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Ferrari derrapa en Venecia mientras Pinochet se desangra

Michael Mann y Adam Driver presentan su «biopic» del apellido más célebre de la historia del motor, mientras que Pablo Larraín indaga en la sátira de la dictadura chilena con «El conde»
Adam Driver presentando "Ferrari", de Michael Mann, en el Festival de Venecia
Adam Driver presentando "Ferrari", de Michael Mann, en el Festival de VeneciaVianney Le Caer/Invision/APAP
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

Venecia (Italia) Creada:

Última actualización:

Fue inevitable que Adam Driver se pronunciara en contra de compañías como Netflix y Amazon cuando se le preguntó por la huelga de actores, aprovechando la ocasión para echar flores a las distribuidoras independientes que han hecho posible que él estuviera defendiendo “Ferrari” en la 80ª. Edición de la Mostra veneciana. Otra cosa es considerar que la última película del octogenario Michael Mann, de cien millones de presupuesto, sea “independiente”. Lo es en la medida en que lo era el propio Enzo Ferrari, que se resistió cuanto pudo a recibir inyección de capital de grandes empresas automovilísticas para no perder el control de su producto. Tal vez es esa “independencia” la que ha hecho que Mann haya invertido más de dos décadas en este proyecto, el retrato de un hombre y su sueño, que coincidía, en sección oficial, con “El Conde”, del chileno Pablo Larraín, otro retrato de un hombre, Augusto Pinochet, y sus pesadillas.
"Ferrari", de Michael Mann
"Ferrari", de Michael MannNEON
Para mí los biopics son lineales y se emiten por el canal Historia, son documentales, y no me interesan”, declaró Mann. “Dar vida a alguien tan melodramático y operístico como Enzo era mucho mejor que cualquier cosa que pudiera inventarme”. Eso explica su decisión de situar la trama de “Ferrari” en 1957, un año bisagra en la vida del empresario y piloto automovilístico italiano: el año en que su matrimonio hacía aguas (su mujer es Penélope Cruz, en plan ‘mamma’ amargada), en que la muerte de su hijo pesaba como una lápida, en que crecían las exigencias de su amante para que reconociera a su hijo bastardo, en que su empresa estaba en bancarrota y en que su equipo tenía que ganar la carrera de la Mille Miglia para revalidar la reputación de su escudería. En manos del director de las espléndidas “Heat” y “Collateral”, “Ferrari” podría haber potenciado el músculo de las escenas de carreras (escasísimas) e intensificar los dilemas pasionales de su protagonista, pero el resultado final no puede ser más decepcionante. En otra película con aspiraciones operísticas, “House of Gucci”, con la que comparte a un hierático Adam Driver como protagonista, la confusión de tonos entre lo épico y lo culebronesco otorgaba un cierto carisma (involuntariamente ‘camp’) al conjunto, pero en “Ferrari” todo resulta excepcionalmente plano. Los personajes son puro arquetipo, el relato carece de fuerza dramática y olvidémonos del Mann atmosférico, el que reinventó las texturas de la imagen ‘mainstream’ con el digital de alta definición. Si nos dicen que este “Ferrari” lo ha conducido Ron Howard, nos lo creemos a pies juntillas y con el freno de mano.

Luc Besson, el mejor amigo del perro

“Las dos únicas cosas que pueden salvarte son el amor y el arte, no el dinero”. Habla Luc Besson, primer director cancelado que saca el morro en la competición con “Dogman”, la película más extravagante vista en la Mostra hasta ahora. El director de “Lucy”, que fue absuelto el pasado mes de junio de los cargos de violación en su juicio contra la actriz Sand Van Roy, cuenta la vida de un mártir y ángel vengador (interpretado con metódica convicción por Caleb Laundry Jones, que se pasó la rueda de prensa respondiendo con impostado acento escocés) que supera su siniestro historial de abusos infantiles gracias al amor canino. Convertido en una especie de San Francisco de Asís de los perros sin collar, Douglas es una anomalía social con un insobornable sentido de la justicia. Besson tiene una especial capacidad para convertir la biografía de su antihéroe, que es un saco de clichés, en una bizarra reivindicación de la vida vista y practicada desde los márgenes. Sin temer al exceso, y de la mano de un actor que se entrega a ciegas a los delirios de su director -que incluye su conversión provisional en ‘drag queen’ con piernas ortopédicas, con una extraordinaria presentación en sociedad como Edith Piaf-, la película es muchas cosas a la vez: una parábola religiosa, un melodrama social, una confesión a tumba abierta, un thriller de justicieros urbanos y una fábula animalista. Su excentricidad es un soplo de aire fresco en un festival como este, tal vez porque Besson nunca la pensó para competir con pesos pesados como Bonello o Hamaguchi.

“El Conde” no puede llegar en momento más oportuno: no solo se cumplen cincuenta años del golpe militar que derrocó a Salvador Allende sino que su estreno en Venecia coincide con el juicio por el asesinato del cantautor Víctor Jara y el anuncio del presidente Gabriel Boric de un plan de búsqueda de los desaparecidos durante la sanguinaria dictadura de Augusto Pinochet. Si Pablo Larraín insistió en rueda de prensa que Pinochet nunca había sido retratado en cine o televisión, también es cierto que su fantasma recorre parte de su producción chilena, desde “Post Mortem” a “No”. Pinochet está en todas partes y en ninguna, por eso se resiste a reflejarse en el espejo de la ficción, como un vampiro. “El Conde”, pues, parte de una premisa brillante: Pinochet es un chupasangres milenario, que, desde la Francia que guillotinó a María Antonieta (cuya cabeza guarda en formol) hasta el Chile de Allende, decidió convertirse en arma contrarrevolucionaria, como un camaleón venenoso que percibe en su inmortalidad una manera infalible de hacerse rico a costa del dolor del pueblo. “Pinochet compartía con Franco la poca inteligencia y la pasión por la maldad. Fueron los bufones de otros grupos de poder que los apoyaron”, explicó Larraín. “Y el mal debe ser representado. Cómo si no, existirían pintores como Lucien Freud o Goya”. En “El Conde”, Pinochet encarna una idea transversal del mal, que cruza océanos de tiempo y fronteras geopolíticas (“es la impunidad lo que lo hizo eterno”, admite Larraín), y cuyo recuerdo incluso trasciende la reivindicación de la memoria histórica. Es una cuestión de justicia que Pinochet, su mujer y sus herederos, confinados en una mansión decadente, sean retratados como una familia miserable y avariciosa, una pandilla de ladrones monstruosos.
"El conde", de Pablo Larraín, el 15 de septiembre en Netflix
"El conde", de Pablo Larraín, el 15 de septiembre en NetflixNETFLIX
Pinochet, el vampiro, ha decidido dejar de beber sangre. Ya no quiere arrancar más corazones ni ponerlos en la batidora. Ha colgado la capa de supervillano, ya no vuela en busca de sus víctimas, avanza con un caminador por la madera que cruje, surcando un mundo en blanco y negro, como de película antigua. Y ahí, con él, su ayudante, su familia y una monja exorcista, “El Conde” se estanca. Es una pena, porque, más allá de denunciar los pecados veniales del dictador en clave satírica, Larraín no sabe qué hacer con su punto de partida. Da la impresión de que el filme, absolutamente deslavazado, está improvisado sobre la marcha; que, en fin, la fuerza ideológica de su parábola necesita una urgente transfusión de mala uva para seguir avanzando, renqueante, y para cuando otra política aparece sacando colmillo, la idea brillante se ha transformado en broma fútil.