Crítica de “El contador de cartas”: cenizas y diamantes ★★★★☆
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Dirección y guion: Paul Schrader. Intérpretes: Oscar Isaac, Tye Sheridan, Tiffany Haddish, Willem Dafoe. Gran Bretaña-China-USA, 2021. Duración: 111 minutos. Drama.
Es posible que Paul Schrader haga películas solo por el placer de recrear, una y otra vez, el final de “Pickpocket”. El largo camino que sus personajes tienen que recorrer para llegar hasta su objeto amoroso es, metafóricamente, la cruz que Schrader ha tenido que cargar a sus espaldas para mantenerse fiel a sus principios. En la repetición de un motivo narrativo sacado de su admirado Bresson también hay algo, pues, de las simetrías rítmicas, en bucle, de otro de sus declarados maestros, Yasujiro Ozu. En cierto modo, “El contador de cartas” confirma el proyecto conceptual de toda una carrera, que dibuja, a partir de “American Gigolo”, “Posibilidad de escape”, “First Reformed” y la película que nos ocupa, un argumento típicamente schraderiano: el pecador que se redime de sus culpas y remordimientos a través de la salvación -sacrificial, neurótica, obsesiva- de un prójimo que percibe como gemelo, y que recibe, como recompensa, un amor puro, casi místico.
En ese sentido, el William Tell (espléndido Oscar Isaac) de “El contador de cartas” parece haber resucitado de sus cenizas para reprogramar la sed de venganza del joven Cirk (Tye Sheridan). Ambos comparten un mismo trauma, son causa y consecuencia de los crímenes de Abu Ghraib. Uno lo ha enmascarado convirtiéndose en un asceta jugador de póker, un monje tahúr que encuentra en el anonimato de las habitaciones de hotel -a las que imprime una grisura granítica, fría, como de celda monástica- y en la rutina de los rituales del juego un modo de desaparecer del mundo. El otro se ha entregado al ruido y la furia para permanecer en él, para dar sentido a una vida que se desangra.
Pese a los continuos cambios de escenario, Schrader consigue que tengamos la impresión de que esos personajes transitan por un solo espacio opresivo, haciendo lo que podríamos denominar una antipelícula tahurística. Sin asomo de glamour, el blackjack es un conjunto de ceremonias profanas que tienen mucho más que ver con la repetición, la espera y la monotonía que con la tensión dramática. Esa tensión proviene de un proceso de redención -y de una delicada historia de amor- que Schrader maneja con esa austeridad, tan bressoniana, en la que la emoción siempre suma desde la resta.
Lo mejor
Su rigor, su coherencia y su capacidad para emocionar desde la sustracción.
Lo peor
Los que piensen que un autor tiene que renovar su discurso de vez en cuando no la disfrutarán.