La Historia rescatada

Isabel la Católica, una reina rica con gustos de pobre

Desde su más tierna infancia la monarca dio ejemplo sobrado de abstinencia y mesura en su vida privada

Isabel la católica, en un lienzo de Luis de Madrazo y Kuntz, pintado en torno a 1848, que se conserva en el Museo del Prado
Isabel la católica, en un lienzo de Luis de Madrazo y Kuntz, pintado en torno a 1848, que se conserva en el Museo del Pradolarazon

Fecha: 1492. El académico Diego Clemencín aseguraba que ella y su familia comían por cuarenta ducados al día, mientras que su nieto Carlos gastaba en su mesa cuatrocientos ducados.

Lugar: Castilla. Clemencín alababa también la compostura en sus trajes, la moderación en sus atavíos, porque, según decía, despreciaba el lujo personal como vicio propio de los corazones empequeñecidos.

Anécdota.La reina era además austera con sus alhajas personales, las cuales apenas lucieron en ella porque estaban siempre en casas de empeño, principalmente de Valencia y Barcelona.

Aunque se la juzgue mal, desde su más tierna infancia la reina Isabel la Católica dio ejemplo sobrado de abstinencia y mesura en su vida privada. Una infancia y primera adolescencia en el sobrio hogar de Arévalo, en la provincia de Ávila, al lado de su madre y alejada del lujo y la ostentación de la Corte de su hermanastro y rey Enrique IV. Pocas infantas como ella se criaron entre semejante austeridad.

De reina, su sobriedad se hizo incluso más patente, en contraste con el boato de la Corte. Sabemos cómo vestía y comía, y cómo se comportaba en las fiestas de toda clase, sobre todo para atención de embajadores o de tratados con otros soberanos. “Era tan sobria y templada que nunca bevió vino”, aseguraba Esteban de Garibay y Zamalloa.

Conocemos las grandes fiestas organizadas por la reina para celebrar el nacimiento del príncipe heredero y su posterior matrimonio, o la esplendidez con que recibió a los embajadores de Borgoña. Eran exigencias de la Corte.

Pero en 1492 escribía ella a su confesor, Hernando de Talavera, explicándole la sobriedad observada en las fiestas de Perpiñán: “Mi voluntad no sólo está cansada en las demasías, mas en todas fiestas, por muy justas que ellas sean”.

Diego Clemencín, académico de la Historia, concluía así muy seguro: “A esta moderación y templanza se ajustaba todo el tenor de vida de doña Isabel”. Añadía Clemencín que Isabel, su marido y sus hijos comían por menos de cuarenta ducados al día, cuando pocos años después su nieto Carlos, recién llegado de Flandes y antes aún de casarse, gastaba en su mesa más de cuatrocientos ducados.

Sabemos, además, cómo recibió ella la Hacienda castellana con cien millones de maravedís y cómo la dejó a su muerte con quinientos cincuenta millones nada menos. Clemencín alababa la compostura en sus trajes, la moderación en sus atavíos, porque, según decía, despreciaba el lujo personal como vicio propio de los corazones empequeñecidos.

Austera también con sus alhajas personales, las cuales apenas lucieron en ella porque estaban siempre en casas de empeño, principalmente de Valencia y Barcelona. En 1495 no se había desempeñado aún ninguna, excepto el collar de balajes que le regaló su marido en la boda. Las joyas eran para ella no un ornamento de la majestad real, sino un depósito y reserva para las necesidades del Reino.

En Valencia se empeñaron la corona real, “la corona rica”, en 35.000 florines, y el collar de balajes, en otros 20.000; los cuales, junto con otras alhajas menores, respaldaron el préstamo de 60.000 florines de la ciudad de Valencia para la guerra de Granada, equivalente a dos millones de reales de vellón en moneda castellana.

La mayoría de su guardajoyas lo reservaba para los casamientos de sus hijos. Asombra la relación de alhajas que regaló a Margarita de Austria cuando vino a casarse con el príncipe heredero Juan.

Veinte años antes de su muerte, la reina Isabel ya había pensado en los demás: a su gran intuición, en palabras del doctor Junceda, se debe el primer hospital de campaña creado en 1484, durante el cerco de Loja, denominado con toda justicia Hospital de la Reina. Jamás ejército alguno disfrutó hasta entonces de la asistencia de físicos y cirujanos, así como de ropa, medicinas y todo lo necesario para hacer frente a los estragos de la guerra. Por obra y gracia de Isabel.

Y qué decir de su testamento redactado en cortesana manuscrita, como denominaban los reyes a la letra cursiva empleada en la diplomacia regia castellana, en nueve hojas de pergamino autentificadas por el notario Gaspar de Gricio. La testadora hace profesión de su fe católica y entrega su alma a Dios y su cuerpo al sepulcro disponiendo su enterramiento en San Francisco de la Alhambra (Granada), o en cualquiera de los lugares que disponga su marido, vestida con el hábito de San Francisco, “en una sepultura baxa que no tenga vulto alguno salvo una loxa baxa en el suelo llana con sus letras esculpidas en ella”.

Tras ordenar la liquidación de todas sus deudas, señala las Misas por su alma, las dotes para casar a doncellas menesterosas y el ingreso de otras tantas. Atenta a todo, aun en aquellos momentos críticos, la regia moribunda designa sucesora de todos sus reinos y señoríos a su hija Juana, disponiendo que sea reconocida reina de Castilla y de León tras su fallecimiento. Pero previene los posibles abusos del archiduque Felipe el Hermoso confiando a sus hijos el gobierno de los reinos.

EL TESTAMENTO

El sacerdote claretiano Anastasio Gutiérrez, que compuso durante doce años de intenso trabajo la “Positio” o proceso de beatificación de Isabel la Católica, condensa así la gran importancia de su testamento para conocer mejor la catadura moral de su autora: “Puede de alguna manera adivinarse con cuán admirable solicitud atendía hasta en sus últimos momentos a las cosas del gobierno, al orden, a la justicia, al bienestar de sus súbditos…”.

De ahí que al regio testamento, el político y filósofo Juan Vázquez de Mella lo haya denominado “la voz de la raza”, como él mismo explica: “Los sentimientos y aspiraciones de España, el más ardiente fervor religioso, una idea de justicia que no ha brillado con más pureza jamás en el mundo; el deber de la autoridad con los súbditos, llevado por la caridad hasta la conmovedora ternura, y los grandes ideales de la patria, afirmados están con tanta entereza”.