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Un ensayo de peso

Los hombres de Putin que vinieron de la Guerra Fría

Catherine Belton publica una larga investigación sobre cómo los hombres del KGB unidos a Putin se han beneficiado de sus puestos de poder para enriquecerse y desafiar a Occidente

La mercadotecnia más auténtica de Rusia no se ha podido resistir a usar la imagen de su presidente
La mercadotecnia más auténtica de Rusia no se ha podido resistir a usar la imagen de su presidenteANATOLY MALTSEVAgencia EFE

De un tiempo a esta parte, han proliferado las novedades editoriales que ponen el acento en el mar de asesinatos, traiciones y estratagemas que la Unión Soviética fue perpetrando y que su propio pueblo y otros sufrieron a lo largo del siglo XX. Entre ellos estaba el de Jonathan Haslam, en que estudiaba el mundo del espionaje: «Vecinos cercanos y distantes». En él, se podía hallar aquí a casi ochenta personas que componían un curioso listado de «agentes que traicionaron al régimen, desertores incluidos». Estos pertenecieron a órganos tan conocidos como el KGB, fundados por los bolcheviques hace más de cien años. El vecino «cercano» sería el civil KGB (Comité para la Seguridad del Estado), el vecino «distante» sería el militar GRU (Departamento Central de Inteligencia). Y alrededor, aquellos que espiaban y contraespiaban, que vivían una doble vida en que la información constituía un tesoro con el que lograr sacar ventajas del enemigo y adelantarse a los acontecimientos.

Él aspiraba a ofrecer un mayor conocimiento de la mentalidad de quienes gobiernan Rusia en la actualidad. Es decir, Vladímir Putin. Ciertamente, el actual presidente de Rusia perteneció al servicio de espionaje de la KGB, en concreto como agente en Dresde, por entonces parte de Alemania Oriental. Tras la caída del Muro de Berlín, empezaría su carrera política en Leningrado y se consolidaría en Moscú con un puesto en la administración del presidente Borís Yeltsin en 1996. Dos años más tarde, sería nombrado director del organismo heredero de la KGB, el Servicio Federal de Seguridad, pero el espionaje sigue vinculándose a Putin, sobre todo por motivo de la muerte en el año 2006 de Alexander Litvinenko, exespía ruso y funcionario de los servicios de inteligencia británicos –y por lo tanto calificado de traidor por parte de Rusia–, que murió en un hospital de Londres por la ingesta de una sustancia radioactiva en una taza de té. La acusación desde Gran Bretaña es que Putin habría aprobado el crimen.

Ahora, una investigación de una corresponsal de investigación para Reuters, Catherine Belton, «Los hombres de Putin. Cómo el KGB se apoderó de Rusia y se enfrentó a Occidente» (traducción de Juanjo Estrella), viene a mostrar a este Putin formado en el KGB y cómo él y sus colaboradores de confianza alcanzaron el poder. Entre otras cosas, la autora demuestra las maneras en que Putin conquistó empresas privadas para más tarde repartirlas entre sus aliados y asegurarse su control.

Se habla en el libro de Serguéi Pugachev, que «pertenecía al círculo del Kremlin y maniobraba sin fin entre bastidores para llevar a Vladímir Putin al poder». Todo un maestro de la manipulación que parecía ser intocable tras haber «creado y retorcido las reglas según sus intereses», subvirtiendo los cuerpos policiales, los tribunales de justicia y hasta las elecciones, pero al que se le torcieron sus negocios millonarios al enfrentarse a los llamados «hombres de Putin». Lo perturbador es que la maquinaria del Kremlin era implacable tanto con los enemigos políticos como los que en el pasado eran aliados de Putin. El mismo presidente estaba detrás de la expropiación del imperio de ese empresario, que no entendía semejante deslealtad después de haberlo ayudado a acceder a la presidencia.

El riesgo de ser opositor

Cuando alguien contraviene a Putin, recibe una advertencia gansteril. Fue el caso de Yuri Shutov, que reunió material comprometedor sobre él: «Sobre los acuerdos del petróleo por alimentos, sobre las privatizaciones de los activos de la ciudad...». Poco después de ser ascendido Putin dentro de lo que era la continuación del KGB, Shutov fue detenido pistola en mano. «Llevaba tiempo siendo una figura profundamente controvertida, y circulaban rumores sobre sus vínculos con los bajos fondos de San Petersburgo. Pero una vez que Putin pasó a ser director del FSB, aquellas sospechas se convirtieron en querellas. Lo acusaron de haber encargado dos asesinatos consumados y otros dos en grado de tentativa», explica la autora. Al final, «fue detenido muy poco después y enviado al centro penitenciario más duro de Rusia, conocido como Beliy Lebed, o “Cisne Blanco”, ubicado en Perm, en lo más remoto de Siberia. Ya nunca salió de allí».

«Todo el mundo se ha acostumbrado a esos espías con gafas oscuras y aspecto sospechoso de las películas», confesó a la autora Pugachev, que afirma que todos estos poderosos roban desde el Kremlin «y luego salen y hablan de que Putin está luchando contra la corrupción». De hecho, el libro es la explicación de cómo el séquito de Putin en el KGB llegó al escalafón más alto de la política para enriquecerse con el nuevo capitalismo. En tiempos de Yeltsin, los agentes de seguridad del KGB habían permanecido en la sombra, pero con Putin todo iba a cambiar. Belton llama «cleptocracia» a esta manera de obrar de Putin en que este y sus amigos se lucraban apropiándose de la economía por parte del KGB y del sistema político y judicial del país.

Es más, Putin y sus compinches intentarían «socavar y corromper las instituciones y las democracias de Occidente», con un Kremlin dispuesto a vengarse de Occidente, con todo tipo de tretas, como desacreditar a líderes occidentales, asesinar a opositores políticos, apoyar organizaciones que fomentaran guerras en el Tercer Mundo u organizaciones terroristas por todo Oriente Próximo. Mientras, adentro, «la escasez en la Unión Soviética era de tal magnitud que, según Yuri Shvets, exagente de inteligencia exterior del KGB, todo el mundo estaba en venta. Los directores de fábricas falseaban los libros para vender materias al mercado negro a cambio de una parte de sus beneficios. Los funcionarios del orden hacían la vista gorda ante los especuladores de divisas que merodeaban por los hoteles soviéticos a cambio de sobornos y de su acceso a los bufés de los establecimientos». Incluso la élite del partido se beneficiaba de tramas de contrabando y comercio ilegal.

Según se cuenta, Putin trabajaba con el líder del crimen organizado y con un petrolero que logró el monopolio de las exportaciones a través de su terminal petrolífera. Algo bien significativo, pues este tipo de relaciones devino una red de acuerdos que «se convirtieron en el modelo de gestión futura en la Rusia de Putin». Es decir, el grupo de hombres que acabó haciéndose con el control, asegura la investigadora, formaba parte de la unión entre hombres del crimen organizado y el KGB en el San Petersburgo de los años noventa. Y el que estaba en el centro era el mismísimo Vladímir Putin. Entre la red de amigos, estaban Guennadi Timchenko, Andréi Katkov y Yevgueni Malov, fundadores de la distribuidora petrolera Kirishineftekhimexport. «Básicamente, lo que se había creado era lo que en el argot criminal ruso se conoce como un obschak, un fondo común de dinero, o una caja B para una banda criminal», dice la autora. Entregar riquezas a una red de estrechos para operaciones estratégicas y lucrar a determinadas personas, un modelo este que sería la base de la citada cleptocracia del régimen de Putin, a su vez basado en las redes clandestinas y en los sistemas de pago del KGB.

Pues bien, aquellos que habían trabajado con Putin en épocas anteriores le siguieron cuando llegó al poder, como Timchenko, que pasaría a ser asesor no oficial y el mayor distribuidor de petróleo del país. Por otro lado, los responsables del puerto de San Petersburgo, otro enclave estratégico controlado por Putin, también fueron ocupando más cargos de poder. Así, Belton cuenta el proceso de ascenso en el poder de Putin, que se mostraba en público como un hombre realmente encantador y seductor, y describe el momento en que Yeltsin entró en declive. Con algo turbio alrededor, esto es: si los hombres de la seguridad de Putin cometieron un atentado con bombas para intentar generar una crisis que facilitara a éste ocupar la presidencia. Empezaba una fase terrorífica, en que mandos policiales con pasamontañas y armas automáticas podían entrar en las oficinas de Vladímir Gusinski, dueño del canal televisivo NTV, el más crítico con Putin, para intimidarlo y que abandonara el país. Además, «los hombres de Putin recurrían al sistema judicial como arma para plantear un “chantaje puro y duro” con el que forzar el cambio de manos». Una táctica, para ellos, de lo más normal.

  • «Los hombres de Putin» (Península), de Catherine Belton, 928 páginas, 27,90 euros.

Una obsesión adolescente

En cierta forma, todo partió de una obsesión, la de Putin por incorporarse al KGB, incluso antes de acabar la secundaria. Un testimonio afirma: «Había pasado la infancia persiguiendo ratas en la escalera del bloque comunitario donde vivía, peleándose con los otros niños en la calle. Había aprendido a canalizar sus ganas de peleas a través de la disciplina del judo, el arte marcial basado en unos principios sutiles, como el de desequilibrar a los rivales adaptándose a su ataque». Luego conseguiría, tras graduarse, en 1975, encontrar un empleo en la división de contrainteligencia del KGB de Leningrado, primero como agente encubierto hasta que obtuvo una misión en el extranjero, en Dresde. A veces, recurría a nombres falsos en operaciones delicadas, por cierto, cuando, por ejemplo, tenía que recabar información sobre la OTAN, lo que se consideraba desde Moscú el «principal contrincante», o luchar para evitar el hundimiento del comunismo.