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Cruzada antitaurina: Cataluña, laboratorio de cancelaciones

No se pensaba que, cuando se presentó la ILP en el parlamento catalán para prohibir los toros, saldría adelante. Atentos a lo que puede pasar en el Congreso
El torero Ginés Marín en el Palacio de Toros de Vistalegre.
El torero Ginés Marín en el Palacio de Toros de Vistalegre.Alberto R. RoldánLa Razón
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En 2009, la plataforma Prou! [¡Basta!], un grupúsculo animalista encabezado por el activista argentino Leonardo Anselmi, presentó en el Parlamento catalán 180.000 firmas para someter a votación la prohibición de las corridas de toros. Entonces no creí que aquella iniciativa fuera a cristalizar en el veto a la tauromaquia en Cataluña. Después de todo, que un movimiento incardinado en la nueva etiqueta social respecto al animalario no hubiera conseguido más que 180.000 adhesiones en siete meses equivalía, a mi juicio, a un preludio de fracaso. El debate llegaría al Parlamento, sí, pero solo, me dije, para que un puñado de rapsodas se ejercitaran en el arte de la metáfora. El ganador de aquellos juegos florales fue Francesc Pané, poeta de guardia de Iniciativa per Catalunya, que llegó a proclamar, sin que la vergüenza lo disuadiera: «El botón rojo es el de la sangre; el botón verde, el del arte y la vida».
Tal como como mi amigo Oriol Trillas, taurino de pro, me vino advirtiendo desde que la ILP se registró en el hemiciclo, la prohibición salió adelante; gracias, entre otras razones, a la atonía del PSC (con el voto favorable, por cierto, de Toni Comín, a la sazón maragallista, que se daría a la fuga en octubre de 2017 tras haber promovido la consulta ilegal del 1-O). Por entonces, el ministro Ernest Urtasun, educado en el Líceo Francés, hijo de psuqueros y nieto de Jesús Urtasun Sarasíbar, destacado falangista navarro y combatiente en el bando nacional durante la Guerra Civil, en la que resultó herido, lo que le valió la Medalla del Sufrimiento por la Patria y una pensión vitalicia; en aquellas fechas, decia, el actual titular del Ministerio de Cancelaciones se desempeñaba como asesor del europarlamentario Raül Romeva, quien diez años después sería condenado por sedición y malversación. El puzzle, genealogías incluidas, es harto ilustrativo de hasta qué punto Cataluña es, antes que una región, una trama secular.
La sombría predicción de Trillas se fundaba en antecedentes cuya lógica se amoldaba de forma naturalísima al caso de los toros. En 1998, el Gobierno de Jordi Pujol promulgó la Ley de Política Lingüística. El PSC consintió que el texto previera sanciones para aquellos ciudadanos que no se tomaran al pie de la letra lo que recogía el preámbulo: «La lengua catalana es un elemento fundamental de la formación y la personalidad nacional de Cataluña, un instrumento básico de comunicación». Que un partido de obediencia española, como Pujol calificaba al PSC (eran tiempos en que el Gran Timonel aleccionaba a los suyos diciendo que a los socialistas había que enviarlos a la mierda de dos en dos, hoy ya van solos y en manada), se tragara semejante sapo, se debía a que CiU había prometido a sus dirigentes que esa ley jamás se llevaría a la práctica. Los convergentes, en efecto, les habían persuadido de que, para amansar a sus correligionarios más exacerbados, había que consentir gestos de esa clase. «Cómo se os ocurre pensar», vinieron a decirles, «que nos atreveremos a multar a un comerciante por rotular en castellano. ¡Nosotros, que somos el partido botiguer!».
El artefacto que armó el pujolismo acabó en manos de un filólogo de provincias llamado Josep-Lluís Carod-Rovira, que sancionó a todos aquellos autónomos para quienes «Todo a un euro» era un modo más eficaz, por pura economía de medios, de decir «Tot a un euro», desoyendo que «tot», imperativamente, fuera «un elemento fundamental de la formación y la personalidad nacional de Cataluña». Así, la Ley de Política Lingüística que nunca iba a aplicarse porque, claro, en qué cabeza cabe que yo, que profeso la moral de los tenderos, bla, bla, bla… se acabó aplicando.
Con los toros ocurrió algo parecido. Siete años antes de la prohibición, un pleno municipal había declarado Barcelona «ciudad antitaurina». Hay algo a lo que todavía le doy vueltas, y que vincula ese arrebato con fenómenos como el de la autodeterminación de género y la autopercepción en general. Las ciudades no acostumbran a autoinvestirse de tal o cual atributo; antes bien, les son otorgados, y valga el ejemplo de «ciudad olímpica». Así, que el Consistorio decidiera que Barcelona fuera ciudad antitaurina tenía el mismo valor fáctico que el del loco que se autopercibe Napoleón. En aquel momento, abril de 2004, semejante sobreactuación no «hacía oficial lo que era real», por mucho que La Monumental presentara visos de cierta decadencia: lo que pretendía era mutilar simbólicamente la españolidad de Barcelona.
Fue aquella la primera estación de un vía crucis que culminaría con el cerrojazo, y que se tradujo en un reguero de acometidas tan aparentemente inocuas como la gota malaya: el veto al acceso a los menores de catorce años, el intento baldío, a propuesta de los comunistas, de reformar la ley de protección animal para relegar las corridas de toros al limbo jurídico; la transformación de la antigua plaza de las Arenas en un centro comercial; el visto bueno a la tramitación de la ILP y, por último, la abolición, que fue promulgada mediante un acuerdo cuyos flecos recordaban el código mafioso, trufado de sobreentendidos, que regía en el antiguo oasis. No en vano, la ley contenía una coda destinada a blindar los llamados correbous, un festejo callejero muy enraizado en algunos pueblos del sur de Cataluña, y en el que priman la zafiedad, la ausencia de rigor estético y el maltrato deliberado a la bestia, un maltrato que carece del menor contrapeso que merezca asimilarse al arte. En eso quedó el animalismo de los diputados del PSC, de CiU, de ICV y de ERC, en una farsa reeducativa, fragua de «nuevas catalanidades».
No osaría decir que la roturación nacionalista ha terminado por convertir un anhelo en realidad, esto es, que Barcelona sea hoy una ciudad resueltamente antitaurina, sobre todo porque antes que antitaurina es una ciudad sin rumbo ni rumba, tan crepuscular como lo fue La Monumental en los noventa. Lo cierto, no obstante, es que del conato de resistencia que desató el tomasismo no quedan sino el raso olvido o la general indiferencia. Empezando por la de los herederos del fundador del negocio, el dinamizador cultural don Pedro Balañá Espinós (lean «El mayor espectáculo del mundo», la magnífica biografía que le dedicó Josep Guixá, publicada en Almuzara).
Que Urtasun abandere el desprecio del Gobierno a los toros rretirándole al gremio el Premio Nacional no es una simple extravagancia electoralista, sino la primera ficha de un probable efecto dominó que, como en Cataluña, podría desembocar en un semillero de «nuevas españolidades». También se decía del Procés, no lo perdamos de vista, que no era susceptible de trasposición, y en él estamos inmersos. Cataluña, que fue vanguardia, es hoy laboratorio.