¡Ya está bien, carajo! Cómo ganar de una vez la batalla cultural en hispanoamérica
Todos los países hispanos arrastramos complejos heredados del pasado que nos impiden trabajar juntos para obtener el lugar que por tamaño y por historia nos corresponde
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Las tres lenguas con más hablantes nativos del mundo son, por este orden, el chino, el español y el inglés. Mientras dos de ellas cuentan con un modelo cultural y de poder que las proyecta globalmente, el español sigue sin tener quien lo proteja, represente y aproveche, en términos geopolíticos, sociales, culturales y económicos. Existe un poder anglosajón y un poder chino ¿pero un poder hispano? Ni está ni se le espera.
Cada vez somos más –superamos los 500 millones de hablantes– y nos extendemos por más territorios –60 millones de hispanos habitan en los EEUU–, pero podemos menos. Porque estamos divididos, enfrentados entre nosotros, con baja autoestima colectiva, cognitivamente dependientes de modelos culturales foráneos y tendemos a equivocarnos de enemigo. López Obrador prefiere buscar en sus propios ancestros hispanos (aunque se haga el despistado) los culpables de la decadencia de México, en lugar de mirar a sus gobernantes más recientes o a los del país del norte, que les expolió gran parte de su territorio (incluido el oro de California y el petróleo de Texas) con el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848). Como decía Joaquín Bartrina, poeta catalán que también se sentía español (lo que entonces no era ningún problema), en 1876, se reconoce a un inglés porque alaba a Inglaterra o a un francés porque habla mal de Prusia, pero a un español se le identifica porque habla mal de España. Si cambian España y español, por Hispanidad e hispano tendrán una de las claves de la actual situación de deterioro y decadencia psico-colectiva en que vive una Comunidad de 500 millones de potenciales conciudadanos, emprendedores, clientes, trabajadores y consumidores. ¿Cómo superar este estado de vasallaje cultural que nos lleva al harakiri histórico-cultural?
Debemos tomar conciencia de que la cultura es el «software» que conforma el imaginario colectivo de un grupo o sociedad dada. Sin que nos percatemos, la cultura cambia, para mejor o para peor. Los antiguos bárbaros y vikingos pasan hoy por ser los pueblos más civilizados del mundo mientras los inventores de la piratería internacional y el terrorismo marítimo hoy presumen de «gentlemen» y de respetar las normas. Por el contrario, aquellos que durante trescientos años lograron legitimar el mestizaje y crear la conexión comercial más rentable del mundo con la primera moneda global, con decenas de universidades, acueductos kilométricos, infraestructuras de comunicación norte-sur y este-oeste, empresas transcontinentales (como la del tabaco), un servicio de correos ejemplar, cientos de colegios y hospitales, paz interna, ciudades reconocidas como patrimonio de la humanidad… hoy pasan por ser rehenes del narcotráfico y del crimen organizado, con baja productividad, una sistema educativo deficiente, infraestructuras de baja calidad, y unas elites mediocres.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Si bien la guerra convencional no sucede siempre, la guerra cultural es permanente llevándose a cabo a través del hábil y astuto manejo de tres instrumentos: la falsificación del relato, la manipulación de las imágenes y la imposición de los nombres. Debemos ganar la batalla del relato pues los cuentos que nos cuentan cuentan o descuentan ya que condicionan nuestra imagen y auto-concepto. Por ejemplo, el cuento de que el mundo hispano no ha tenido revolución, modernidad o ilustración. En realidad, fuimos los que en el siglo XV-XVI protagonizamos la primera revolución global (conectó los dos hemisferios), geográfica, tecnológica, social (leyes de Indias) y alfabética, gracias a la expansión de la gramática de Nebrija. Asimismo, el siglo XVI de las luces hispanas ha sido cancelado para ocultar que la ilustración no nace (no puede nacer) en la sangre de las guillotinas de parís, sino en los debates serenos de las aulas de la universidad de Salamanca. Es como cuando algún hispanobobo despistado clama que «¡ojalá nos hubieran conquistado los ingleses!». No se han enterado de que en efecto lo hicieron en 1820 y que esa es la causa real, entre otras como la falta de autocrítica, de la decadencia que empieza entonces y no antes.
Debemos igualmente ganar la batalla de las imágenes, que valen mucho más que mil palabras; antes porque la gente no sabía leer y hoy porque aunque la población está formalmente alfabetizada, no suele practicar el «vicio» de la lectura. Y esto lo saben muy bien los que cultivan el perverso arte de la manipulación. Si un anuncio de un minuto puede cambiar nuestro comportamiento de consumo qué no podrán hacer con dos horas pegados a una pantalla. Una tentación demasiado grande para que los distintos poderes la dejen pasar por alto, salvo que seas hispano o hispanobobo. Por eso existe un Hollywood pero no un Hispawood.Por último, debemos ganar la batalla de los nombres. Al principio y al final fue el «Verbo». Nombrar las cosas es tarea propia de dioses pues condiciona la manera en que percibimos el mundo. Como algunas marcas dominan el mercado de bienes y servicios, otras marcas dominan el «mercado» de las ideas y conceptos. De hecho, la situación geopolítica y la estructura mental de los habitantes del continente serían muy diferentes si se hubiera llamado al continente «Las Indias», como lo llamaban los españoles, en lugar de «América». En ese caso, el norte protestante y anglosajón de América, siendo los recién llegados, no se habrían podido apropiar cultural y psicológicamente de todo el continente («América para los americanos»), además sin matices. ¿Por qué no existe el término «angloamérica»?
Todo esto no es baladí pues recuerden que la economía es un «estado de ánimo». Como decía Calderón de la Barca, «quien no parece [lo que es], perece [por lo que no es o dicen otros que es]». Gracias al relato dominante que se enseñorea de nuestras neuronas, por muy académicas que se vistan, nuestros ciudadanos se someten, consciente o inconscientemente, a modelos de pensamiento que no hemos creado mientras la política hispana (bastante cateta) se debate entre una derecha mayormente anglófila y una izquierda esencialmente amlófila (por López Obrador).
[[H2:Siempre «plus ultra»]]
La izquierda busca sus fuentes, bien en una Ilustración francesa que odiaba y despreciaba a todo lo que sonara a español, o bien en el marxismo, una ideología creada por un alemán que escribía en Londres, y cuya máxima expresión práctica se dio en las dictaduras soviéticas y china. ¿Qué tenemos que ver con eso? ¿Por qué no acudir a las innovaciones sociales presentes en las Leyes de Burgos y de Indias, que introdujeron el concepto de salario mínimo, la jornada de ocho horas, el derecho a vacaciones, la prohibición del trabajo de menores de 14 años, o la protección de la trabajadora embarazada?
La derecha busca sus referentes en el liberalismo individualista y utilitarista británico convertido luego en capitalismo, ignorando que la libertad toma carta de naturaleza jurídica en Salamanca y que existió un liberalismo hispano de corte humanista. ¿Por qué no recuperar que el verdadero contrato social lo diseña Francisco Suárez y que el mérito y capacidad (la terna) y la rendición de cuentas y lucha contra la corrupción (limitación de mandatos, juicio de residencia e inspecciones de los visitadores) son aportaciones hispanas? ¿Acaso habría algún hispanófilo en Reino Unido si España mantuviera una colonia en la Isla de Wight, para controlar el canal de la Mancha, en pleno siglo XXI?
De todas estas cosas trato en el libro «El Sacro Imperio Romano Hispánico. Una mirada a nuestro pasado común para una nueva Hispanidad», haciendo especial hincapié en demostrar que el que sucedió al Imperio romano no fue tanto el Sacro Imperio Romano Germánico —que rompió con Roma, no hablaba latín y era dudosamente germánico— sino el hispánico –el heredero natural ocultado– pues fue éste (SIRH) el que llevó la civilización greco-romana «plus ultra», del Mediterráneo al Atlántico y luego al Pacífico.
En realidad, todas las grandes empresas, y los 300 años fueron una enorme empresa, tienes un debe y un haber. Lo que cuenta es el saldo neto y cabe sostener, con datos, que el del SIRH es el mejor de todos los imperios de duración y extensión similares. Sólo redimiendo el pasado podremos salvar nuestro futuro. No se trata sólo de sobrellevar complejos sino de superarlos para convertir nuestro viejo yo colectivo en una Nueva Hispanidad que aspire a ocupar el lugar que por tamaño, historia y trayectoria le corresponde. Hagamos Hispanoterapia. Siempre «plus ultra».