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FOTOGRAFÍA

Graciela Iturbide: el simbolismo de lo cotidiano

La fotógrafa mexicana, en cuyo trabajo destaca lo analógico y el blanco y negro, ha sido la galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes

FOTODELDÍA CIUDAD DE MÉXICO (MÉXICO), Fotografía de archivo del 01/04/2011de la fotógrafa mexicana Graciela Iturbide, en su exposición "Graciela Iturbide. Retrospectiva 1969-2008". La fotógrafa mexicana Graciela Iturbide, uno de los grandes nombres de la fotografía artística de inspiración social y cultural, ha sido galardonada este viernes con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2025. A lo largo de más de medio siglo de trayectoria ha retratado a pueblos indígenas de México, Panamá, ...
La fotógrafa mexicana Graciela Iturbide, Premio Princesa de Asturias de las Artes 2025Sáshenka GutiérrezAgencia EFE

Ayer, el currículum de Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942) destacaba por haber ganado todos los premios más prestigiosos del mundo de la fotografía -W. Eugene Smith, beca de la Fundación Guggenheim, Premio Hugo Erfurth, etc.-. Hoy, a este palmarés difícil de mejorar, la fotógrafa mexicana suma el Princesa de Asturias de las Artes.

«¿Ojos para volar?», Coyoacán, México, 1991. Una de las fotografías en que Graciela Iturbide se autorretrata. A la dcha., la icónica «Nuestra señora de las iguanas», tomada en Juchitán, México, en 1979
«¿Ojos para volar?», Coyoacán, México, 1991. Una de las fotografías en que Graciela Iturbide se autorretrata. A la dcha., la icónica «Nuestra señora de las iguanas», tomada en Juchitán, México, en 1979larazon

Lo cierto es que, contextualizada esta distinción en el vertiginoso contexto actual, no se puede más que concluir que se trata del reconocimiento a una autora a contracorriente. En un momento en el que la creación artística gira en torno al papel presente y futuro de la Inteligencia Artificial, Iturbide sobresale, en la historia de la cultura visual contemporánea, por su doble compromiso con lo analógico y el blanco y negro. En el primer caso, la invasión de lo digital jamás la ha persuadido de trabajar con tres marcas clásicas de cámara: Mamiya, Leica y Rolleiflex. Le gusta el contacto con el material, revelar, manipular los negativos. Al fin y al cabo, la rotundidad de sus imágenes obedece, en parte, a la capacidad de Iturbide para poner de manifiesto la fisicidad del material y la vida de los procesos químicos. Con respecto a su renuncia al color, suele citar una frase de Octavio Paz que resume su posicionamiento ante la realidad: “La vida es en blanco y negro”. Paradójicamente, su contacto íntimo, casi carnal, con el mundo se produce a través de la abstracción que supone el blanco y negro: “en general -reconoce-, las fotos de color las siento como de mentira”; y esta falta de autenticidad le llevó a declarar, en 2018, en este mismo diario, que, para ella, la fotografía en color era una suerte de “Disneylandia”.

Graciela Iturbide entró en contacto con la fotografía cuando era todavía una niña y utilizaba una Brownie para capturar imágenes. Su padre era fotógrafo y, por la tanto, una temprana fuente de inspiración. Sin embargo, su primer impulso fue ser escritora; ambición que perduró hasta que, en 1969, ingresó en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la Universidad Autónoma de México. Allí se despertó su pasión no por filmar, sino por fotografiar. Y ello se debió a una figura crucial en su vida: la del fotógrafo Manual Álvarez Bravo. Iturbide lo recuerda como un maestro que motivaba a sus alumnos a valerse por sí mismos. Un día le preguntó cómo revelaba sus carretes, y la respuesta que recibió es un epítome de su labor docente: “Mire, Graciela, vaya y compre un rollo, lea las instrucciones, y verá que le sale bien”.

ASTURIAS.-Premios.- El jurado premia a Iturbide por su "profundidad artística" y sus fotos "cargadas de simbolismo"
ASTURIAS.-Premios.- El jurado premia a Iturbide por su "profundidad artística" y sus fotos "cargadas de simbolismo"Europa Press

Aunque Iturbide ha trabajado a lo largo y ancho del mundo, su principal compromiso profesional ha venido de su trabajo con las comunidades indígenas. En 1978, el Archivo Escenográfico del Instituto Nacional Indigenista de México le encargó documentar a la población indígena del país, y la fotógrafa decidió centrarse en el pueblo seri -pescadores nómadas localizados en el desierto de Sonora-. Un año más tarde, el artista Francisco Toledo -otra de las grandes influencias de su vida- le invitó a fotografiar el pueblo de Juchitán. Uno de los frutos del dilatado trabajo en esta comunidad fue el mítico libro “Juchitán de las mujeres” (1989), en el que Iturbide sumaba, a su “inteligencia antropológica”, un sólido y particular feminismo que siempre le ha guiado. El “indigenismo” ha calado en su obra de una manera que trasciende la estética e icnografía etnográficas; este constituye, antes bien, un sentido de “raíz” que ancla a las personas a la tierra y les confiere una presencia turbadora, tan próxima como enigmática.

En los ejercicios reduccionistas que se utilizan para etiquetar las obras de los creadores, la producción de Graciela Iturbide se ha adscrito al género del retrato. Su universo visual es más que un conjunto de rostros; pero hay que reconocer que ese “conjunto de rostros” ha diseñado uno de los “mapas humanos” más fascinantes del último medio siglo. Llama especialmente la atención el hecho de que, en muchos de estos retratos, los sujetos no miran directamente a la cámara. Con sus ojos fijos en algún punto del infinito, Iturbide construye imágenes que, por un lado, poseen esa dimensión háptica de poder ser tocadas por la mirada, mientras que, por otro, abren una distancia, un cierto abismo de sentido con el espectador. De hecho, el concepto de “inmediatez” que distingue a sus fotografías surge de la confluencia de dos polos discursivos aparentemente irreconciliables: el primero de ellos es el del trabajo por intuición, subordinando el acto de disparar la cámara al efecto de sorpresa generado por un detalle en concreto. Iturbide no mira con premeditación, a través de ojos guionizados; en cada fotografía sume el rol del “paciente” -el sentido del “pathos”, de la mirada que se deja afectar-. El segundo, por el contrario, se define por lo que la búsqueda del “simbolismo en las calles”. Tal y como reconoce la autora, “me gusta ir a los pueblos y encontrar sus creencias y lo simbólico en los detalles”. A dicho plano simbólico se accede por medio de la imaginación, y esta se nutre y se potencia a través de la lectura. Para Graciela Iturbe, la literatura es el incentivo de lo imaginario. Mirar es el acto de leer la realidad –de una manera figurada y literal-. O lo que es lo mismo: la sorpresa -en el caso de la fotógrafa mexicana- es un acontecimiento intelectual. De ahí esa extraña sensación que impregna cada una de sus imágenes, por la que el espectador se enfrenta a una “inmediatez mediada”. La intuición no deja de ser un reconocimiento de lo antes leído; el cuerpo es, al mismo tiempo, abrazo y distancia. Como afirma Iturbide, la sorpresa es “lo que me encuentro y lo que tiene que ver con lo que yo sé de algún autor o con mi propia vida”. Contra la mitología de la imagen original -aquella que la mirada jamás podría haber imaginado-, la fotografía de Graciela Iturbide transcurre en el recuerdo de lo alguna vez imaginado.