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David Lynch, viaje al interior de una oreja cortada

La muerte del gran director nos priva no solo de un cineasta magnífico sino de uno de los mayores artistas experimentales que dio el final del siglo XX
David Lynch, viaje al interior de una oreja cortada
«Cabeza borradora», de David Lynch, una cinta que vaticinaba su rumbo experimental
Jesús Palacios

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Había dejado de fumar en 2022, después de que los médicos le diagnosticaran un enfisema. En los últimos tiempos necesitaba respiración asistida, viéndose obligado a dar de lado cualquier proyecto cinematográfico. Me gusta pensar que, pese a ello, no se arrepentía de haber fumado desde los ocho años. Durante una entrevista concedida en 2006 se mostraba renuente a votar a los demócratas por su legislación contra el tabaco, que consideraba uno de los grandes placeres de la vida. Quizá lo que ya también le resultaba irrespirable era nuestro nuevo milenio.
David Lynch pasará a la historia no solo del cine, sino de la cultura, como uno de los últimos grandes artistas del siglo XX. Quien comenzara su carrera soñando con aprender a perfeccionar su pasión por la pintura junto a Kokoschka en Europa, sueño que no pudo realizar, ha sido uno de esos genios que el tópico califica como renacentistas, pensando siempre en Leonardo. Pintor, fotógrafo, dibujante de cómic e ilustrador, músico, escritor, conferenciante y proselitista de la Meditación Trascendental… Aunque Lynch no hubiera dirigido una sola película habría sido un personaje relevante dentro de la contracultura y la vanguardia modernas y postmodernas. Por suerte, dirigió, no una, sino una decena, además de incontables cortos, videoclips y series de televisión.
Intentar abarcar la personalidad y la carrera de Lynch en unos cuantos párrafos es tan imposible como indeseable. El director de «Cabeza borradora», «Blue Velvet», «Mulholland Drive» y las varias «Twin Peaks» es uno de los escasos cineastas de la segunda mitad del siglo pasado que transformaron profundamente tanto la propia praxis cinematográfica como nuestra visión del mundo más allá y más acá de la pantalla. Como su admirado Kafka, Lynch nos ha legado algo mucho más importante e influyente que una serie de obras mejores o peores, que nos hayan conmovido, sorprendido y perturbado. Nos ha legado una auténtica visión del mundo personal, singular y transferible: nos ha regalado lo lynchiano. Una mirada, una filosofía, una percepción de la existencia que lo invade y penetra todo. Una «weltanschauung» que ha hecho correr y seguirá haciendo correr tanta tinta como la de Kafka, Sade, Lovecraft, Goya, André Breton... o Heiddeger (pero mucho más divertida, ojo).
Tras una serie de cortos entre la animación, la imagen (su)real y lo experimental, se descubrió a una audiencia entregada y entusiasta con la delirante «Cabeza borradora» (1977), convertida en película de culto por excelencia. Descubierto por ese otro genio del Renacimiento a su manera que es Mel Brooks, este le dio la oportunidad de llevar su visión al gran público con un melodrama victoriano en exquisito blanco y negro sobre la otredad, un monstruo que no lo era y la monstruosidad de la sociedad normal y normativa: «El hombre elefante» (1980), nominada a ocho Oscar, que le serían arrebatados por «Toro salvaje» de Scorsese (¡qué tiempos!).

La complejidad de «Dune»

Después de este éxito de público y crítica, vendría el descalabro de «Dune» (1984), que mostraba lo irreductible del genio lynchiano a los modos, modas y (malas) maneras del Hollywood comercial. Una compleja, arriesgada e irregular adaptación del clásico de la ciencia ficción de Herbert que el tiempo y la vacua pomposidad de sus nuevas versiones han contribuido a poner en su lugar como un filme nada despreciable y lleno de inventiva. Pero Lynch debía abandonar los dramas de época y la épica para encontrar su voz definitiva. Y así llegó «Blue Velvet» (1986).
Quien había bebido en las aguas del expresionismo alemán y el surrealismo europeo, en las visiones de directores como Fellini, Bergman, Godard, Herzog, Polanski o Skolimowski, pero también en las de Kubrick, Hitchcock, Tati, Billy Wilder, Tod Browning y en películas como «Carnival of Souls» (1962) y «La noche de los muertos vivientes» (1968), estaba sobradamente preparado para convertirse en cronista de la pesadilla americana. Nutriéndose de la tradición autóctona del «film noir», la «pulp fiction» y el glamour hollywoodiense, «Blue Velvet» lo llevaba al territorio onírico, erótico, perverso y fascinante de un surrealismo netamente usamericano, que utilizaba, sin embargo, los mismos instrumentos freudianos, jungianos y sadianos, las mismas estrategias deconstructivas de situacionistas, surrealistas pánicos y renovadores del lenguaje como Robbe-Grillet, William Burroughs, Boris Vian, Topor o Raymond Quenau.
En «Twin Peaks» David Lynch deshizo el sueño americano hasta convertirlo en pesadilla
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«Blue Velvet» mostraba un universo fuera del tiempo y del espacio donde los gánsteres, el «doo wop» y el rock´n roll, el burlesque con sus Bettie Page y su «Striporama» (1953), los «drive-in», las portadas de las novelas de bolsillo, el «high camp», el technicolor de los cincuenta y la arquitectura de la Suburbia Americana se travestían de poética infernal, de imaginería surreal digna de Cocteau, Buñuel y Man Ray, singularmente fiel, al tiempo, a su naturaleza usamericana, contemporánea y pop.
«Blue Velvet», ese viaje al interior de una oreja cortada tan seminal como «Blade Runner» (1982) y «Videodrome» (1983), marcó el cambio de rumbo definitivo para Lynch. Con contadas excepciones, llevando cada vez más y más lejos su estilizada deconstrucción del género «noir» y el melodrama, el artista y director acabaría por definir lo lynchiano por completo con la histérica «Corazón salvaje» (1990), cambiando la historia de la televisión con «Twin Peaks» (1990-91), para, dejando a un lado la simpática parábola zen americana de «Una historia verdadera» (1999), construir con la trilogía compuesta por «Carretera perdida» (1997) –segunda colaboración con el escritor Barry Gifford–, «Mulholland Drive» (2001) y la inaprensible «Inland Empire» (2006) una suerte de insondable metahistoria del Hollywood gótico más siniestro y al tiempo fascinante que cuestiona como una esotérica y angustiosa «mise en abyme» infinita todo modelo narrativo convencional, para transgredirlo al mismo tiempo que se erige en monumento póstumo de unos Estados Unidos míticos, vistos a través de la mirada de un visionario capaz de unir lo alto y lo bajo, lo pop y lo metafísico, lo bello y lo horrible, lo sublime y lo ridículo, lo grotesco y seductor como nadie lo ha hecho antes o después.
«Terciopelo azul», un retrato de las bajas pasiones por David Lynch
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David Lynch ha traspasado ahora la frontera, tan borrosa siempre en su cine, entre el ser y el no-ser. Entre la realidad, la fantasía y la penumbra de lo impensable. Entre la vulgaridad de la existencia y esa otredad indefinible que nadie ha vuelto para contar. Pero como ocurre en sus poemas «pulp» surrealistas, su personalidad, su mundo, su virulento lenguaje, es decir, lo lynchiano, ya nos ha infectado a todos. No solo han sido y son incontables las películas, series, cómics, novelas, grupos musicales e incluso instalaciones artísticas que llevan impreso el sello de lo lynchiano, sino que estamos tan contagiados de su mirada que, como ocurre solamente con los grandes artistas, detectamos a nuestro alrededor situaciones, personajes, momentos que son o nos parecen ser literalmente lynchianos. Esta es la gran diferencia entre el genio real de un artista universal como Lynch y los patéticos farsantes que como Eggers, Aster, Oz Perkins o Villeneuve intentan fagocitar su estilo (mejor lo hace Lana Del Rey que todos ellos).
La obra de Lynch no es únicamente estilo, no es solo cine: es Arte en un sentido vital profundo, complejo y rico. Meditemos en ello trascendentalmente pero, tal como le gustaba a él, escuchando a los Penguins o las Chordettes, mientras Bettie Paige y Lily St. Cyr se desnudan en fotogramas descoloridos que, como el Tiempo, se deshacen ante nuestros ojos. Y recuerden: no hay banda.