo de los años 60 le sucedieron dos transformaciones esenciales: perder su ingenuidad pues podía encontrarse en un mismo tebeo con él mismo de niño, Superniño, o con Supergirl o su Superperro Kripto, además de luchar contra sí mismo y formar pareja con Batman o encabezar la «Liga de de la Justicia de América».

El segundo paso fue terrible para un superhéroe: casarse con su novia de toda la vida, Luisa Lane. Y más tarde en «La muerte de Superman», morir en una serie que duró un año (entre 1992 y 1993) y en la que volvió a reunirse con Superniño, Kripto, Supergirl, etc. Fueron los tebeos más vendidos de la historia de Superman y cambió la tendencia general al hacer vulnerable a todos los superhéroes que fueron concebidos para no morir nunca.

Aquí aparece el punto de ruptura que cambió la ficción del héroe moderno por el posmoderno. Ser problemático, perdurable e imprevisible fueron los nuevos emblemas del héroe pop renacido. Wallander, representó al primer policía cuya vida se hizo problemática y se humanizó hasta el punto de verlo envejecer en la saga de su novelas. Tópico que siguieron el resto de escritores. Wallander cedió el testigo a su hija detective y la próstata le empezó a jugar malas pasadas y a jubilarse, como Harry Bosch, el detective de LAPD, y Montalbano, los tres con achaques de salud.

El segundo paso posmoderno fue la sustitución del héroe por una heroína, que fue mudando poco a poco en heroína Cis, heroína lésbica y heroína trans o héroe gay. Hasta el punto de que el hijo de Superman, siguiendo el puritanismo «woke» y el totalitarismo LGTBi, es de sexo «fluido», como si Ryan Murphy dictara desde la televisión el nuevo código inclusivo que debe regir en la corrección política de los héroes: el hijo de Superman con Luisa Lane tiene novio y su «crusch», la persona especial, es un compañero de redacción. Luisa Lane está que se sube por las paredes, aunque debe sentirse «orgullosa» y desfilar en la próxima «Gay Parade» en la fila de madres de hijos gays orgullosas.

Viñeta
ViñetaJules & Rebs

Los que han seguido la saga del Superman fílmico, cada vez más desquiciado y oscuro, como Batman, saben que los demás héroes siguen similar patrón. Y el efecto problemático posmoderno ha llegado a James Bond, el héroe viril, irónico y ligón por antonomasia ha ido no solo cambiando de actor en su discurrir aventurero, pues se casó y mataron a su mujer el día de su boda, sino el mismo concepto básico del héroe nuclear de posguerra. Se oye algún alarido, pero hay que enfrentarse a los hechos con frialdad «woke» y reconocer que James Bond era el rancio daguerrotipo de la incorrección política: viril, sin atisbo de amaneramiento; seducía (¡Aggg!) con su apostura y no era preciso que acosara a las maravillosas rivales femeninas, las chicas Bond, porque eran ella víctimas de sus encantos varoniles y se lanzaban sobre él so pretexto de sonsacarle algún secretillo de la Guerra Fría, sin resultado alguno.

El actor Daniel Graig fue el encargado de poner al día a 007 e ir despojándolo de todos sus atributos, porque después del martirio al que lo sometieron en «Casino Royal» (2006) dándole y dándole en la entrepierna con el nudo de una soga marinera no creo que se repusiera ni el mismo Superman después de una «terapia de conversión» a base de kriptonita. El último James Bond de Graig, «Sin tiempo para morir», es tan blando y falto de carisma que está dando el paso para que lo sustituya una chica, a ser posible de color y quién sabe si lésbica.

El héroe trans llegará con la penúltima revisión de los héroes post-posmo si nadie detiene el código de inclusión del puritanismo progre de Hollywood: «Contener un personaje principal a perteneciente a una minoría étnica o racial. La historia principal o el tema deben centrarse en un “grupo social” con baja representación. Y al menos un 30% de los papeles, del equipo técnico y el de creación deberán pertenecer a dos “grupos” con escasa representación. Es decir: mujeres, minorías raciales o étnicas, personas LGTBiQ+ y personas sordas o con discapacidad física o cognitiva».

Qué no daría el público por ver a un Superman sordo, un James Bond trans, un Batman ciber en una batisilla de ruedas y un Spiderman con artrosis y taca taca.

LA INCORRECTA CORRECCIÓN

Por Rebeca Argudo
El hijo de Supermán es bisexual, la nueva agente 007 es negra y mujer, los nuevos cazafantasmas, chicas. No podrás optar a un Oscar si en tu peli no hay al menos un actor principal o de reparto perteneciente a un grupo étnico infrarrepresentado o la historia principal se centra en un grupo identitario. Si solicitas ayudas en España para hacer cine, estas serán mayores si eres mujer y mayor será la deducción fiscal. A los Goya opta un corto realizado por niños autistas que nadie ha dicho si es excelente o un bodrio. El bono joven de 400 euros para cultura no podrá ser utilizado en corridas de toros. Centenares de empleados de Netflix participan en una huelga virtual para protestar por el apoyo de Ted Sarandos a «The Closer», el especial de David Chappelle señalado como tránsfobo.
Las maniobras propagandísticas de las hordas neoinquisitoriales de los coléricos activistas identitarios ha llegado a la cultura y hacen estragos. Camuflado el mensaje panfletario bajo el disfraz amable de la causa inapelable, de la justicia social, del yo sé lo que nos conviene, nos presenta la injerencia en la libertad creativa y de expresión como necesaria reparación. No solo eso. La instrumentalización de movimientos sociales por parte de la industria para conseguir un rédito económico se sumerge también en ese caldito agradable de la corrección política, de la inclusión, para que entre más suave, como la píldora con azúcar.
Y claro que es deseable esa inclusión, esa mayor representatividad de sexualidades y etnias, de diferentes realidades, circunstancias, historias y problemas. Pero no a la fuerza y por obligación. Y no confundamos la igualdad de oportunidades con la igualdad de resultados: que todo el mundo, independientemente de su sexo, raza, religión, condición social o ideología política tenga derecho a elegir y dedicarse a algo no implica que vaya a hacerlo bien. Dicho de otro modo, todos tenemos derecho a jugar a fútbol, pero no todos tenemos derecho a ser Messi. Serlo, esa excelencia, ese resultado sobresaliente, será consecuencia del esfuerzo, talento, constancia, mérito y, en ocasiones, incluso suerte. No es fruto, no puede serlo, de la pertenencia a un colectivo identitario ni a las presiones de los que hacen caja con ello. Y si es así, si vamos a premiar y alabar eso, cambiemos al menos el nombre de los premios y en lugar de a la mejor película o al mejor actor, dejemos claro que el galardón será a la más inclusiva, a la que cuente con más mujeres en plantilla o al actor más negro de entre todos los racializados. Seamos honestos.