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Historia

Hermenegildo: el santo que planeó la muerte de su padre

Fue elevado a los altares, traicionó a su padre y arrastró a Hispania a la más terrible de las guerras civiles en pleno siglo VI. ¿Su nombre? Hermenegildo, el santo que planeó la muerte de su padre y entorno al cual giró el drama familiar más truculento de nuestra historia. El historiador José Soto Chica, que acaba de publicar una biografía sobre Leovigildo, explica quién fue el primogénito de este rey godo

Cuerpo central de la archiconocida corona votiva de Recesvinto (reg. 653-672), del siglo VII, soberbio ejemplo de la orfebrería visigoda, elaborada en oro y piedras preciosas
Cuerpo central de la archiconocida corona votiva de Recesvinto (reg. 653-672), del siglo VII, soberbio ejemplo de la orfebrería visigoda, elaborada en oro y piedras preciosasDesperta Ferro

Su cuerpo acabó siendo debidamente venerado, como el de un auténtico mártir”. Esto es lo que el papa Gregorio Magno, contemporáneo de Hermenegildo y Leovigildo (siglo VI), escribe al respecto del que desde entonces y hasta hoy, es venerado como San Hermenegildo. En su narración, escrita desde una Roma muy alejada de los desastres que la sublevación del “santo” habían acarreado a Hispania, Hermenegildo es presentado como un bondadoso rey que se enfrenta con inconmovible fe y piadoso valor al martirio que le impone su rabioso, traicionero y demoníaco padre.

Sin embargo, otros contemporáneos de los hechos, aun siendo católicos, como Gregorio de Tours o Juan de Bíclaro, nos presentan a San Hermenegildo bajo una luz diferente: la de un hijo traicionero que se alzó contra su padre con rabia asesina. Y es que nuestro San Hermenegildo preparó el asesinato de su padre en el verano de 583. La trama, cuidadosamente anotada por otro contemporáneo de los hechos, el ya citado Gregorio de Tours, le mereció la siguiente condenatoria opinión: “No sabía el desdichado que el juicio divino se cernía sobre él por albergar tales maquinaciones contra su propio padre por muy hereje que este fuera”.

Pero pongámonos en contexto. En 579, Hermenegildo se hallaba casado con la nieta de su madrastra, la reina Gosvinta. La niña en cuestión, pues contaba con unos catorce años, se llamaba Ingunda y era católica. Lo que no fue ningún problema para el casamiento pese a que la corte visigoda era arriana. Al poco, los novios fueron enviados por el rey Leovigildo al sur, a la Bética, a la sazón la provincia más rica y poblada del reino. De hecho, desde 573, Hermenegildo, al igual que su hermano menor, Recaredo, había sido asociado al trono, así que la entrega del gobierno de la Bética era una nueva prueba del aprecio y confianza que le otorgaba su padre. 

¿Confianza? Hermenegildo no tardó en traicionarla: de inmediato, se levantó contra su padre y para atraerse el apoyo de la nobleza hispanorromana y de la poderosa iglesia católica, se dejó bautizar por el obispo católico de Sevilla, Leandro. Y buscó de inmediato la alianza con los peores enemigos de su pueblo: los bizantinos, los francos y los suevos. ¿Objetivo? Afianzarse como rey independiente y extender tanto como pudiera sus dominios.

Al principio, todo fue bien para Hermenegildo: logró no sólo hacerse con el control de la Bética, sino también de la vecina Lusitania y de su rica capital, Mérida, mientras que su padre, conmocionado por la rebelión de su primogénito, quedó paralizado. De hecho, durante dos años, Leovigildo no actuó militarmente contra su rebelde hijo, sino que se limitó a tomar medidas diplomáticas, religiosas y políticas.

Sin embargo, en 582, a Leovigildo no le quedó más remedio que hacer aquello que mejor se le daba: la guerra. Movilizó a sus veteranos guerreros y retomó el control de Mérida y la Lusitania. A continuación, en 583, avanzó sobre el foco de la rebelión, Sevilla, en donde lo aguardaba su hijo mayor a la cabeza de “un ejército de muchos miles de hombres” reforzado por las tropas que le llevó su aliado, Miro, rey de los suevos.

Pero pese a sus muchos guerreros, Hermenegildo no las tenía todas consigo: sabía que su padre era el mayor señor de la guerra del Occidente y que nunca había sido derrotado en batalla. ¿Qué hacer entonces? Tenderle una trampa. Una que terminara con la cabeza de su propio padre clavada en la punta de una lanza.

Y lo hizo: puesto que sabía que su padre trataría de forzar el paso del Betis en lo que hoy es San Juan de Aznalfarache, desplegó en el vado del río al grueso de su ejército para provocarlo a combate, pero cuando este se hallara en lo más reñido de la batalla, de un lugar oculto surgirían sus trescientos mejores guerreros que tendrían un solo cometido: traerle la cabeza de su progenitor y con ella, el poder absoluto e indiscutido.

Pero Leovigildo no era un rey cualquiera, sino uno que llevaba toda su vida a caballo y esgrimiendo la lanza y la espada. Nadie sabía más que él de guerra y de matanza y, por ende, había enviado por delante exploradores y espías que lo pusieron al corriente del parricida plan de su primogénito. ¿Qué hizo entonces? Aparentó que se metía de lleno en la trampa: condujo a su hueste al río y, encabezándola, se arrojó a las aguas que se ensombrecieron con la lluvia de flechas, venablos y piedras que los hombres de Hermenegildo arrojaron sobre él y sus guerreros. La lucha por el vado fue terrible y el Betis se tiñó con la sangre de innúmeros caballos y hombres. Pero al cabo, encabezando a los suyos, Leovigildo logró poner pie en la orilla contraria en mitad de un torbellino de espadas y lanzas.

Pero aquel era, precisamente, el momento escogido por Hermenegildo para poner en marcha su celada: a una orden suya y saliendo de su escondite, los trescientos escogidos guerreros encargados de traerle la cabeza de su padre cayeron sobre Leovigildo como un turbión de acero y furia. Pero si alguien sabía de ira y acero en Hispania ese era Leovigildo. Un señor de la guerra que esperaba aquella trampa y que la enfrentó encajando la carga enemiga, destrozándola y poniendo en fuga a sus atacantes. A partir de ese momento, el terror se apoderó de Hermenegildo, que puso pies en polvorosa para ir a refugiarse tras las murallas de Sevilla. Aquella batalla, planeada para cobrarse la cabeza de su propio padre, fue su sentencia: Leovigildo ya no albergaba duda alguna sobre él.

Poco más de un año después de la épica batalla, tras un duro asedio impuesto a Sevilla, Hermenegildo huía a uña de caballo hacia Córdoba buscando el amparo del ejército de los romanos de Oriente. Sin embargo, el traidor fue traicionado y abandonado por todos. Y tuvo que arrojarse a los pies del padre cuya muerte había tramado.

PARA SABER MÁS:

 Leovigildo. Rey de los hispanos.

José Soto Chica

Desperta Ferro Ediciones

368 páginas

24,95 euros

Portada del libro de José Soto Chica
Portada del libro de José Soto ChicaDesperta Ferro