Papel

Haneke: El director que quiere echarle de la sala

Un libro desgrana a partir de 50 horas de entrevista las obsesiones, las vicisitudes y los temas de la carrera de un realizador incómodo y polémico que ha ganado dos veces la Palma de Oro y que estrena el viernes en España su nueva cinta, «Happy End»

Michael Haneke (en el centro), en el set de rodaje de «Happy End» junto a Jean-Louis Trintignant y la pequeña Fantine Harduin
Michael Haneke (en el centro), en el set de rodaje de «Happy End» junto a Jean-Louis Trintignant y la pequeña Fantine Harduinlarazon

Un libro desgrana a partir de 50 horas de entrevista las obsesiones, las vicisitudes y los temas de la carrera de un realizador incómodo y polémico que ha ganado dos veces la Palma de Oro y que estrena el viernes en España su nueva cinta, «Happy End»

¿Qué director en sus cabales no espera, al final de la primera proyección de su película, un aplauso cerrado y unánime? ¿Es posible desear lo contrario? Con Michael Haneke no es tan sencillo. Quizás es que no está en sus cabales o, más bien, que su tipo de cine es de esos que aspiran a congelar en un momento de duda el aplauso. El caso es que el austriaco ha desarrollado una perversión que consiste en disfrutar de la respuesta extrema, polarizada, desquiciada, del público. Fue con «Funny Games» (1997), en Cannes, donde a la postre se llevaría el Premio Fipresci de la crítica a pesar de que un puñado de ellos abandonaron la sala. «Para mí la participación más espectacular en Cannes sigue siendo esa, no porque fuese la primera, sino por el griterío al final de la proyección –confiesa–. Había espectadores furiosos, mientras que otros gritaban ''¡Bravo!''. En ese momento supe que no obtendría ningún premio, pero incluso así me encantó. Y me gustó tanto que cuando oí la sala al completo aplaudir después de ''La pianista'' –con la que concursó en 2001–, me pregunté en qué me había equivocado».

Su estilo seco, inmisericorde, en el que la violencia, aun matizada por el uso constante de la elipsis, se hace insoportable, le ha ganado tantos adeptos como fuertes hostilidades. Haneke no ha venido a complacer ni, como buen austríaco, a ironizar o juguetear con las pasiones extremas del hombre. Todo se lo toma en serio y ahí donde otros dicen «eh, tranquilo, que esto es solo cine» el replica «ojo, que esto es verdad, no son trampas hollywoodienses».

Pura provocación

Por eso diseñó con «Funny Games», una cinta en la que dos jóvenes fríos y psicópatas torturan a una familia burguesa, una cinta dilema que te interpela a escapar de la sala: «Funcionó tal como esperaba en cuanto a la provocación, sacando de quicio a unas cuantas personas. Pero, en realidad, los espectadores hubieran debido enfurecerse contra sí mismos. Siempre pensé que los que vieron la película hasta el final se la merecían, ya que nadie les obligaba a quedarse en la sala. Mi objetivo era enseñar a los espectadores lo que significa la violencia. Los que se escandalizaron después de ver toda la película me hacen gracia. Después de la primera bofetada, asistieron a actos cada vez más violentos sin inmutarse, incluso pudiendo levantarse e irse en cualquier momento. Pero se quedaron pegados al asiento, porque el poder de manipulación del cine es tal que a pesar de las cosas desagradables por las que les hice pasar, querían saber el final».

Muchos de quienes descubrieron a Haneke entonces (o un poco antes con la también áspera «El vídeo de Benny») o los que vinieron después («La pianista», «La cinta blanca», «Amor»...), hasta «Happy End», su 11 largometraje que se estrena este viernes, se han preguntado «¿Qué clase de persona es ese Haneke para hacer películas tan sombrías?». El libro «Haneke por Haneke» (Editorial El mono libre), que recopila 50 horas de entrevistas de los críticos Michel Cieutat y Philippe Rouyer, aspira a responder a esa y otras preguntas. Asegura el austríaco que no hay «cosa que me saque más de quicio» que esa pregunta sobre su personalidad. Y añade: «No tuve una infancia triste. Soy una persona muy normal. Quizás cueste creerlo, pero es verdad». Nacido en Múnich en 1942, con el nazismo en su apogeo, reconoce que aquel pecado de sus antepasados «debió marcarme, aunque fuese insonsciente (...). Creo que no se puede vivir sin ser culpable, es un tema que me toca profundamente y que se encuentra en todas mis películas». Con todo, su infancia son recuerdos de la tranquila burguesía local de Wiener Neustadt, a 50 kilómetros de Viena, bajo las faldas de su tía, la mujer más importante de su vida, tanto que, cuando ésta se quitó la vida con 92 años, a Haneke no le quedó más remedio que preguntarse por el sentido de la vejez y realizó su demoledora obra maestra «Amor». La música (ya se sabe el mimo especial que ha dedicado a la clásica en sus bandas sonoras) y la poesía fueron amores previos al cine. De hecho, «mi primera experiencia en el cine fue aterradora. Mi abuela y yo fuimos a ver ''Hamlet'', de y con Laurence Olivier, pero pasé tanto miedo que me puse a llorar ruidosamente. Tuvimos que irnos para no molestar a otros espectadores».

Pero el cine, como ya saben, acabó convirtiéndose en su vida. Desde el descubrimiento de James Dean («Fue como una especie de culto») a, luego, el cine de autor. En su juventud, Haneke, confiesa, «estaba contra todo. Lo aborrecía todo» y coqueteó con la idea de convertirse en pastor: «Durante un tiempo jugué con la idea, no era una vocación seria. Pero sí puedo decir que las preguntas que me planteaba entonces ya eran existencialistas (...). Creo que se trataba de una simple coquetería con la idea de ser el elegido». Como estudiante de Filosofía descubrió «¡que no hay respuestas!», algo que, según los autores de la entrevista, marca su obra: «No señala la más mínima respuesta a las numerosos preguntas que el espectador plantea». A los 20, fumaba porros y leía a Dostoievski. «Primero fue Dios, y luego las chicas». Se casó y empezó a trabajar de mil cosas: obrero en una fábrica, electricista, cajero en Correos. Hasta que llegó la radio, la prensa, la televisión y, finalmente, el cine. En los telefilmes para la televisión austríaca ya están sus obsesiones: el malestar de la clase burguesa, «la sensación de que la comunicación era difícil entre los seres humanos», la reflexión en torno a la violencia, el pesismismo: «No creo mucho en la felicidad», dice, y añade que Hollywood ha sobresaturado de finales felices la historia del cine.

Su segundo largometraje, «El vídeo de Benny», en el que un chico obsesionado con sus cintas de vídeo acaba cometiendo un asesinato inmotivado, inaugura su largo historial con la polémica. «Yo no trato la violencia en sí, sino únicamente su representación y la explotación de la misma por los medios de comunicación», algo que también encontramos en «Funny Games» y en «Caché», y que, delata, en palabras de Haneke «el fracaso de la cultura humana» y de los valores burgueses.

Un cásting de penes

«Haneke por Haneke» nos acerca también a numerosas anécdotas de realización, como el casting de «penes erectos» de actores porno que hizo para una escena de «La pianista» que Benoît Magimel no quería hacer usando su propia anatomía. Con esta cinta, Gran Premio del Jurado en Cannes en 2001, arranca su dominación casi tiránica del Festival en la siguiente década. «Caché» le valió el premio al mejor director y con «La cinta blanca» y «Amor» hizo doblete de Palmas de Oro. Según Haneke, hubo fuertes tensiones para otorgarle el gran premio con la primera de ellas, otra de esas películas demoledoras marca de la casa. «Amor» es harina de otro costal: igualmente devastadora, pero extraordinariamente tierna. Arrasó en Cannes y se llevó el Oscar a mejor película extranjera. El suicidio de su tía, que vivía sola en un piso, fue el detonante de aquella historia. Con frecuentes elipsis, asistimos a la degradación hasta la muerte de una pareja de ancianos encerrados en un piso parisino. Trabajar con Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva era una de las motivaciones de Haneke. Ellos se plegaron con profesionalidad a la dureza de esta historia. «¿De verdad debemos hacerlo?», le preguntó Riva a Haneke poco antes de filmar la escena en la que una asistenta la baña desnuda. El austríaco no cedió ni un ápice del guión. Implacable, como su cine.