Los caprichos de Carlos III (de España)
El monarca, máximo representante del despotismo ilustrado en nuestro país, tuvo un reinado marcado por la austeridad y los modernos avances en política interior
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“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Esta frase es una de las más conocidas de nuestra historia, y está directamente ligada con el también famoso despotismo ilustrado. Este concepto político, caracterizado por el paternalismo y que partía de ideas ilustradas, utilizaba dicho lema como resumen a su objetivo, que era el de enriquecer a nivel social y cultural a los ciudadanos desde el absolutismo. Es decir, sin intervención política ni opinión alguna por parte del pueblo. Si bien varios monarcas a nivel europeo fueron protagonistas de esta etapa, en España el despotismo ilustrado vino de la mano de Carlos III, un monarca austero y peculiar que, para varios expertos, fue de los mejores que han reinado en la historia de nuestro país.
Nació el 20 de enero de 1716 en el viejo Alcázar de Madrid, hijo del entonces rey Felipe V y de Isabel de Farnesio. Su destino no era el de ser rey heredero, pues fue el tercer hijo de Felipe V, así como el primero del matrimonio con Isabel de Farnesio. No obstante, la muerte prematura de sus dos hermanos, Luis I y Fernando VI, que no dejaron descendencia, hicieron que Carlos III se convirtiese en heredero directo de la corona española. Así comenzaría un reinado que duraría casi 30 años -así como 25 en Nápoles y Sicilia-, desde que el 10 de agosto de 1759 tomase el cargo hasta el 14 de diciembre de 1788, día en que falleció a los 72 años. Fue un reinado, generalmente, pacífico, pues de puertas de Palacio hacia afuera consiguió establecer una gran estabilidad social y política.
Salvo el motín de Esquilache, la política interior promulgada por Carlos III fue bastante positiva para nuestro país. De hecho, varios historiadores apuntan que la España que conocemos la moldeó este monarca, quien se volcó especialmente con Madrid, haciendo que se convirtiese en una ciudad bastante avanzada para su tiempo. Construyó paseos, llevó a cabo grandes proyectos de alcantarillado e iluminación, así como la Puerta de Alcalá, Cibeles, Neptuno o el Jardín Botánico son muestras de sus aportaciones sociales y culturales. Con esto, y si bien lo que promulgó durante su reinado era tan ostentoso como denotaba lujo y poder, no ha existido rey más austero y sencillo en la historia de España.
Sencillez al milímetro
Aunque parezca contrario a la naturaleza de un rey, Carlos III era contrario a la diversión, los banquetes o las ceremonias. Una actitud que se mostraba bastante bien en su vestuario: “Su vestido era el más sencillo y modesto. Estrenar ropa, zapatos o sombrero nuevo era para Su Majestad un martirio, y antes que se determinase a tomar el sombrero nuevo estaba éste a veces ocho días al lado del viejo, del que poco a poco se iba desprendiendo”, escribió el conde de Fernán-Núñez en la obra “Vida de Carlos III”. Esta forma de ser, además de darle una apariencia de calma y sencillez, también escondía ciertos caprichos que, como todo monarca, se permitía a rajatabla.
Carlos III tenía costumbres diarias bastante fijadas, que se repetían cada día del año y estuviera en el lugar que fuera. “Nunca se adelantaba ni atrasaba un minuto la hora que daba para cada cosa”, escribió el citado conde. A las 6 de la mañana le despertaban, se aseaba, vestía y rezaba durante unos quince minutos. A las 7 se tomaba su imperdonable taza de chocolate, tras la que “bebía un gran vaso de agua; pero no el día que salía por la mañana, por no verse precisado a bajar del coche”, relataba Fernán-Núñez. Con esto, seguía con una jornada aprovechada al milímetro, trabajando en asuntos de Estado durante la mañana, y dedicando un tiempo diario a su familia y otras visitas.
Asimismo, para este rey no existía la distracción. No sentía interés por la cultura, así como tampoco realizaba mucho ejercicio físico. Lo que nunca perdonaba era su recorrido anual: el 7 u 8 de octubre salía del Real Sitio de San Ildefonso para el de San Lorenzo, donde permanecía hasta finales de noviembre o principios de diciembre, cuando regresaba a Madrid. Asimismo, en Semana Santa, pasado el miércoles de Pascua se trasladaba a Aranjuez, donde permanecía hasta finales de julio, y en este mismo mes pasaba un día de caza en El Escorial. Y así lo hacía todos los años de manera imperdonable, más allá de cualquier circunstancia que intentara impedirlo.