cultura
Las tristes llamadas navideñas de Gorbachov
Boris Yeltsin impidió el éxito golpista. A partir de su fracaso, la caída del comunismo soviético se precipitó durante la Navidad de 1991
Veinticinco de diciembre de 1991. El Kremlin, Moscú. Hacía un frío que pelaba el comunismo. Una fina nevada caía sobre la Plaza Roja. Un grupo de turistas miraba el ir y venir de militares y carros de combate, de periodistas y curiosos. Tomaban fotos con su Nikon porque, quién sabe, quizá aquello fuera historia algún día. Hacía unos meses que había fracasado el intento de golpe de Estado. Los comunistas del Ejército y el KGB se habían resistido a perder su poder. El verano pasado detuvieron a Gorbachov en su casa de verano mientras, con torpeza, quisieron parar la disolución de la URSS. La resistencia civil, sobre todo en Rusia y liderada por Boris Yeltsin, impidió el éxito golpista. A partir de su fracaso, la caída del comunismo soviético se precipitó.
Dentro del Kremlin, aquel 25 de diciembre los hombres armados de Yeltsin controlaban el recinto. Todos los guardias de las entradas y del perímetro eran leales. Los equipos de la tele rusa, de la CNN y ABC se apostaban en torno al despecho de Mijail Gorbachov. Allí, solo, con un teléfono rojo, meditaba las palabras de Boris: «Hoy es tu último día. Recoge tus cosas. Gracias por los servicios prestados. Mañana la bandera rusa ondeará en el Kremlin, y la roja con la hoz y el martillo irá a un museo. Has pasado a la Historia como el sepulturero de la URSS».
Mijail llenó su vaso con vodka y abrió su agenda telefónica. Marcó un número muy largo. «¿Está John Major? Que se ponga», dijo castizamente. Quería hablar con el Primer Ministro británico. Era perentorio. «¿John? Esto no es lo pactado… Sí, sí, pero… Que llame a Bush… pero… Ya. Feliz solsticio de invierno para ti también», y colgó. Vació el vaso de vodka en su boca. El alcohol pasó como un rayo por su garganta arrastrando el miedo al fondo de su estómago como el comunismo había llevado la miseria humana hasta las profundidades más oscuras, como un ancla herrumbrosa que cae a plomo a la sima abisal.
«Con la Casa Blanca, por favor»
Descolgó de nuevo el teléfono. No hacía falta que mirase la agenda. Se sabía de memoria el número de George. Marcó. Sonó dos, tres, cuatro veces. «Este cabrón no me lo va a coger», pensó Gorbachov expirando con fuerza sobre la mesa. «Dime, Mijail –se oyó familiarmente al otro lado de la línea– ¿Qué puedo hacer por ti?». «¿Tú qué crees?» –contestó el mandatario ruso Gorbachov– No te llamo para ofrecerte un plan de telefonía, George. Tengo aquí a Boris Yeltsin dando un golpe civil. Yo quería mantener el espíritu comunista en una nueva comunidad de Estados, con otro tratado, pero…».
Bush le interrumpió. Estaba todo atado y bien atado. Lo mejor es que desfilase por el foro sin hacer ruido. En Rusia caía mal, muy mal, pero en Occidente era un puñetero héroe, podía dar conferencias y pasearse sin problemas, con una vida desahogada, sin trabajar, que acaso ese es el sueño progresista. «Gracias, George», contestó Mijail Gorbachov y colgó. No había nada que hacer. Se sirvió otro vaso de vodka y se lo pimpló de un trago. Cruzó los brazos sobre la mesa, dejó caer la cabeza y rompió a llorar.
Entró entonces en escena Alexander Yakovlev, su secretario. Era el padre de la glasnost y la perestroika, jefe del Departamento de Propaganda del Partido Comunista, y consejero de Gorbachov. Siempre había defendido que si un soldado soviético disparaba contra la multitud protestataria, el plan de mantener el espíritu de la URSS fracasaría. Yakovlev vio al último presidente del sueño de Lenin y Stalin sollozando como una florista del Volga.
«La culpa es tuya, Mijail –dijo Yakovlev, que no había aprobado su curso de coaching–. No llores como burgués lo que no has sabido defender como comunista. Te rodeaste de traidores. Menos yo, claro. Fuiste un ingenuo. Tu círculo más íntimo estaba lleno de conspiradores y…».
Una dimisión, una buena vida en Occidente
Pero Mijail Gorbachov no escuchaba. ¿Qué importaba ya la condescendencia del ya-te-lo-dije de Yakovlev? Recordó las palabras del presidente Bush. Una buena vida en Occidente. Eso era justo lo que quería la mayoría de súbditos de los países comunistas. Ya está. Saldría en la tele y hablaría, pero no para los rusos, sino para los occidentales. «¿Cómo dijo el español Enrique Tierno Galván? –se preguntó Mijail–. Ah, sí. El que no esté colocado, que se coloque y al loro».
A continuación, Gorby ordenó a Alexander Yakovlev que llamara a las cámaras de televisión. Allí se presentaron los equipos rusos y norteamericanos. Se sentó a la mesa. Tomó unos papeles arrugados. Mojó con saliva su mancha de la frente para que brillara. Dejó a su derecha una taza. A su izquierda, en el suelo, se podía ver el asa de un bolso, quizá para salir de viaje ese mismo día. «Queridos compatriotas, conciudadanos», empezó. Anunció su dimisión y reivindicó su política. Adiós. En Rusia casi nadie siguió aquella emisión, pero en Occidente batió récords de audiencia.