La maldición de la reina madre Victoria de Inglaterra
La regia pareja tuvo nueve hijos, de los cuales al menos dos, Alicia y Beatriz, madre de la futura reina de España, portaban el gen maldito de la hemofilia
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Con dieciocho años, Victoria (1819-1901) sucedió a su tío Guillermo IV en el trono de Inglaterra, y tres años después contrajo matrimonio con su primo Alberto, hijo del duque de Sajonia-Coburgo-Gotha. Algunos se opusieron desde el principio al enlace por considerar que el novio seguía la tradición de su tía la duquesa y de su tío Leopoldo, desposados, según aquéllos, por puro interés con personas situadas en un nivel jerárquico muy superior al suyo. De hecho, muchos se mofaban del pretendiente recitando una copla popular, que decía así: «Viene a adueñarse, para bien o para mal, de la obesa soberana de Inglaterra, y de la todavía más gorda Bolsa inglesa».
La regia pareja tuvo nueve hijos, de los cuales al menos dos, Alicia y Beatriz, madre de la futura reina de España, Victoria Eugenia de Battenberg, portaban el gen maldito de la hemofilia que transmitían las mujeres.
El varón más pequeño, penúltimo de los nueve hermanos, era Leopoldo, duque de Albany, el mismo que vino al mundo con ayuda de un anestésico para su madre. «Leo», como le motejaban en familia, era tío abuelo del también hemofílico Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Todo quedaba así en familia.
En 1875 la prestigiosa revista «The British Medical Journal» publicaba algunos episodios hemorrágicos del pobre príncipe Leopoldo. Casi desde que empezó a gatear, al pequeño Leo se le formaron cardenales en codos, rodillas y antebrazos; se lastimaba al menor rasguño y muy pronto, cuando ya supo andar, una de sus rodillas resultó afectada para siempre, mientras ambas piernas solían estar salpicadas de manchas violáceas. Su orina aparecía a menudo mezclada con sangre y la dentición fue para él un insufrible Gólgota de lloros y alaridos.
Nadie en su familia tuvo la menor duda de que el chaval era hemofílico. Examinado por varios médicos, el dictamen fue unánime: aquel organismo en desarrollo carecía del factor vital de la coagulación, convirtiéndose en una gran presa de sangre que amenazaba con desbordarse a la menor herida.
Sus padres, Victoria y Alberto, fueron advertidos de inmediato por los médicos: su hijo no era un ser normal. Cualquier esfuerzo, por mínimo que fuera, podía desencadenar una hemorragia interna y provocar la muerte lenta y agónica. Incluso si el pequeño gozaba de sobreprotección, podía sangrar de forma espontánea sin razones aparentes.
La reina Victoria se acostumbró a vivir así con la espada de Damocles suspendida sobre el gaznate de su pequeño «Leo», consciente de que podía fallecer joven, como la inmensa mayoría de los hemofílicos de entonces. «El hijo de la angustia», como le llamaba su madre, andaba torpemente, cubierto siempre de cardenales. Pero aquel chiquillo de mente lúcida e imaginativa pugnaba en su interior contra la inactividad que los médicos le prescribían para evitar males mayores.
Cuando cumplió quince años, su madre le concedió la orden de la Jarreta para, según ella misma, «infundirle valor y alegría, ya que tiene tantas privaciones y decepciones». Muy pronto, el carácter rebelde de Leopoldo acabó imponiéndose a sus restricciones físicas. El muchacho culminó sus estudios en Oxford y cuando cumplió veinticinco años, la reina le nombró secretario particular suyo. Pero su precaria salud y su temperamento inquieto e irritable desagradaban a la soberana, quien confesó a su amiga Augusta de Prusia, en una carta: «A decir verdad, Leopoldo es motivo de pesar e indignación».
Entre tanto, Leopoldo hacía de su capa un sayo, saliendo de paseo cuando los médicos le pedían reposo; o brincando cuando todos le advertían que podía caerse y lastimarse gravemente.
Un año después, su madre le prohibió que la representase en la inauguración de la primera Exposición Internacional en Australia. Lepoldo siguió adelante con sus planes y contrajo matrimonio con Helena de Waldeck, en 1882. La pareja tuvo primero una hija, Alicia, princesa de Teck, portadora de la hemofilia. Dos años después, nació un varón al que su padre no llegó a conocer, pues poco antes había fallecido en Cannes a consecuencia de un derrame cerebral tras una caída fortuita.
Nacido 31 años atrás, la Corte británica ocultó al mundo que Leopoldo sufría hematomas y hemorragias intestinales, rodeado siempre de médicos y apartado semanas enteras en balnearios. Pero su madre, la reina Victoria de Inglaterra, siempre supo la verdadera causa de su trágica muerte. Igual que el rey Alfonso XIII, quien, pese a conocer la grave tara que transmitía Victoria Eugenia de Battenberg, accedió a desposarse con ella, introduciendo así la hemofilia en la Casa Real española.