Cine
¿Por qué los monstruos ya no dan miedo?
El sucesivo estreno de películas como «Frankenstein», «Drácula» «Nosferatu», «Predator: Badlands» o dentro de poco «El hombre lobo» tienen algo en común: sus criaturas no aterrorizan. ¿Cuál es el motivo?
¿Desde cuándo las pelis de terror han dejado de dar miedo? Justo desde que se humanizó al monstruo. Un proceso cuyos últimos ejemplos son «Drácula» de Luc Besson y «Frankenstein» de Guillermo del Toro: dos fantasías románticas. Aun siendo esta última un trasvase más o menos infiel de la novela de Mary Shelley, el problema es la personificación que Boris Karloff hizo del monstruo de «Frankenstein» (1931): una máscara entre doliente y feroz. Figura hoy venerada como icono pop, aunque en su momento causara verdadero pavor.
Ante la imposibilidad de superarlo, el director mexicano ha decidido humanizar al personaje, que parece salir de una operación de cirugía estética, y convertir su drama de Nuevo Prometeo que quiere vengarse de su padre en una nueva versión de la Bella y la Bestia. Un cuento romántico que bebe tanto de Cocteau como de Disney, aunque se acerca más a la bella criatura gay plurisexual del Dr. Frank-N-Furter, de «Rocky Horror Picture Show» (1975), con la que todos/as/es desean fornicar sin freno.
Si el monstruo, pieza central de las películas de terror desde «Nosferatu» (1922), de F.W. Murnau, inspira pena en vez de pavor, es inevitable simpatizar con el ser monstruoso, lo cual anula el efecto terrorífico del monstruo. En cierto sentido, Guillermo del Toro sigue las pautas posmo fijadas por Francis Ford Coppola en su «Dracula. Bram Stoker» (1992). Para Coppola, el drama del conde Drácula es romántico. No pretende infundir miedo, sino seguir la historia de un amor imposible entre «La Bella y la Bestia», con un milagroso final. La película está concebida utilizando sombras chinescas, por eso los actores sobreactúan hasta el ridículo, siguiendo el drama romántico que apunta a una pasión más allá de la muerte, con un regusto goticista funerario. Añádase que por esos años el SIDA hacía estragos y la sangre se vio como una metáfora de la infección y la muerte.
En otros términos, el filme remite, con sus golpes de efecto y excesos teatrales, al drama romántico amoroso más exacerbado cuyo modelo es Tristán e Isolda, que inspiraron el Amor Cortés, pues sólo mediante la muerte podían llegar a alcanzar el deseado amor absoluto.
Una vampira en el serrallo
El amor imposible de Drácula con Mina Harker, sigue las pautas que enunciara Ortega y Gasset en «Cambio en las generaciones» (1926) sobre el amor cortés como una forma de espiritualismo: en él es esencial la distancia; vacila siempre entre un sentimiento real y una ficción simbólica y finaliza diciendo que «En rigor, el amor puro es el amor que no se realiza, todo tensión, afán, anhelo».
¿Desde cuándo Drácula, que desea a Mina Harker, puede reprimir el ansia de hincarle los colmillos en el cuello y sorberle la sangre hasta convertirla en una vampira más de su serrallo? Desde que prima la fantasía de la humanización (imposible) del monstruo en el cine y la literatura, como en «Crepúsculo» (2008), una saga de fantasía romántica en la que Bella, una joven gótica se enamora de Edward, un bello vampiro totalmente humanizado, pues es capaz de enamorarse sin desear morderla. Un contrasentido, porque es innato en el vampiro el deseo de la sangre para sobrevivir y jamás se enamoraría de la heroína del drama. Un imposible metafísico que sólo puede darse en una ficción que traicione el original, virando hacia la fantasía romántica gótica como hizo Francis Ford Coppola y veintitrés años después recicla Lucano Besson en «Drácula, Un cuento romántico».
Remate de la utilización del fantasma cultural de los mitos de terror para volver al romance romántico-amoroso. Mejores eran las divertidas comedias «El baile de los vampiros» (1967) y «El jovencito Frankenstein» (1974).
Inicialmente, el Estudio Universal compró primero los derechos teatrales de «Drácula» (1929), que llevó al cine con Bela Lugosi. Continuó con «El doctor Frankenstein» (1931), de Mary Shelley, creando la imperecedera criatura del monstruo interpretada por Boris Karloff. Les siguieron «La momia» (1932), «El Hombre Invisible» (1933) y «El lobo humano», (1935), tres monstruos icónicos menores.
En pocos años se los conocía como los «Monstruos de la Universal». Un moderno y terrorífico circo Barnum de estos nuevos friquis cinematográficos que sustituían a la mujer barbuda, los enanos y demás fenómenos de la naturaleza del espectáculo popular de los «freak shows».
En plena decadencia, la Universal trató de reanimar ese universo teratológico con «La criatura del Lago Negro» (de Jack Arnold, 1954), rodada en 3D, con las consiguientes secuelas. Pero en esos años a los jóvenes les divertía más la amenaza nuclear, con arañas gigantes y extraños seres venidos del Espacio Exterior.
En 1957, el estudio inglés Hammer inició su producción de pelis de terror con «La maldición de Frankenstein» (1957), en la que Peter Cushing interpretaba al barón Frankenstein y Christopher Lee a la criatura, dirigida por Terence Fisher. Los tres repetirían en numerosas películas de terror de los años 60: «Drácula» (1958), con Peter Cushing en el papel del Doctor Van Helsing y Christopher Lee en el de Drácula, que modernizaría la caracterización clásica de Bela Lugosi por un conde Drácula dinámico, cruel y muy erótico, cuya imponente presencia inspiraba horror y deseo sexual a partes iguales.
Hay un malsano deseo en Drácula cuando se acerca a la mujer, ataviada con un salto de cama incitador y hace el gesto de besarla en la boca, pero su instinto de muerto viviente sediento de sangre le impulsa a morderle en el cuello y beberse sensualmente su sangre. La erotización del mundo vampírico fue el paso previo a la romantización posmoderna del «Drácula» de Ford Coppola.
Todos estos monstruos sufrieron el mismo proceso en la sociedad de masas: la máscara se apoderó del personaje y, al estilo Warhol, se reconvirtieron en iconos de la cultura pop, admirados, pero ya no temidos. Un fenómeno recurrente con los sucesivos sustitutos de Drácula, Frankenstein, La Momia y el Hombre Lobo por los malvados psicópatas del cine «Slasher»: Norman Bates, Jack Torrrance, Freddy Krueger, Jason Voorhees, Hannibal Lecter, Chucky y Ghostface.
Basado en la realidad
El Universo Slasher dio paso al nuevo monstruario contemporáneo: el asesino en serie, basado en personas reales, que además de un miedo cerval infundían un tipo de estupor muy similar al que produjo la serie de monstruos carentes de alma del cine mudo expresionista, como sucede en «El gabinete del Dr. Galigari» (1919), «El Golem» (1920) y «Nosferatu» (1922).
Es difícil que la moda de los asesinos en serie, actuales protagonistas del horror en la pantalla de plasma, se romanticen sin traicionar su esencia. Como a Drácula, les guía su frialdad psicopática. Compárese a Norman Bates de «Psicosis» (1960) con su modelo en la vida real Ed Gein, ficcionado por Ryan Murphy en la teleserie «Monstruo» (2022). Norman Bates acuchillando a la protagonista infunde terror. Mientras que los asesinos en serie Ed Gein y «Dahmer» (2022) repugnan y asquean, atrapados en una crueldad que espanta al espectador. El terror proviene de la presencia perturbada del asesino desalmado, cuyo salvajismo es una forma de terrorismo visual.
En «Lo siniestro» (1920), Freud habla de lo familiar vuelto extraño, aquello que debía permanecer oculto pero se manifiesta de forma perturbadora, fundamento de las pelis de terror psicológico. Ese sentimiento de terror lo infunde «Alien» (1979) el único monstruo que con su aparición babosa y fauces retráctiles aún asusta y hiela la sangre, como pretendía Mary Shelley al imaginar el original de «Frankenstein».
En la introducción a la edición de 1831 escribe: «Buscaba una historia que hablara de los misteriosos temores de nuestra naturaleza y despertara el terror más emocionante..., una que consiguiera que el lector mirara a su alrededor con miedo, que helara la sangre y que acelerara los latidos del corazón. Si no conseguía esas cosas, mi historia de terror no sería merecedora de ese nombre», firmaba.
Los autores posmo han abandonado el efecto que pretendían conseguir Mary Shelley y Bram Stoker. En sus desvaríos, lo han sustituido por los excesos del cine de horror gore, donde vuelan las vísceras, explotan los cerebros y se eviscera el cuerpo humano de forma realista. Dos obras son pioneras: «Blood Feast» (1963) y «La noche de los muertos vivientes» (1968), donde docena de zombies surgen de sus tumbas y devoran carne humana a dentelladas. Pese a sus excesos de Gran Guiñol, ese cine aún infunde pavor, como su revival posterior: «Evil Dead» (1989), de San Raimi, y «Braindead» (1992), de Peter Jackson, que configuraron el universo «splatter», en las que el terror se deslizaba hacia la pornografía del horror.
Llevado a la exageración cómica, la Factoría Troma unió el horror más gore con el sexo y ríos de sangre. Delirios friquis que hacían honor a la condición posmoderna de entremezclar géneros, ridiculizar los temibles monstruos y rehacer esa mitología ya caduca burlándose del cine serie B de Corman. Las pelis de Troma eran de serie Z y su máximo icono pop fue «El vengador Tóxico» (1974), un antihéroe con un mocho como arma letal: Winston Gooze, un conserje que sufre un accidente que lo transforma. Ni «Abbott y Costello contra los fantasmas» (1948) consiguieron ridiculizar tanto los mitos que había dejado el cine de terror de la Universal como el cine de psicópatas.
Hoy el cine de terror ya ni asusta ni tampoco pretende hacerlo. Ha derivado en unos cuentos de fantasía romántica y de amores imposibles de un goticismo cursilineo. Podemos afirmar que el ideal gótico que guió a Mary Shelley para escribir «Frankenstein» se ha perdido: «¡Oh! ¡Si al menos pudiera idear alguna (historia) que aterrorizara a mis lectores como yo misma me había aterrorizado aquella noche...!».