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El día que el temible Napoleón sucumbió ante un ejército... de conejitos

Casi ocho años antes de su derrota en Waterloo, el hombre que conquistó Europa sufrió una derrota mucho más humillante
La Razón
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Siempre se presume que la mayor derrota de Napoleón Bonaparte tuvo lugar en Waterloo, en junio de 1815; cuando su ejército sucumbió frente a una alianza de británicos, neerlandeses y alemanas. Pero hay un hecho poco conocido que bien podría considerarse cómo el comienzo del fin de Napoleón, una derrota moral que tuvo lugar siete años antes y que -muy posiblemente- tuvo que ver con lo que después ocurriría en Waterloo. Al fin y al cabo, un ejército desmotivado es un ejército débil.
Aquel episodio tuvo lugar casi ocho años antes de su derrota en Waterloo, en el mes de julio de 1807. Se acababan de firmar los Tratados de Tilsit, después de la victoria francesa en Friedland frente al Ejército ruso.
Con aquel tratado no sólo se expandían las fronteras del Imperio Napoleónico, sino que también se consiguió la ayuda de Rusia y de Prusia para acabar con Reino Unido.
Era una auténtica victoria y había que celebrarla. El emperador le pidió a su mano derecha, el jefe del Estado Mayor Alexandre Berthier, que organizase un banquete con toda la plana mayor del Ejército Imperial. Beberían, festejarían y compartirían historias de guerra mientras participaban en una cacería de conejos.
Berthier consiguió reunir un número importante de presas. Algunos dicen que cientos, otros dicen que miles; pero la cifra más aceptada entre los historiadores es que Berthier consiguió reunir a unos 3.000 conejos.
Después de los pertinentes saludos entre los veteranos que engrosaban las filas del Alto Mando Militar, los duros oficiales se colocaron en una línea de fuego a la espera de que se abrieran las jaulas de los conejos.
Todo el mundo estaba preparado: sonaban los tambores, los temidos veteranos del Ejército Imperial ya habían empezado a beber y tenían preparadas armas de repuesto para echar mano de ellas si se veían en la necesidad.
Era el momento de abrir las jaulas.
Pero ocurrió algo para lo que no estaban preparados: los conejos no huían de los disparos. En vez de eso, el contingente de conejos -haciendo de tripas corazón- decidió arremeter contra sus cazadores y asestarles un ataque sorpresa.
Los conejos avanzaban como uno solo... y avanzaban rápido. Viéndose en esta tesitura, a los oficiales no les quedó más remedio que abrir fuego. Ni siquiera esperaron a las órdenes de su Comandante.
Consiguieron causar algunas bajas en las filas enemigas, pero el grueso de la tropa seguía avanzando sin que nada ni nadie pudiera detenerlos. Los conejos saltaron en tromba hacia Napoleón. Trepaban por sus piernas, mordisqueaban sus zapatos, (...) algunas fuentes señalan que -incluso- consiguieron derribarlo.
Las risas contenidas por ver al hombre más poderoso del mundo humillado por un grupo de conejos, pronto se tornaron en pánico. Los conejos no se contentarían con descabezar al Ejército francés... todo el Alto Mando debía sufrir su ira.
Los veteranos que habían sobrevivido a las guerrillas españolas, a los dragones rusos y a la artillería prusiana, se veían ahora rodeados por un enemigo al que no sabían cómo encarar. Recurrieron a la fusta y las escopetas... pero nada conseguía aplacarlos.
Por fin, el comandante en jefe comprendió lo que ya era obvio para el resto: eran demasiados y no había nada que se pudiera hacer. La batalla estaba perdida y era el momento de la retirada.
La flor y nata del ejército francés había esperado ansiosa la orden. Así que, cuando el emperador tocó la señal de retirada, todos ellos se lanzaron a los carruajes... huyendo despavoridos.
Pero los conejitos sabían que una tropa que huye es una tropa vulnerable, así que no cesaron su ataque; y cómo buenos estrategas, la milicia se dividió en columnas para perseguir a los huidos. Aún tenían coraje que demostrar.
Los conductores de los carruajes cubrían su retirada con látigos, pero los conejos no dejarían escapar tan dócilmente a sus enemigos.
Por fin consiguieron ponerse a salvo en el interior de los vehículos, pero no fue tarea fácil, porque los conejos continuaban trepando por sus piernas. Hay testimonios de testigos que contemplaron la derrota del Ejército Imperial, que atestiguan que el Emperador tuvo que arrojar a algún que otro conejo desde la ventana de su carruaje.
Si bien cierto que la victoria no se hizo plenamente efectiva, porque Napoleón y sus hombres seguían en pie. Los efectivos del ejército “conejil” consiguieron una victoria moral que seguro quedaría en la retina de los oficiales y que recordarían en sus futuras batallas.
Muchos de los que presenciaron y protagonizaron el evento han tratado de justificar la derrota del hombre más temido de su tiempo. Buen ejemplo de ello es el caso del General Thiérault, que en sus memorias hace lo que suelen hacer los vencidos: echarle la culpa a otro.
Thiérault acusa Berthier de haber reunido a conejos de granja en vez de a conejos salvajes. Asegura que los conejos decidieron plantarles cara porque, al haber sido criados en una granja, no veían al ser humano como un depredador, sino como aquel que les proporciona el alimento.
Ahora queda al criterio del lector determinar si Thiérault tenía razón y si los conejos sólo estaban pidiendo comida, o si -por el contrario- fue un ataque organizado para liberar a Europa del tirano.