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Entierros

Bailes, langostas y cohetes espaciales: cómo alegrar tu entierro en Ghana

Los carpinteros de ataúdes en Accra procuran revestir a la muerte con detalles de color

Ataúdes personalizados de Kane Kwei.
Ataúdes personalizados de Kane Kwei.Alfonso MasoliverLa Razón

A los africanos que bailaban con ataúdes y cuyos vídeos, entre divertidos y tétricos, como de humor negro, se popularizaron durante la cuarentena, se les llamó en España “los negros del ataúd”. Bastaba un tropezón, una descarga eléctrica, para entrar rápidamente en escena los portadores del ataúd con la tonadilla de Tony Igy amenizando el ambiente. Y todos nos partíamos de risa y lo reenviábamos a nuestros contactos. Era gracioso. Un reflejo de Occidente escapaba por esas carcajadas donde un funeral se confundía con un espectáculo, atisbos de ignorancia eurocéntrica asomaban donde el cadáver y la forma de duelo de sus familiares se transformaban en una grotesca herramienta para la risa fácil que regala internet.

Los negros del ataúd pertenecen en realidad a una serie de cofradías de portadores de féretros ubicadas en Ghana y de una popularidad relativa entre sus habitantes. Los bailes que acompañan al difunto pueden ser más o menos solemnes, incluso bastante animados, dependiendo de lo que soliciten los familiares. Lo único seguro es que nadie verá a los bailarines carcajeándose o haciendo bromas durante la actuación: su trabajo es serio. Al fin y al cabo, con danza o sin ella, no dejan de ser portadores de muertos que dejan atrás a viudas y huérfanos desconsolados. Pero en Ghana, como ocurre con tantas naciones de África donde la muerte es una realidad casi diaria e imperturbable, un ambiente festivo puede ser a su vez desgarrador, los tambores lloran a la que suenan, los espasmos del baile suponen una manera de liberar el dolor que atenaza un cuerpo. Algunas de las canciones del guineano Fodéba Keïta hacen así, de una tristeza alegre.

Donde los occidentales reservamos los colores vivos para escenificar la diversión y nos servimos del negro para pronunciar nuestro dolor, en Ghana puede aplicarse el color a la miseria. Por esto mismo resultan tan burdas las carcajadas de los occidentales al ver los vídeos de los negros del ataúd; anclados en nuestra cultura, respondemos al baile con una actitud festiva e inocente, incapaces de comprender (tampoco tenemos la culpa) que el baile no es tanto un síntoma de jarana como de despedida, de amor hacia el difunto, de respeto o incluso de aceptación por el destino dado. Es importante comprender que donde los funerales en Europa los empapa el silencio de la pérdida, en numerosas culturas africanas (también se aplica en naciones de Centroamérica, como Haití) se escuchan gritos rotos, llantos, cánticos e instrumentos cuya musicalidad viene invadida por el dolor.

Ataúdes con historia

La historia que acompaña a los tallistas de ataúdes de Kane Kwei en la ciudad de Accra (Ghana) sirve como un excelente ejemplo para ilustrar esta diferencia cultural. Nos encontramos así en su taller con Lawrence Anan, carpintero de 23 años y nieto del legendario Seth Kane Kwei, que fue el primer hombre en tallar féretros personalizados en Ghana. Es un taller común y corriente. Las virutas de madera más ligeras se elevan con las ráfagas de viento para atascarse en los olores, y tres o cuatro cachorros de chucho se rebozan en el suelo, gimoteando de placer. Entre los golpes del cincel se eleva el humo del caldero que hierve en una esquina, constantemente vigilado por una mujer anciana que espanta de vez en cuando a las gallinas que se acercan más de lo permitido. Es un taller, un hogar. Tres generaciones han comido, dormido, crecido y encontrado aquí el sentido de su existencia.

Aunque parecería una carpintería dedicada a las figuras de feria, en las estrambóticas formas que tallan Lawrence y su padre se adivina la sombra de la pérdida. Es porque los ataúdes que crean aquí son peces, cohetes espaciales, taxis, libros o incluso un bolígrafo, pero recipientes de los muertos al fin y al cabo. Lawrence recuerda la vez que les pidieron un ataúd con forma de corcel encabritado: “Cobramos 2.000 dólares por él y nos lo pidió un hombre de Estados Unidos”. Lo dice orgulloso. El éxito de su negocio ha llegado a un punto en donde el hermano mayor de Lawrence abrió una sucursal en Wisconsin, mientras la familia considera ahora abrir otra en Europa, quizás en Dinamarca, país donde “nos hacen muchos pedidos, no sabemos por qué”.

Lawrence junto a una de sus creaciones.
Lawrence junto a una de sus creaciones.Alfonso MasoliverLa Razón

El único común denominador entre su clientela ghanesa es que todos son cristianos. En torno a un 20% de los ataúdes se hacen a petición del difunto antes de su fallecimiento, mientras que el 80% restante corre a cargo de los deseos de la familia, una vez ocurre la pérdida. En casos así, los tallistas suelen tardar en torno a dos semanas en terminar su obra, por lo que el muerto debe quedarse en la morgue durante ese tiempo, a veces incluso más, esperando con una paciencia inamovible el momento en que lo vayan a enterrar.

“Mi abuelo era un portador de féretros pero conocía la carpintería porque su padre le había enseñado. Un día que murió un jefe del interior, a uno de sus familiares se le ocurrió pedirle a mi abuelo que tallara un palanquín para colocar sobre el ataúd, y a mi abuelo le gustó mucho la idea. Cuando murió su mujer, mi abuela, que siempre quiso montar en avión pero nunca pudo, mi abuelo decidió tallarle un ataúd con forma de avión, y luego cuando murió su hermano talló una langosta para él. A todo el mundo le gustaron mucho los ataúdes y comenzó el negocio”.

Vendieron un ataúd con forma de barco por 1.000 dólares y el negocio floreció. Los precios de los ataúdes dependen de la calidad de la madera y de si están barnizados o no. Por ejemplo, según confirma Lawrence, “la madera de wawa (obeche) es la más barata”. Basta que el cliente venga, enseñe una foto que sirva de modelo y se marche a esperar. En el taller construyen en torno a doce féretros mensuales y el nieto de Kane Kwei empezó a trabajar en ellos al cumplir los 17 años.

¿Y qué siente el joven Lawrence al trabajar? El hombre enseña los dientes y suspira. “Así es como expreso mis sentimientos hacia quienes se van. Soy un artista, ¿no es así? Y los artistas transformamos o moldeamos sentimientos. Yo hago de un momento triste una gran celebración. No deja de ser triste, pero se celebra”. Al escuchar que los ataúdes personalizados pueden verse en Occidente como una clase de excentricidad o motivo de risa, arquea las cejas confundido. ¿Qué tiene de gracioso embellecer a la muerte? Su arte no pretende hacer reír a nadie, si acaso “volver interesante el más allá” o revestir la tristeza con un traje alegre, que no gracioso. La importancia de las palabras toma aquí un rumbo delicado. Y Lawrence contesta que él desea que le entierren en un ataúd con forma de martillo. ¿Es gracioso que le entierren con la herramienta que utilizó para cumplir su sueño? ¿Es su sueño gracioso? ¿Y su muerte?

Cuando falleció su abuela y su abuelo canalizó el dolor en ese avión, en la metafísica de los sueños, ¿estaba acaso bromeando Kane Kwei? Decenas de turistas aparecen cada año en su taller para fotografiar los ataúdes y tomarlos por una suerte de atracción. Lawrence y su padre se encogen de hombros, les cobran unos pocos cedis por la visita y siguen a lo suyo mientras los turistas se entretienen.

Pero Lawrence no da importancia a este choque cultural. Arquea las cejas, se encoge de hombros. A su parecer, “lo más importante es creer en el más allá y contar con la ayuda de Dios”. Ser partícipe en el último deseo de un moribundo es para él un regalo muy valioso. Que no gracioso.