Objetos universales

El abanico, el idioma secreto de la seducción

Fue emblema de la realeza en la Antigüedad, usándose como ajuar femenino a partir de la época helenística y, a partir del siglo XVII, fue icono del estilo femenino

«La dama del abanico» (1912), pintura de Gustav Klimt
«La dama del abanico» (1912), pintura de Gustav KlimtLa Razón

El abanico es un instrumento de mano ideado para mover el aire y facilitar la refrigeración con un simple movimiento de muñeca. Se tiene constancia de la existencia de instrumentos de mango fijo con terminaciones de plumas tanto en Mesopotamia como en el Antiguo Egipto, antes de la existencia de los abanicos de varillas plegables. En la tumba de Tutankamón se depositaron como parte de su ajuar dos abanicos fijos con mangos largos de metales nobles y plumas de avestruz, que solían utilizarse por cortesanos en el entorno al faraón en las recepciones públicas tanto para prestarle sombra como para espantar las moscas y refrescar el ambiente. Este tipo de flabelo se denominaba «shut», y simulaba la palmera y la flor de loto. Servía también como insignia real ya que acompañaba a las barcas solares.

El abanico fijo de metal pasó a Grecia, como consta en vasos de cerámica ática que se distribuyeron por el Mediterráneo. Aunque el flabelo había sido atributo del poder masculino, en época helenística empieza a asociarse al ajuar femenino como refleja la vasija de figuras rojas sobre fondo negro que representa a Eros ofreciendo a una dama un espejo y un abanico de mango corto como atributos de la femineidad, preservado en el Museo Arqueológico de Milán. También se usaron estos abanicos de metal durante el periodo etrusco, siendo encontrados en algunas tumbas de Cerveteri y Tarquinia.

En Roma, hubo diferentes tipos de abanicos: el «flabelum», de mango largo y fijo sobre el que se instalaban las plumas como el egipcio; el «vannum», con pantalla en forma de lanza y mango corto; el «muscarium», de crines de caballo para espantar moscas, y la «tabulae», un abanico de carácter popular fabricado con láminas vegetales pero no plegado. En sus «Epigramas», el poeta Marco Valerio Marcial hace alusión a los excesos de Zoilo, quien daba grandes banquetes, y en los que un invitado ebrio es abanicado por una concubina. También hablaron de él Ovidio, Tíbulo y Propercio. Los abanicos plegables, de tipo baraja o brisé se inventaron en Japón en el siglo VIII d.C, el «sensu», imita a las alas de murciélago. De hecho, los primeros abanicos plegables se denominaron «komori», en japonés, murciélago, como el catalogado en un templo budista en Kioto (877). Sin embargo, este tipo de abanicos no llegaría a Europa hasta el siglo XIV con los primeros contactos con el Oriente lejano, utilizándose el clásico «flabelum» romano en la liturgia cristiana como aparece recogido en un texto del siglo IV, las Constituciones Apostólicas, donde se establecía que dos diáconos debían portarlos a cada lado del altar para ahuyentar a las moscas. Los flabelos con plumas de avestruz acompañaban las procesiones papales.

En la corte y la aristocracia

La referencia documental más antigua relativa a un abanico en los reinos hispanos aparece en la Crónica del Pedro IV de Aragón, mencionándose que el rey llevaba un abanico ya que, finales de la Edad Media, era un instrumento utilizado tanto por hombres como mujeres. Durante el siglo XVII, con la instalación de la Corte en Madrid, la ciudad llegó a tener famosos abaniqueros como Juan Sánchez Cabezas o Jerónimo García. Junto a ellos, pintores profesionales decoraban las telas de los abanicos, como Juan Cano de Arévalo. Estos abanicos tenían defectos técnicos que hicieron que la producción fuese superada por los fabricantes franceses e italianos. En la corte de Luis XV y Luis XVI no faltaron en Versalles, decorándose según el gusto del rococó con temas mitológicos que exaltaban el papel de la mujer y la seducción. Anne- Louise Germaine Necker, conocida como Madame de Staël distinguía a las damas en los salones parisinos por la forma de mover el abanico: «hay tantas maneras de mover el abanico que puede distinguirse a primera vista una princesa de una condesa, y una marquesa de una plebeya.

Es más una dama sin abanico es como un caballero sin espada». A partir de 1825, se instalaron en Valencia fabricantes de abanicos franceses como Fernando Coustelier y Simounet , junto a valencianos como Baltasar Talamantes, Mateu, Chafarandes, o José Colomina quien inventó diferentes estilos, como el cristino durante la regencia de Maria Cristina de Borbón (1833-1844), o los de pericón contemporáneos a la regencia de María Cristina de Habsburgo (1855-1896), ejemplares de gran tamaño con un fondo de tul. Desde el siglo XVII su uso fue exclusivamente femenino, llegándose a desarrollar un código de lenguaje que permitía la seducción en público de modo discreto, si cerrado se apoyaba sobre la mejilla derecha era un sí, pero si lo hacía sobre la izquierda era una negativa. Si dejaba caer el abanico delante de un hombre era una declaración apasionada, si se cubría la cara le indicaba al destinatario que la siguiese cuando se fuera. Ya hemos olvidado esos códigos, pero el abanico sigue siendo un compañero inseparable cuando aprieta el calor.