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La familia judía que protegió Hitler

El doctor Eduard Bloch, médico de la familia Hitler, siempre contó la protección del líder del Tercer Reich
o.Ang.Bundesarchiv

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Adolf Hitler extendió un imperio del horror para todos los judíos europeos salvo para uno. El instigador del Holocausto expresó su antisemitismo radical en una política de exterminio que le costó la vida a seis millones de personas. Pero el líder del Tercer Reich, uno de los mayores monstruos que engendró el siglo XX, poseía un inverosímil talón de Aquiles: la infancia. Había crecido en una familia pobre, en un ámbito de asumidas carestías, con un padre férreo, muy distante de la personalidad que gestaba él y una madre, Klara, que lo protegió y lo alentó en sus ilusiones en contra de ese progenitor de orden y mando. A los quince años, padeció amigdalitis y un doctor austríaco, Eduard Bloch, que había pertenecido al ejército de su país y a menudo prestaba ayuda médica a los menesterosos y otras gentes privadas de beneficios, lo asistió con delicadeza y lo curó con una amabilidad bastante escasa de encontrar en aquellos años poco inclinados a la generosidad. Este hombre, judío, con formación universitaria, de modales gratos, familia acomodada y una conciencia moral que sobrevolaba por encima de las mezquindades comunes, nunca rechazó una llamada o una petición de ayuda por parte de la familia Hitler, a los que atendió siempre con buen hacer, por una suma ajustada a sus ingresos o, sencillamente, sin reparar en el precio y sin recibir nada a cambio. Cuando la madre sufrió cáncer, Bloch no dudó dedicar a la enferma sus mayores diligencias y aplicar un tratamiento, fuera del alcance económico de ella y su familia, para intentar salvar su vida. No sucedió y la mujer fallecería más adelante, pero aquel gesto nunca cayó en el olvido.
Cuando Hitler alcanzó el poder, Bloch apenas creía que aquel hombre furibundo, de una beligerancia abierta hacia su pueblo, fuera el mismo chaval que había tratado de pequeño. A lo largo de esos años, Hitler no se había olvidado de los favores que le había prestado. Escribía a Bloch y sostenía con él y su familia una abundante correspondencia formada por cartas y postales. Cuando Alemania invadió Austria, el gentil doctor no debió hacerse demasiadas ilusiones sobre el destino que le aguardaba, pero, para su asombro, recibió un trato inesperado. Él y su entorno estaban exentos de lucir una estrella amarilla en la solapa, su cartilla de racionamiento no estaba sellada por la temida «J» y se les consintió seguir viviendo en su domicilio. La Gestapo registró su vivienda y, aunque no mostró demasiadas amabilidades hacia ellos, nunca se atrevió a importunar a los Bloch. Todos conocían que ellos era un reservado tema de Berlín. O mejor dicho de Adolf Hitler y que para el führer era un «edeljude», un judío noble. Su gratitud se había convertido en un paraguas de protección para los Bloch. Cuando arrestaron a uno de sus parientes, solo tuvo que identificarse y, a las tres semanas, obtuvo la libertad. Y, en el momento que decidieron exiliarse a Estados Unidos, no tuvieron problema en vender su casa y sus pertenencias al precio de mercado y, recibir el favor expreso de Hitler, de poder llevarse sus ahorros con él (algo prohibido) y marcharse del Tercer Reich sin encontrar dificultades. Alcanzaron Nueva York más tarde. Bloch murió en 1945. Antes que Hitler. Nunca conoció los campos de concentración.