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Mitología de la conquista de América: héroes y villanos

Desde la aventura al saqueo, las leyendas polarizadoras que se comenzaron a originar en 1492 han ido dando forma a la percepción cultural y social del descubrimiento
«La entrada de Hernán Cortés en México», obra de Augusto Ferrer Dalmau
«La entrada de Hernán Cortés en México», obra de Augusto Ferrer DalmauAugusto Ferrer Dalmau

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Tal vez la epopeya por excelencia de la Historia de la España moderna sea la conquista de América, la que para muchos –pese a la consabida controversia– es su gran aportación a la historia universal. Una evidente mitología la ensalza y la demoniza. Desde la épica paralela a la conquista se canta, como hace Ercilla, «el valor, los hechos, las proezas / de aquellos españoles esforzados, / que a la cerviz de Arauco, no domada, / pusieron duro yugo por la espada». Pero los propios conquistadores, en su empresa, conformaban su ideología e intereses no solo desde los parámetros políticos, religiosos o económicos que impulsan este fenómeno histórico: estaban influidos por las leyendas más diversas de la antigüedad clásica –como prueban los avistamientos de sirenas o amazonas– y de la materia celta, artúrica y caballeresca, como prueba la propia California y otros topónimos de los libros de caballería. La conquista fue un hecho mítico y trascendente formado sobre estos modelos heroicos pero también sobre la historia bíblica y la pugna entre paganismo y cristianismo en la antigüedad tardía, entre otros recursos narrativos.
El ambiente era propicio para las historias de viajes lejanos, acrecidas por la tradición mítica del romance de Alejandro y su expedición a la India o los no tan lejanos viajes de Marco Polo, sumados a viejos mitos como el de los Argonautas en pos de una ruta a Oriente o el legendario reino del Preste Juan y sus historias de raigambre céltica. Estos y otros mitos, como el de la Atlántida, las islas afortunadas –donde habitaba la antigua raza de oro– o la fuente de la eterna juventud, espolearon la imaginación de los conquistadores para marchar en pos de El Dorado y otros lugares donde encontrar tesoros sin cuento y, ciertamente, la inmortalidad. Se superaba el viejo arquetipo de Iberia, Hispania o España, como lugar del «finis terrae», allí donde estaba la frontera con el más allá. Quería el hado que de allí precisamente hubieran de surgir personajes excepcionales, héroes para unos, villanos para otros –en la «leyenda negra» que empieza a cundir sobre todo a partir de Bartolomé de las Casas– que transforman el mundo para siempre. También desde el punto de vista político y económico, como muestra el aluvión de oro que invade la Europa inmediatamente después del descubrimiento, con el despegue de la banca y el crédito. Nada volvería a ser igual en el orbe conocido, que es ampliado al quebrarse el leitmotiv del «non plus ultra».
Y la impresionante actuación de esta tropa variopinta de descubridores, conquistadores, místicos, idealistas, guerreros, aprovechados, oportunistas y demás aventureros que marcharon a América bajo la guía de unos pocos visionarios providenciales –de personalidad poliédrica e igualmente disputada– es inolvidable, materia para la ficción mitopoética de todos los tiempos. Cortés, Pizarro, Orellana, Quesada, Ojeda, De la Cosa, Heredia, Alvarado, Díaz de Solís, Hernández de Córdoba, Ponce de León, Coronado, Rodríguez Cabrillo, Cabeza de Vaca o Elcano. Fatigosa sería la nómina de los partícipes en esta portentosa empresa coral, que forjarán una cierta mitología, con sus luces y sus sombras, sus héroes y villanos, traidores y víctimas. Muchos son los cronistas, para bien y para mal, de esta epopeya, desde los mencionados Ercilla y De las Casas, a Bernal Díaz del Castillo y sus muchos epígonos, algunos extranjeros, admiradores de aquella o no, como Kirkpatrick, Prescott o Hugh Thomas. Y en la ficción, es inagotable la inspiración que ha ejercido sobre pintores, novelistas o cineastas, como se ve en «El corazón de piedra verde», de Madariaga, «Malinche» de Laura Esquivel, «Leyendas de Guatemala» de Miguel Ángel Asturias o los filmes «Aguirre» (1972), «1492» (1992), «El Dorado» (1988), «La misión» (1986) o «Cristóbal Colón» (1992), por citar unos pocos. Y hay que recordar en la historia óperas como las de Purcell, Vivaldi, Grau o Spontini y dramas como el de Spengler. Si empezaba citando a Ercilla, un ejemplo impresionante de la iconografía de esta epopeya se puede ver ahora en la exposición temporal del Museo de América «La luz del nácar» que expone impresionantes colecciones de enconchados del Museo de América, de la Colección Real y de los Duques de Moctezuma. Las tablas de El Prado, de época de Carlos II, basadas en crónicas como las de López de Gómara (1552), Díaz del Castillo (1632) y Solís (1684), representan los sucesos de la conquista de México por Hernán Cortes frente a Moctezuma, que ha sido arte y literatura desde entonces: batallas, astucias, oro, sangre, ambición y gloria emanan de este magnífico fresco histórico concebido como un enorme biombo que expresa resumidamente y con maestría la mitología de la conquista.

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