1929: La primera vez que España venció a Inglaterra
Se trató de un encuentro amistoso pero se celebró como si fuera la final de un Mundial. Inglaterra no había perdido nunca un encuentro internacional. Hasta que se enfrentó a España
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Dato mata relato, dijo Arthur Hufton, el guardameta inglés. Miró a sus compañeros, que esperaban sus palabras antes del encuentro de fútbol con España. «Nunca hemos perdido un partido internacional -comenzó la arenga- desde el glorioso inicio de nuestra Armada Balompédica, allá por 1872, cuando nos partimos los tobillos con los escoceses». Apuró la pinta de cerveza tibia y continuó. «Llevamos 23 victorias sobre los mequetrefes continentales. Casi todas por goleada. Solo empatamos frente a Bélgica. Aquello fue una vergüenza -dijo Hufton bajando la cabeza-. Sin embargo, hemos metido 120 goles, demostrando así la superioridad racial de los ingleses». Concluyó y todos gritaron.
Leonard Barry, goleador sonado, pelirrojo, levantó la mano. «Una pregunta -dijo-. Si estamos en España, ¿por qué no hemos visto toros por las calles y las mujeres no van de gitana?». «Por la misma razón que nosotros no vamos con bombín y monóculo, tomando té, merluzo», contestó otro. No había tiempo para más. Se ajustaron el pantalón azul y la camiseta blanca, y andando. Era el 15 de mayo de 1929.
El Stadium Metropolitano estaba lleno. 50.000 personas dando alaridos agresivos como «Alabí, alabá, alabín bom-bá, España, España y nadie más». El campo estaba a las afueras de Madrid, cerca de Cuatro Caminos. Todo olía a nuevo menos los retretes. Se había inaugurado en 1923, junto a la Colonia del Metropolitano. El Athletic Club de Madrid lo compartía con otros equipos. José María Mateos, el seleccionador español, lo eligió. El que hubiera siete del Real Madrid en el equipo nacional podría atraer más público, incluso al «Tendido de los Sastres». Lo llamaban así porque era una valla metálica a la que se encaramaba la gente para ver el partido sin pagar, acababa con la ropa rota y tenía que ir a la sastrería a que la cosieran.
En la grada de honor estaban los hijos de Alfonso XIII vestidos de sport. La alta sociedad se amontonaba entre el vulgo vociferante y sudoroso, sobre todo porque hacía uno de esos días calurosos madrileños, más seco que el beso de una suegra. Entre la gente paseaban los vendedores de gaseosa y bocadillos, y los que alquilaban almohadillas arrojadizas. Abajo estaba Carlos Fuente Peñalba, el locutor de Unión Radio de Madrid, dispuesto a transmitir por primera vez en España un partido de fútbol.
Los ingleses salieron diez minutos antes de que empezara el partido. Pelotearon con arrogancia, con esa flema británica que no sale ni aclarando la garganta con bicarbonato. Querían pavonearse. Eran imbatibles. La Armada Invencible del fútbol internacional. No tenían ningún miedo. Les faltaba William «Dixie» Dean, un tipo rudo, una auténtica apisonadora que se pasó del rugby al balompié sin cambiar de forma de jugar. Al poco salieron los españoles. Ricardo Zamora en la portería con un jersey de pico, con Quesada y Quincoces atrás, y Marculeta conduciendo con el volante. Un centro del campo y delantera con Prats, Peña, Lazcano, Goiburu, Gaspar Rubio, Padrón y Yurrita. Quién dijo miedo.
El árbitro, un señor bajito con traje negro al que habían cortado las perneras del pantalón a la altura de la rodilla, tocó el silbato de garbanzo. El público rugió. Los españoles corrían detrás de la pelota con mucha eficacia pero la tocaban menos que a un pobre la lotería. Los ingleses tenían un juego muy vertical. Tocar y rematar. El caso es que dos veces que Adcock pasó al área, y dos goles ingleses. Era el minuto 15 y aquello sonaba a goleada. El público recordó al unísono las palabras de Unamuno: «Que inventen ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones». Diantres. Don Miguel no tenía ni puñetera idea. ¿Cómo ganar a los inventores del fútbol?
Tuvo que actuar «El Mago», Gaspar Rubio, de 21 años, el delantero del Real Madrid. Al filo del descanso batió de cerca a Hufton, el cancerbero inglés. Hala, al vestuario, a reponer fuerzas y otra vez al campo. Carter, de penalti, hizo el 3-1. Volvió a marcar Rubio, al que con mala leche llamaban «el rey del astrágalo» porque siempre achacaba sus fallos a ese hueso del tobillo. Aquello echaba chispas. Minuto 80. Los ingleses no se lo creían. Estaban empatando con los españoles, ese pueblo decadente. Goiburu, navarro, marcó dos minutos después y puso el 4-3. El delirio. Aquello sí fue el día de la raza. Se hicieron más cortes de manga en las gradas que en la factoría de confección textil Gato Negro, en Bravo Murillo.
El árbitro sacó el pito y silbó el final. Los aficionados, muchos con boina, invadieron el campo para sacar en hombros a los jugadores. La policía persiguió a los intrusos con porras, pero acabaron arrollados por la muchedumbre. Era la primera derrota internacional de Inglaterra. Siete de aquellos jugadores de la Pérfida Albión no volvieron jamás a la selección.