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Memoria histórica

El mono del hombre que movió la losa de los 2.000 kilos de Franco

Vicente Guillén dirigió la sepultura de la tumba de Franco hace 44 años. ¿Pero reabrirla hoy es tan complejo como ha dicho la justicia? Su hijo, que también formó parte del dispositivo, lo desvela.

Foto: Gonzalo Pérez
Foto: Gonzalo Pérezlarazon

Vicente Guillén dirigió la sepultura de la tumba de Franco hace 44 años. ¿Pero reabrirla hoy es tan complejo como ha dicho la justicia? Su hijo, que también formó parte del dispositivo, lo desvela.

No le falta razón al señor Guillén cuando dice que «el entierro de Franco parece un tema de eterna actualidad»; desde luego que así ha sido durante el mandato de Pedro Sánchez. El principal caballo de batalla del Gobierno saliente ha terminado convirtiendo el destino de los huesos de la discordia en página habitual de la agenda pública. Un nuevo capítulo cada semana que, a modo de folletín, destapaba las improvisaciones de un ejecutivo que se topaba esta misma semana con la enésima china en el camino: el auto del juez José Yusty Bastarreche en el que se ponía en entredicho la viabilidad de la empresa. «No hace falta ser arquitecto, arquitecto técnico, ingeniero ni maestro de obras para percatarse de que ello [mover una losa de algo menos de 2.000 kilos] es de por sí algo complicado, difícil de manejar y por tanto peligroso por el riesgo evidente, que no hace falta explicar, de caída, rotura o cualquier otro accidente que pueda ocurrir y que, a su vez pueda causar daños a las personas», dictaba.

Pero ¿qué tiene de cierto esta sentencia? Responde la «fuente primaria», como se define el hijo del fallecido Vicente Guillén, el hombre que dirigió aquel 23 de noviembre de 1975 la colocación de la ahora controvertida lápida. Prefiere no dar más nombres que el ya conocido porque «en la familia siempre hemos huido del foco mediático», dice quien también formó parte del operativo cuando apenas era un veinteañero, «pero se han escrito muchas barbaridades del tema y me pongo negro con lo que leo. Lo único que queremos es que se respete la obra de mi padre».

Fue Vicente el encargado de proporcionar «prácticamente toda la piedra del Valle [también del Clínico, de la cárcel de Carabanchel, de los Nuevos Ministerios...]», explica su descendiente. «De la extracción a la colocación». Incluida la tumba de José Antonio Primo de Rivera, donde comienza la verdadera historia de la impoluta losa de Franco, sin inscripciones previas que se han contado en algunas leyendas. «Debía de ser el año 57», acota hoy Guillén, «cuando nos encargaron la lápida de José Antonio». Diego Méndez, el último arquitecto de los fastos empedrados del Valle de los Caídos, pedía al industrial «una para José Antonio y otra igual por si acaso, porque, a lo mejor, el Caudillo también quiere reposar aquí». Dicho y hecho. Don Vicente repartió la pieza «joseantoniana» sin problemas, en plazo, antes de la inauguración del Valle en el 59, y dejó la de reserva en el almacén de Alpedrete a la espera de nuevos acontecimientos.

Lo que no sabían ni los Guillén, ni Méndez, ni nadie, es que aquel pedazo de roca iba a dormir el sueño de los justos y sufrir las inclemencias de la climatología serrana durante casi veinte años; olvidado por todos. Nieve, sol, moscas, verdín, saltamontes, hierbajos y demás elementos de la Sierra madrileña fueron la única compañía de una piedra que se enterraba un poco más con cada estación. Pero se acercaba el final de la dictadura y, con Franco agonizando en las salas de la Paz, el Pardo ya preparaba el inevitable desenlace. Fue entonces, tres días antes de la muerte, cuando Fernando Fuertes de Villavicencio –último jefe de la Casa Civil del general– llamó a las oficinas de Guillén: «Según mis fuentes hay otra lápida igual que la de José Antonio. ¿Me lo pueden confirmar?». «Denos un momento», pidieron los canteros antes de correr hasta el almacén para comprobar que la losa que depositaron allí a finales de los 50 seguía en su sitio. Y sí, estaba: «Se notaba perfectamente la zona que había estado a la intemperie y la que no», recuerda Guillén.

–Pues vayan preparándola [apremiaban las altas esferas]. No sabemos todavía dónde van a enterrar al Caudillo, pero no podemos esperar para improvisar y tenemos que estar preparados.

Tocaban a rebato en los talleres de unos Guillén que ese mismo día se pusieron a labrar la piedra. Luego vendrían más llamadas de la Casa Civil: «Una para llevar una plantilla al Valle y ver cómo quedaba. Mi padre, mi hermano, mi tío y yo fuimos a las doce de la noche acompañados por una pareja de la Guardia Civil, como si fuera una novela de intriga. Cuando llegamos estaban haciendo la sepultura y forrando de plomo la fosa porque se habían encontrado con una fuga de agua», recuerda el hijo de los Guillén. El otro telefonazo vendría con Franco ya muerto. «Pensábamos que nuestro trabajo había terminado después de hacer la inscripción y de subir la pieza, pero no». Los tiempos del entierro tenían que estar medidos y los trabajadores de Patrimonio no eran capaces de cumplir los plazos, así que la Casa Civil volvió a requerir los servicios de los canteros. «Eso lo tenemos listo en quince minutos», aceptó Vicente ante la sorpresa de su vástago, que le reprochó: «No seas farolero». Pero llevaba razón. Haciendo bueno eso que dijo Arquímedes de «dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», el director de esta orquesta encontró la solución y movió la pieza: «Con dos uñeros, uno en los pies y otro en la cabecera, teníamos el hueco necesario para introducir los gatos. Entonces se levantaba la piedra, se metían unos rodillos y la losa se podía mover con cuatro dedos. Mi padre disfrutó esos días como un enano, lo tenía todo muy pensado, aunque yo no lo creyera hasta el ensayo», explica Guillén de una operación que, a la inversa, «es relativamente fácil. Quizá haya que romper alguna baldosa de alrededor, pero no debería haber problema para tenerlo en minutos».

De estreno para pasar a la historia

Se sabía que las imágenes del entierro de Franco en el Valle de los Caídos quedarían para la historia, así que Patrimonio Nacional se ocupó de que todo quedara impoluto para la posteridad. Las televisiones y los flashes de la Prensa escrita no podían inmortalizar a los operarios que bajasen el cuerpo del Caudillo a la fosa de cualquier forma, por lo que se repartieron nuevos monos entre sus empleados. También para los trabajadores de la casa Guillén, que como el de nuestro protagonista, Vicente, fueron guardados como una reliquia por la familia. En la imagen se pueden observar hasta a diez operarios para mover la lápida, aunque la familia se confiesa: «La verdad es que se ve a un montón de gente de Patrimonio que no pintaban nada. A mi padre no le hacían ninguna falta».