La historia rescatada

«Calabazas» a la infanta Pepa

María Josefa Carmela de Borbón, hija de Carlos III, fue desgraciada en amores, pasó por diez embarazos y solo obtuvo el menosprecio de su marido, un mujeriego

María Josefa Carmela de Borbón
María Josefa Carmela de BorbónRaphael Mengs

La infanta de España María Josefa Carmela de Borbón y Sajonia (1744-1801) –simplemente Pepa, en familia- fue sin duda una desafortunada en amores. Hija del rey Carlos III y de su única y amada esposa la reina María Amalia de Sajonia, el doctor Luis Comenge bautizó a la distinguida paciente como «la infanta de huesos frágiles». María Josefa era, en palabras de la reina María Luisa de Parma, una «amargada» a la que su padre, el inefable Carlos III, trató de casar con Luis XV de Francia, viudo de la polaca María Leczinska, hija a su vez del destronado rey de Polonia, Estanislao I.

La pobre reina María fue sometida durante su matrimonio a continuos embarazos, diez en total, para asegurar la descendencia del rey de Francia. En pago de sus sacrificios, el monarca acabó relegando a su esposa para entregarse a la concupiscencia de la carne con una retahíla de amantes a las que introducía sin recato alguno en las entrañas mismas del palacio de Versalles. Pese a ser un mujeriego impenitente, Luis XV rechazó la mano de la infanta María Josefa, evidenciando que algún escrúpulo sí tenía.

El ofrecimiento se produjo en 1774, contando María Josefa ya treinta años de edad. Una carta del ministro de Estado Grimaldi al conde de Aranda, fechada el 12 de abril de aquel año, advertía del envío a París de un retrato de la infanta para que el monarca francés pudiese conocerla aunque fuese a distancia. El resultado es de sobra conocido pese a que, al verse rechazada por Luis XV, la desdichada infanta se salvó probablemente sin saberlo de las garras de un indeseable crápula pues, entre otras razones, el fallido matrimonio se había impulsado para separar al rey de su favorita la Du Barry.

Sobre Luis XV, precisamente, el eminente doctor Galippe, miembro de la Academia de Medicina de París, no escatimaba piropo alguno: «Inútil es recordar –escribía el galeno- el carácter crapuloso, los vicios innobles de Luis XV… Notemos que desde su infancia tenía rarezas, era nervioso y se entregaba a los amores infames. Con frecuencia tenía herpes en todo el cuerpo. Murió de viruelas». Desesperado, Carlos III pensó incluso en unir a su hija con su propio hermano menor, el infante Luis Antonio, hijo también de Felipe V y de su segunda esposa Isabel de Farnesio. El mismo Luis Antonio que, tras ser cardenal arzobispo de Toledo y Primado de las Españas en 1735, además de arzobispo de Sevilla seis años después, abandonó la carrera eclesiástica para adquirir el condado de Chinchón y dedicarse a sus aficiones favoritas: danza, música, tiro, caza y esgrima. Fue así como en 1754, el infante Luis Antonio comunicó su deseo de colgar el hábito a su hermanastro el rey Fernando VI (hijo de Felipe V y de su primera esposa, María Gabriela de Saboya), asegurándole que aspiraba «a una mayor tranquilidad de su espíritu y seguridad de su conciencia». El monarca accedió a la propuesta y el Papa aceptó su renuncia.

Una dura enfermedad

El infante Luis Antonio quedó libre para contraer matrimonio, erigiéndose en candidato a la mano de la infanta repudiada por Luis XV. Pero cuando el infante ya se había resignado a celebrar santo matrimonio con la infanta fue ésta quien cambió repentinamente de opinión, temerosa de que una comentada enfermedad venérea padecida por don Luis Antonio pudiese perjudicarla. Aprensiva hasta la sepultura, la infanta se negó así en redondo a compartir el tálamo del afamado libertino, quien, estoicamente, acabó celebrando en 1776 un matrimonio morganático con María Teresa de Vallabriga y Rozas, hija de Luis de Vallabriga, mayordomo de Carlos III, y de María Josefa de Rozas y Melfort, condesa de Castelblanco.

Seguir la pista a la madre de la infanta María Josefa ayuda a conocerla aún mejor. Aludimos a María Amalia de Sajonia, hija de Federico Augusto III, rey electo de Polonia, y de la archiduquesa María Josefa de Austria, primogénita del emperador José I. Con sólo trece años, María Amalia era ya muy alta y desarrollada, siendo núbil, de modo que pudo contraer matrimonio pese a su corta edad. Físicamente, la madre de la infanta tenía más bien poco de halagador. El historiador Pedro Voltes la describía en certeras y despiadadas pinceladas: «La nariz en forma de cubilete, los ojos pequeños y saltones, su fisonomía irregular y su voz chillona y desagradable inspiraron a un célebre poeta inglés la frase de que “esa reina, con su marido, formaban la pareja más fea del mundo». De tal palo, tal astilla.

Religiosa hasta la sepultura

Era costumbre en la corte española asignar la vigilancia de los infantes a damas escogidas, las cuales permanecían en sus funciones hasta que los niños cumplían siete años. La infanta María Josefa tuvo como aya a la marquesa de San Carlos Cavaniglia, que también se ocupó del futuro Carlos IV. Pero era la reina María Amalia de Sajonia quien velaba por la educación cristiana de sus hijos, inculcándoles la fe y devoción cristianas, manifestadas en actos públicos y ejercicios espirituales celebrados en la intimidad familiar. Hasta morir la infanta, el 8 de diciembre de 1801, con 57 años, residió en el Palacio Real con su hermano Carlos IV. Dedicada a la religión como protectora de la orden de las Carmelitas, dispuso su enterramiento en el convento de Santa Teresa, siendo trasladada en 1877 al Panteón de Infantes del Monasterio de El Escorial, donde reposan sus restos.